La primera quincena de marzo, cuando se encendieron las alertas porque el coronavirus había llegado a Costa Rica, además de la preocupación y prudencia colectiva, en los supermercados del país empezó a escasear el alcohol en gel y el jabón antibacterial; los compradores también comenzaron a almacenar grandes cantidades de papel sanitario.
Paralelo a lo que acontecía, Jeffry Portilla empezó a notar con el paso de las semanas cómo las calles de San José se vaciaban y en aceras y en rincones bajo algún techo comercial solo quedaban él y las otras personas que viven en indigencia. Del boca a boca él supo que había una nueva y grave enfermedad, pero su preocupación estaba concentrada en sus prioridades del momento relacionadas con la adicción. Igual pasaba con sus vecinos del “hogar” que habitaban a cielo abierto.
En sus tiempos adicción Jeffry tenía algunos momentos de lucidez y llegó a pensar que iba a “morir en la calle”.
El temor estaba latente por todas partes, pero ni él ni otras personas en situación de calle pensaban en la importancia de abastecerse de enlatados, ni del aerosol que mata el 99.9% de los virus y bacterias y que ahora está agotado en todos los supermercados. En la calle viven el momento.
Cuando el viaje por el que lo llevaban las drogas acababa, Jeffry chocaba con la realidad. ¿Ahora qué seguía, de dónde iba a sacar comida, cómo se iban a cuidar él y las otras personas sin techo durante una pandemia?
En medio de las incógnitas de siempre y las más recientes, pasaron los días y a principios de mayo, cuando las mañanas son soleadas pero las tardes lluviosas, el asunto se complicó más. Sobre todo en estos tiempos en los que se empezó a insistir en el distanciamiento social y en permanecer en casa; y en la necesidad de mantenerse lo más lejos posible de los demás para quienes irremediablemente tenían que salir a trabajar o a realizar diligencias urgentes.
A los “Sin techo”, las monedas dejaron de llegarles y las personas que voluntariamente les compraban algo para comer desaparecieron. A inicios de mayo, cuando el coronavirus tenía dos meses de estar en Costa Rica y muchas empresas enviaron a sus trabajadores a teletrabajar, en la calle sonaba con más fuerza que el virus era muy peligroso. En ese momento las personas en situación de indigencia seguían allí.
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Hoy, la realidad de Jeffry y de más de 200 habitantes de la calle, es otra. Irónicamente, el virus que tanto dolor y preocupación ha causado en el mundo, a ellos les está dando una oportunidad que dicen “es única”.
Entre la Municipalidad de San José, el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) y la Comisión Nacional de Emergencias (CNE) pusieron a operar cuatro albergues para resguardar a decenas de habitantes de la calle y que así tuvieran la posibilidad de hacer la cuarentena por el coronavirus en un lugar seguro y con todas las medidas requeridas para evitar contagiarse. Según Mariella Echeverría, jefa del departamento de servicios sociales y económicos del ayuntamiento josefino, estas personas no tenían opción de aislarse ni de lavarse las manos, como lo pidió el ministerio de Salud cuando se desató la crisis por el SARS-CoV-2 que causa la covid-19.
“Cuando esto empezó ellos estaban preocupados y solos. Algunas ONG que les llevaban alimentos se retiran por prevención. Ellos veían que la enfermedad estaba matando gente. No tenían mayor acceso a los medios de comunicación”, dijo Echeverría, quien informa que en el casco central de San José tienen contabilizadas unas 3000 personas en condición de calle.
Las personas albergadas representan un 7.5% del total de habitantes de calle en San José. La trabajadora municipal contó las alternativas en las que han pensado para tratar a quienes continúan en las calles y por qué no es viable albergar a todos quienes habitan a la intemperie.
“Hemos considerado otras opciones. En este momento estamos valoramos con la Caja Costarricense de Seguro Social opciones para personas habitantes de calle con sospecha o positivos por covid-19. Hasta el momento ninguno ha dado positivo, por ese lado ha sido una tranquilidad.
“Ahora bien, estos albergues no podrían considerarse para la población o el universo completo por varias razones. Tiene que ver porque cerca de un 90% de la población está en consumo activo, y que una vez que llegan a la calle empiezan consumo o llegan por consumo, entonces no todas las personas van a estar listas o preparadas para albergarse y resguardarse por tres meses sin posibilidad de consumo (...)”, explicó Echeverría.
