H ay una mesa con marcadores, dos teléfonos, uno es un fax. Hay una pequeña bandera de Costa Rica, calculadoras, un Cristo empolvado con harina, calendarios, llaves con un llavero de Minnie Mouse, agendas.
En el suelo hay cajas de cartón. Todos visten de blanco. Hay un horno a 234° centígrados y ventiladores que hacen su mejor esfuerzo con el fin de enfriar galletas que deben ser empacadas para que alguien –no sé quién– las coma esa misma tarde.
Hay dentro de la fábrica de galletas Julieta un ruido que no cesa, como el de un motor que mantiene con vida la empresa; su fundador don Arsenio Umaña tiene 99 años y “si Dios se lo permite” cumplirá 100 el próximo 1.° de noviembre.
La fábrica se ubica en el barrio Luján, en San José.
En ella trabajan cinco hijos de don Arsenio y dos sobrinos, pero “todos son familia”. Esto lo asegura Elizabeth, una de las hijas, quien estaba trabajando esa mañana en la fábrica, la cual impresiona por su estrechez. Quién pensaría que en un espacio tan pequeño se producen al día unas 100.000 galletas.
Para asegurarse de que a los empleados no se les oxide el entusiasmo ni el cariño por su trabajo, todos rotan labores todos los días. Es decir, el que estaba cortando la masa, después puede poner las galletas en el horno. O el que estaba empacando luego puede usar la batidora. Esto, para no hacer del día una rutina agotadora. En especial porque algunos de ellos tienen un segundo trabajo que les demanda tiempo y vida.
Mientras Luis, otro de los hijos de don Arsenio, me explica cómo es que se debe poner la jalea en el centro de las galletas, las hermanas –Elizabeth y Ana Lucía– se lamentan de no tener a mano una de las fotos donde se ve el queque que don Arsenio le hizo a Elizabeth para su quince años. “Era hermosísimo, gigante”.
“Papá en aquellos tiempos se encargaba de hacerle queques a quinceañeras. Entonces les hacía 15 cisnes para decorar el pastel. Era todo un artista de la repostería”.
Aquellos tiempos
Cuando llegó la familia Musmanni a Costa Rica y abrió sus primeras panaderías (en los años 30), Arsenio Umaña comenzó a trabajar con ellos como chef repostero.
Tenía 17 años. Además había llegado con conocimiento previo: su hermana tenía una panadería en la que don Arsenio comenzó a dar sus primeros pasos en el mundo de las harinas.
Durante su tiempo trabajando en la Musmanni nació la receta de las legendarias galletas. “Todo fue con su puro ingenio”, me explica Mercedes, otra de sus hijas.
“Un día, mientras estaba trabajando, llegó un familiar de los Musmanni. Se llamaba Julieta. Y como papá todavía no le había puesto nombre a las galletas decidió nombrarlas en honor a ella”.
Durante su trabajo en la panadería, don Arsenio perfeccionó su vocación y cuando cambió de empleo se llevó con él su preciado legado.
“Desde los 15 años hacía pasteles. Es más, cuando se casó hizo su propio queque”, cuenta Mercedes, quien me recibió en su casa en Paso Ancho, una que ha estado ahí por 50 años.
A su lado se encuentra don Arsenio, en silencio, cómodo en una mecedora, vestido con medias, pantuflas, un chaleco azul y recostado a un almohadón de la Liga Deportiva Alajuelense.
No habla mucho; tiene en su nariz una manguera para el oxígeno, la cual se le desacomoda a cada rato porque a pesar de su edad, su ser inquieto no descansa.
En diciembre del año pasado contrajo una pulmonía que debilitó su salud, mas no su espíritu. El trabajo al cual don Arsenio migró después de la Musmanni no tenía nada que ver con el arte de hornear. Ingresó a laborar a la Corte Suprema de Justicia como misceláneo, pero duró poco en ese puesto.
“Papá se quedaba después de su turno aprendiendo a mecanografiar. Como era tan inteligente aprendió en poco tiempo a escribir muy rápido, entonces lo contrataron como secretario de de la Sala Primera”, recuerda Mercedes.
Fue tan hábil en su nueva profesión que al poco tiempo se convirtió en un mentor para los nuevos empleados que llegaban.
Pero no había forma de que don Arsenio dejara de lado su verdadero amor.
“La Corte tenía una soda, así que él comenzó a llevar galletas para vender. Poco a poco la demanda comenzó a crecer”.
En su casa, en un horno verde, comenzó la aventura.
Toda su familia era parte del trajín. Mercedes explica que a veces se acostaban a las tres de la madrugada, “a pesar de que al día siguiente entrábamos a las siete a clases. Se madrugaba mucho”.
Cuando Mercedes entró a la Universidad Nacional aprovechaba para vender ahí galletas.
Es la familia el corazón y la columna vertebral que ha sostenido por años el negocio; y hasta el momento.
Pasan las horas, y don Arsenio continúa en su silla, en silencio, viendo televisión, pero nos mira todo el tiempo. Mercedes le pide que cante “la canción de los números, la del buey”. Entonces don Arsenio canta a todo pulmón sin olvidar una sola frase. Para esto el oxígeno le alcanza y le sobra.
Mercedes me cuenta que todos los sábados “casi toda la familia se reune para pasar tiempo con el abuelo”. Por ahora, el más amado de la familia tiene 16 nietos y seis bisnietos.
Al despedirme del legendario galletero, él me estrecha la mano y me desea que Dios me acompañe, y entre risas remata con un tono grave, de abuelo, de hombre de negocios: “porque yo no puedo”.