“Es como estar por un rato menos solo. Solo eso, en sí, es un gran alivio”, dijo Rosario Castro, de 45 años. Castro –sentada en una mesa redonda junto a otras cinco mujeres muy similares a ella– tenía más de 15 días de ir y venir al Hospital Nacional de Niños (HNN), en San José, donde se encontraba internado su hijo de seis años. Ese viernes 20 lo operaban por una infección en los riñones.
Castro se encontraba en el área de juegos del Hospital, desayunando una merienda que la organización católica Matrimonios en Victoria patrocinó durante la celebración del “Día de las Buenas Acciones”, una iniciativa coordinada por Bnai Brith – Centro Israelita Sionista de Costa Rica junto con la Asociación de Guías y Scouts de Costa Rica.
A pesar de su nombre, la actividad se extendió por una semana en el país. Se inició el domingo 15 de este mes.
“El Día de las Buenas Acciones tiene la grandeza de demostrarte que uno puede ser motor de cambio con pequeñas acciones diarias. Yo siempre cuento que una de las prácticas que incluí en mi diario vivir, fue sonreír y saludar a las personas con las que me cruzo cuando corro todas las mañanas y me explicaba una psicóloga que las sonrisas trabajan como células en espejo y difícilmente alguien a quien le sonríes no te sonríe de vuelta”, contó la coordinadora del Día de las Buenas Acciones para América Latina, Sara Gateño.
La intención del proyecto fue entonces “buscar que durante siete días, distintas instituciones se sumaran a la idea y fomentaran actividades para personas en situación de calle, niños y niñas en zonas de riesgo y adultos mayores”. La actividad, que se realiza en todo el mundo, nació en Israel por la filántropa Shari Arison en 2007.
Este año el Día se realizó en 100 países.
Ese viernes, el centro pediátrico se apuntó a colaborar y cedió el espacio que llaman Unidad de Terapia Recreativa, –que se inauguró el día de los niños, en 2014–, con la idea de crear un lugar para que los pacientes puedan “botar tensiones, relajarse y distraerse, pero también mejorar su desarrollo motor, rehabilitar sus músculos y promover la socialización”.
El cuarto, amplio y blanco, con detalles de madera que transforman el ambiente, de pronto parece no ser un hospital; el temor a la muerte no se siente tan cerca como se puede ver en algunos pasillos. El espacio es cálido y blanco, con juguetes por doquier que hacen sentir la presencia de los niños. En las paredes cuelgan cuadros que pintaron niñas y niños, resultado de algún taller de arte terapia. La mayoría son dibujos de animales grandes y desproporcionados.
Ahí, en ese luminoso santuario, se llevó a cabo la actividad que tenía como fin específico darle un desayuno a los familiares y acompañantes de los pacientes, pero además un momento para compartir con otros padres, y poder despejar la mente dentro de lo posible.
Dentro de esos papás beneficiados estaba Rosario, “cansada y drenada” porque tenía un par de días de no comer bien y de estar sentada, esperando que todo saliera bien en la sala de operación.
“Agradezco mucho que me hayan dado esta comida, y la oportunidad de estar con otras personas que entienden lo que es pasarla mal así, en un hospital”.
“Muchas veces esto es así: o la comida o los pases. Dentro del Hospital hay muchos padres que no tienen los recursos para comer bien todos los días, y luego irse a Cartago, Alajuela, Liberia. Aquí viene gente de todo el país. Entonces es importante para nosotros poder darles un respiro, un poco de compañía. Para muchos esta es la única comida que van a tener hasta mañana”, aseguró Jorge Masís, de Matrimonios en Victoria.
Algunas mesas estaban más calladas que otras. En algunas, mamás hablaban de lo feo que es pasar la noche ahí, “en vela” decían. Enfermeras entraban y salían, algunas con buenas noticias, otras con malas.
“Lo importante es que estamos acompañados”, decía uno de los padres que no tenía ganas ni de dar su nombre. Llevaba tres días rezando para que su hija, de meses, pudiera por fin salir de la institución.
La mayoría permanecía en silencio. Devorando el sándwich y las frutas. Nadie tiene que preguntar. Todos saben lo que pasa. Tatiana Herra, de 28 años, me explicó lo que sucedía.
“Es que ahí estamos todos con el corazón en la boca”.
Manos que dan
Muy cerca del HNN, en el Hospital San Juan de Dios, también se realizaba otra actividad de la “semana de las buenas acciones”. En este caso, estudiantes del Liceo de San José llegaron al centro para compartir con pacientes adultos mayores, en su mayoría.
Pero esa no era la primera vez que participan. “Es un regalo para los muchachos”, dice Marcela Guerrero, profesora de Estudios Sociales. El Liceo participa con la organización mundial desde hace cinco años.
“A partir del segundo año el director tomó la decisión que participar en la semana de las buenas acciones sería un premio para los quintos grados, porque todos se quieren apuntar.
Yo esperaba en 2015 que se inscribieran 20 estudiantes, y fue la población completa”, contó Guerrero, quien destacó que, probablemente, la razón por la cual tantos jóvenes se unen es porque “la mayoría de los chicos y chicas vienen de la León 13 y de La Carpio, de familias disfuncionales, con muchas carencias, y creo que esto es una forma para ellos de demostrar que, a pesar de eso, se puede ayudar a los demás”.
Este año los estudiantes se comenzaron a preparar desde febrero.
El Liceo ofreció esa mañana un bingo, un taller para hacer separadores de libros, y junto a la organización Legatos Mundo, llevaron libros para donárselos a pacientes.
Todo esto se centró en el patio del Hospital, donde el silencio se rasgó con muchas conversaciones que sucedían en distintos rincones.
A cielo abierto, con un parlante y música para bailar, los estudiantes amenizaban un bingo. En las mismas mesas, algunos pacientes pintaban. Todos se compartían la crayola.
Entre risas nerviosas, gritos y vaciladas, se iban seleccionando ganadores que recibían paquetes de sobrevivencia, con pasta de dientes, comida, y “cariñitos”. Eliécer Echeverría, de 65 años, con su gabacha azul, se asoleaba luego de ir por unos libros.
Pidió dos sobre la Biblia, y otro sobre “el futuro”. Tenía 20 días de estar en un salón, esperando unos resultados que apuntan, según él, a que padece de algún cáncer. Aún no estaba seguro.
El aislamiento, la espera, y la vida tenían a Echeverría melancólico y cansado.
“Es muy noble que estos niños vengan a visitarnos. Le acortan a uno el día y la angustia. Es bueno saber que puedo contarles mis experiencias de vida, todos aprendemos de todos”, dijo.
Uno de esos muchachos, que despertaron miradas ese viernes, es Abraham Monge, de 17 años.
Monge estaba caminando de un lado a otro, entre montañas de libros, buscando uno en particular. Alguien le pidió uno sobre tecnología, al rato llegó con una posibilidad de lectura.
Acertó. Paciente feliz.
“Me gustaría mucho ver cómo funciona la gente, y como se comporta. En parte, por eso hago esto. También porque creo en la reciprocidad, y pienso que si yo ayudo a todos estos señores y señoras mayores, cuando yo esté viejito, alguien como yo, va a venir a compartir conmigo”.
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