Los cuatro albergues habilitados están en Hatillo (con capacidad para 100 hombres y mujeres sin condiciones de riesgo, mayores de 18 años y menores de 65). Otro en Pavas que es financiado por la organización Chepe se Baña y que está dispuesto para 30 adultos mayores. Uno más en Paseo Colón, que funciona en un hostal alquilado por la CNE y en el que albergarán a 45 personas mayores con patologías de riesgo. Y el cuarto disponible está en el dormitorio de la municipalidad de San José, que recibió a 51 personas con discapacidad o ciudadanos de oro. Para un total de 226 espacios, que no están ocupados en su totalidad.
Oportunidad única
Jeffrey y 71 personas más están albergados en Somos Uno, campamento que se instaló en el gimnasio Ciudad Deportiva Héiner Ugalde, en Hatillo 2, al sur de San José. En la inmensa explanada bajo techo se colocaron decenas de colchones que están acostados sobre tarimas plásticas. Esas camas fueron acomodadas en hileras de 10. Ahora todos ellos son una inmensa burbuja social que convivirá por los siguientes dos meses y medio. Este albergue funciona desde el 14 de mayo.
Cada habitante cuenta con una cobija, ropa y todos los implementos de aseo necesarios que fueron rotulados con un número. A ellos, aparte de llamarlos por sus nombres, se les reconoce con esa unidad para que así sus pertenencias no se pierdan cuando las mandan a lavar.
Aparte de suplirles sus necesidades básicas, a estas personas, en su inmensa mayoría adictos a todo tipo de drogas y alcohol, el Instituto sobre Alcoholismo y Farmacodependencia (IAFA) les brinda medicamentos para darles contención.
Ileana Mora, coordinadora administrativa del albergue y de la fundación Lloverá, organización que fue contratada para que se hiciera cargo de este grupo de alojados, contó que actualmente en el sitio están viviendo 67 varones y cinco mujeres. Allí tienen capacidad para resguardar a 100 personas, lo que significa que cuentan con unos 28 espacios disponibles para personas que están viviendo en condición de indigencia en Hatillo y San José y quieran albergarse.
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Los actuales residentes tienen edades entre los 18 y 62 años y en términos generales, están en buenas condiciones de salud. A todos se les realizó un chequeo médico antes de ser trasladados. Para tener un espacio en el albergue, fueron seleccionados mediante el dormitorio de la Municipalidad de San José, lugar que antes del coronavirus, y durante los últimos 12 años, daba un lugar para dormir a 102 personas y durante el día les proporcionaban alimentos y acompañamiento socioeducativo. Ahora el sitio está fungiendo como un albergue más.
“Estar en este albergue es de lo mejor que me ha pasado. Llevo cuatro años en condición de calle. Cuando tenía 11 años mi mamá se murió de cáncer. Mi padre fue mi compañero de tomar bebidas alcohólicas, empecé a tomar a los 12 años. Él murió de cirrosis. Mis hermanos trataron de ayudarme (a salir del vicio) pero no se pudo más. Por esto perdí familia y mi propia casa”, resume Jeffry, de 35 años.
El semblante de Jeffry es sereno, la piel de su rostro se ve tersa y sus ojos verdes, aunque no tienen mucha expresión, brillan. Dice que ahora luce bien, pero que en otros momentos, no.
“Cuando sucede lo de la pandemia juré que iba a morir en la calle. No había nadie afuera y yo andaba ahí comiendo de basureros. Soy un milagro de Dios. No me morí. En el momento en el que menos lo pensé tuve una ayuda. Llegué a este lugar. Es increíble que todos los que estamos aquí, que venimos de la calle, no nos hayamos muerto allí. Porque las personas se han cuidado tanto de esto y yo nunca tuve ni el mínimo cuidado. Nosotros fumábamos en el mismo tubo de crack; muchas veces, buscando comida en la basura, me metí agujas que quién sabe de dónde venían”, asegura. Jeffry ve en esta ayuda una oportunidad para reinsertarse a la sociedad y seguir con sus estudios de inglés.
Durante el día pasa sumergido en el teléfono inteligente que compró gracias a una ayuda. Navega en internet y quiere abrirse una cuenta de Netflix, en ello encuentra un sosiego cuando se exaspera y tienen impulsos de volver a la calle.
En la noche, aun cuando tiene el día siguiente seguro, cuenta que estando en su lugar de reposo lo invade un vacío. A su mente llegan momentos como la noche en la que se despertó porque la sangre empezó a brotar violentamente de una parte de su cuerpo.
Mientras dormía en una banca de un parque una fina hoja de metal atravesó su carne y su sueño fue traumáticamente interrumpido. Nunca supo por qué le apuñalaron aquella vez.
“Lo más difícil de estar en la calle es no saber qué va a pasar con uno el día de mañana. Saber si va a ser su último día. Saber si ni siquiera vas a amanecer. Cuando voy a dormir recuerdo todas las experiencias malas que viví. También recuerdo las cosas malas que hice. No puedo decir que soy el pobrecito. La calle se presta para todo.
“Estoy tratando de refugiarme en la medicación que llevo. Para que el efecto sea duradero y ayudar a ciertas áreas mentales. Aquí me están ayudando para que me quede. Todos los días me muero de la ansiedad. En internet busco opciones de trabajo. Cuando todo esto pase quiero empezar a recuperar mi vida”, dice Jeffry, quien lleva una inmaculada camisa blanca del Real Madrid.
La coordinadora del albergue dice que cuando el tiempo de cuarentena pase, la estancia en el albergue podría extenderse de acuerdo a las disposiciones del ministerio de Salud, y procurarán que al menos un 20% de los albergados puedan ser ubicados en un centro de tratamiento. También buscarán redes familiares para ver si algunas personas pueden reubicarse. En otros casos, dice que “algunos tendrán que volver a su estado natural” en la calle.
“La idea es que no (vuelvan a la calle), pero eso también depende de ellos y de su motivación”, agregó la coordinadora.
Como en casa
En el gimnasio que se improvisó como casa para una familia, por ahora, de 72 personas, hay un saco de box que puede ser golpeado para hacer catarsis y vencer la ansiedad. A Jeffry le gusta hacerlo de vez en cuando.
Afuera de las instalaciones, en las que para ingresar, por protocolo y seguridad, le toman la temperatura al visitante, le exigen usar mascarilla, y lavarse las manos, hay una cancha en la que la calusora mañana del 26 de mayo un grupo de muchachos “mejengueaba”. Los calientes rayos hicieron que se quitaran la camisa y se sintieran cómodos mientras quemaban energías.
Viendo un pequeño celular y con los audífonos puestos Junior Cerdas, otro de los residentes, caminaba relajadamente. Él se asomó a ver cómo iba el juego. Luego regresó al interior del gimnasio. Tiene 34 años y de ellos durante 20 ha consumido drogas. En su tiempo de adicción ha hecho “paradas”, la última fue de nueve meses, pero luego recayó y estuvo en condición de calle por cuatro meses, según cuenta.
Él está convencido de que el coronavirus es una enfermedad que “mata personas y que fue creada por personas”. Esa es la teoría conspirativa en la que prefiere creer. Aun percibiéndole así, agradece que por este virus hoy tiene lo que en la calle no.
“Ha sido valioso que me hayan rescatado y que me dieran la oportunidad de poder salir y cuidarme de esta enfermedad. Con el coronavirus, de algo malo salió algo bueno. Lo veo así.
“Si no hubiera existido esa enfermedad pues no hubiéramos tenido la oportunidad. Hasta cierto punto sí se le agradece a este virus porque nos ayudó a salir de las calles y ahora nos están brindando este apoyo. Eso sí, hubiera sido mejor que no existiera la enfermedad y que nos brindaran estas oportunidades sin necesidad de que esté pasando todo esto en el mundo”, asevera Junior. Revela que nunca sintió miedo de la covid-19 porque “sabe que Dios cuida de quienes andan en la calle y tiene misericordia de ellos”.
“Porque aunque no tenemos cuidado, no nos lavamos las manos, comemos lo que sea y hacemos cosas insalubres, Dios no permitió que nos enfermaramos”, añade.
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Durante el día, Junior escucha música. Sus géneros preferidos son el reggae y las melodías cristianas. De los temas espirituales le gusta oír a Jesús Adrián Romero y Marcela Gandara. El celular que usa se lo llevaron unas amistades, cuenta. Adicional a su medicina musical le gusta compartir con sus compañeros viendo televisión. Se siente como en casa.
En esta enorme burbuja social, los inquilinos tienen duchas, comedor, consultorio médico y asistencia en fisioterapia, trabajo social y psicología. Para paliarles la ansiedad por consumir, a ellos se les realizan actividades lúdicas y se les brinda espacios para que se entretengan como gusten. Hay quienes prefieren jugar bola, golpear el saco de box, leer, jugar cartas, acostarse a descansar o ver películas.
Una que disfruta casi de todas esas actividades y anda como un pequeño tornado por todas las instalaciones es Evelyn, una de las cinco chicas que están en el albergue. Con su humor e hiperactividad pasa entreteniendo a sus compañeros.
Evelyn es elocuente y parece que muy franca. Desde hace ocho años estaba en la calle. Decidió que quería dejarla y alguien le comentó sobre los dormitorios del ayuntamiento josefino. Fue y coincidió con la oportunidad de irse al albergue a pasar la cuarentena.
No mide más de 1.60 m. y tiene una figura atlética. Cuando no consume drogas se concentra en ejercitarse. Ahorita no puede porque le quebraron el brazo izquierdo luego de un asalto. Ella prefiere que su identidad sea protegida, por eso en su foto no se ve su rostro.
Esta mujer, de 43 años, tiene una hija de 18, a quien dejó a cargo de su madre, pues le aterrorizaba que por curiosidad la chica se interesara por las drogas, tal y como le pasó a ella con solo 13 años.
“Aquí me siento como una reina. Me están chineando y no me lo merezco. Reconozco que no he sido buena hija, ni hermana, ni madre. He sido malagradecida. Siento que no he hecho nada para merecer esto que estoy viviendo. Yo me tiré a la calle a los 27 años. Ya estaba empezando a consumir dentro de la casa. Y si me llevaba algo para venderlo, mi esposo lo reponía, él era muy codependiente de mí. Se endeudó mucho. Quería tapar el sol con un dedo.
"Me casé con él porque no tenía derecho de quitarle a mi hija a su padre, pero yo nací lesbiana. Hice un esfuerzo sobrenatural, pues yo no quería estar casada”, sintetiza Evelyn.
Al igual que varios de sus compañeros, esta mujer aspira a tener una oportunidad en la sociedad. Desea aprovechar la inteligencia que siempre la dotó de buenas calificaciones y le impulsó cuando empezó a estudiar psicología.
En estos días de cuarentena, Evelyn se ha puesto al tanto de las noticias nacionales y se informa con las conferencias de prensa diarias del ministerio de Salud. Cree que Costa Rica es un país bendecido, pues afortunadamente hay pocos fallecidos por coronavirus en comparación con muchos otros países.
“El ministro es muy rígido. Por eso nos está yendo bien y tenemos un porcentaje bajo de muertos. Este es un gran país, en Centroamérica somos los que menos analfabetismo tenemos”, expresó Evelyn quien usa el cabello corto con un estilo moderno que resalta su explosiva personalidad.
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Una más
Si bien la mayoría de albergados son varones, este refugio cuenta con un módulo para las mujeres en el que Evelyn tiene su espacio. Una armazón blanca plegable divide el sector de los hombres del de ellas.
En el interior del dormitorio de las chicas están igualmente las colchonetas sobre bases plásticas. Cada una, al igual que los varones, cuenta con una caja grande transparente que tiene la función de clóset. Allí colocan las pertenencias que se les dio a cada uno. En el espacio hay una mesa blanca plegable que sostiene una pantalla plana en el que ellas pueden ver lo que más les agrade.
En este módulo habita Fiorella Jiménez, una chica transexual. Ella está albergada por razones distintas a la de sus compañeros, pero se siente como una más del grupo.
“No estoy aquí por problemas de drogas o alcoholismo. Eso no significa que no me identifique con ellos y que no les tenga aprecio. Tengo más de 12 años de ser estilista y maquillista. Hace más de dos meses tuve un asalto en el departamentito que había alquilado para mí. En la sala había puesto un pequeño salón de belleza; luego de que a los salones se les empezó a cobrar el 13% del IVA, me despidieron. Un viernes en la noche se me metieron cinco tipos a la casa encapuchados. Armados con tubo. Yo vivo sola y no tengo pareja hace seis años. Me asaltaron, me golpearon, me robaron todo. Fue difícil y traumático. Pensé que me iba a morir. Me cubrí con mis manos”, cuenta Fiorella, de 38 años.
Sus palmas tienen laceraciones, pero eso no le impide colaborar cortándole el cabello a sus compañeros. Tras cinco semanas de internamiento en el hospital no tenía a dónde ir, pues perdió a sus padres, su única familia, hace 20 años. Cuenta que en trabajo social, del centro médico, coordinaron con el dormitorio de San José para brindarle un alojamiento cuando le dieran de alta. Allí se dio la oportunidad de integrarse al albergue de Hatillo.
“Yo no tenía ni una ropa para salir del hospital. Me quedé sin un cinco. Al departamento no quise volver. No puse demanda porque me dio miedo y pensé que no iba a recuperar nada. Yo no pido que me mantengan. Mis padres me enseñaron a salir adelante por mí misma. Con humildad y respeto pedía un centro o una casa hogar para unos dos o tres meses mientras terminaba de recuperarme, y que el lugar me diera la opción de al mes y medio empezar a tocar puertas para que me dieran trabajo. Mi idea es que cuando se cumpla el tiempo de cuarentena, tener trabajo, y dinero para pagar un departamento y comprar nuevamente mi equipo de trabajo. Doy gracias a Dios por esta oportunidad, pues o no me hubiera tocado irme a la calle”, cuenta. Fiorella resalta el hecho de que encargados del dormitorio y del albergue le consultaran en qué módulo se sentiría más cómoda. Ella eligió el de mujeres.
“A veces lloro de alegría. Sé que estoy sola, porque ya no cuento físicamente con mis papás, pero Dios siempre ha estado conmigo”.
Para el 26 de mayo, día de esta entrevista, Fiorella celebraba la entrada en vigencia del matrimonio civil igualitario en Costa Rica. “Estoy demasiado feliz”, resaltó.
“Solo”
Los grandes techos del gimnasio tienen un significado inmenso para Geovanny Vargas. Él tiene 45 años y ha vivido la mayoría de ellos en las calles. Hoy que está refugiado en el albergue de la Ciudad Deportiva, una sensación que lo reconforta es escuchar la lluvia y saberse protegido.
En su tiempo en indigencia sabía lo que era guarecerse en un techo de alguna casa y ver como le pedían que se fuera porque creían que iba a robarse algo. Tener una cama “y un techito” ha sido significativo para este hombre, quien empezó a consumir alcohol a los ocho años.
Rara vez a Geovanny se le ve compartir con Jeffry, Junior, Evelyn o Fiorella. Su estilo de vida siempre ha sido solitario.
“Esta es una experiencia bonita. Es una oportunidad que nunca se va a dar más. Hay que aprovecharla. Yo vivo por mí. Hay que aguantar tres meses aquí. Mi mamá vive, tiene 63 años, pero como uno se ha portado mal prefieren no verlo.
“Yo nunca me robé nada. Yo buceaba (buscando en basureros) a ver qué salía. Yo dormía donde aparecía la noche, siempre solo. La lluvia es de lo más duro de estar en la calle. Dios es bueno”, destaca.
Adicional a los alimentos diarios, Geovanny agradece principalmente por poder bañarse todos los días y tener una prestobarba y así limpiar su cara de los vellos de más. “Es una bendición. Mucha gente no ve eso. Este techo le asegura a uno no mojarse tres meses. No estar en la calle. Aquí uno no se va a enfermar”, agrega. Al igual que sus compañeros, Geovanny “quiere una vida nueva”. Espera no volver a la calle y confía en la ayuda gubernamental para alquilar un cuarto.
“A mí me limpiaron en el hospital con suero. Yo ya no quiero este vicio”.
Sí, a Geovanny le gusta estar solo, pero poco a poco ha sentido la unión que hay en la “burbuja que habita”. Sentado en las graderías sobre las que están instaladas sillitas de colores, en las que muchas veces se han sentado cientos de costarricenses durante alguna maratónica de Teletón, él se entretiene con sus cartas. Cada vez más cerca de sus compañeros.
Hoy Jeffry, Junior, Evelyn, Fiorella y Geovanny tienen lo que necesitan cada día, al igual que 200 personas más. En este momento ellos tampoco se afanan por acumular papel sanitario ni alcohol en gel.
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Ileana Mora comentó que están solicitando donaciones de tenis, en excelente estado, para hombre y mujer de la talla 38 a las 43. Además, de ropa interior para proporcionarle a los albergados. Si gusta ayudar puede comunicarse a los correos: mercadeo@fundacionllovera.org o direccion@fundacionllovera.org