Desesperada y con temor de quedarme dormida en un lugar que no conocía, me senté a ver el mar para tratar de hacer la digestión.
Acababa de comerme un pescado tan grande, que la cola se salía del plato. Pero no era la única que luchaba contra la marea alcalina; las personas con las que me encontraba, caían rendidos –uno a uno– sobre hamacas, encima de sillas, debajo de hamacas.
Es el efecto isla, pensé, mientras los decibeles de los ronquidos aplacaban los alaridos de monos, chicharras y grillos.
Nos encontrábamos en la isla Jesusita, en Puntarenas. Un pedazo de tierra que tiene su propio pulso.
Además, tiene a su merced todas las bondades del Pacífico. Cuando me senté a ver el mar, lo primero que noté fue un pequeño espectáculo de ballet: un hombre y un niño subiendo a una panga.
El hombre revisaba algo en el motor, mientras el niño sacaba agua del bote con un tarro plástico. Luego, el niño tomaba una cuerda que acomodaba en una esquina, y el hombre sujetaba la tira para jalar el motor.
Así estuvieron, más o menos, durante cinco minutos. Interactuando sin decir una sola palabra. Cada uno sabía lo que tenía que hacer para no estorbarle al otro.
Cada uno tenía bastante claro qué hacer para que el bote anduviera.
Es el efecto isla, pensé de nuevo.
Justo en ese lugar se encuentra el hotel Isla Chiquita, el primer hotel instalado en una isla costarricense.
Para llegar hay que tomar un catamarán en Puntarenas. El recorrido toma, aproximadamente, una hora. Pero entre tanto azul y montículos flotando en medio del agua, el viaje parece demorar dos toques.
Una vez que el catamarán se acerca a la isla, hay que subirse a una panga para poder tocar tierra. “Es que el agua es muy profunda”, dijo Marcos Thomas, Gerente de Operaciones del Grupo Islita.
Este hotel es parte del proyecto Grupo Islita, una empresa líder en desarrollo de hoteles. Su lema es que los “viajes deben ser amigables para el planeta y positivos para las personas”.
El Grupo cuenta con otras dos propiedades: el Hotel Punta Islita, ubicado en la comunidad de Islita en Bejuco de Nandayure (Guanacaste) y el hotel de montaña El Silencio Lodge &Spa, ubicado en Bajos del Toro.
Los hoteles de esta compañía se destacan por sus instalaciones de alta calidad, servicios premium, y abundante naturaleza en los alrededores.
Se adaptan perfectamente a los exploradores que necesitan alejarse del caos, y las rutas ya conocidas.
“El Isla Chiquita tiene un concepto bastante innovador. Su misión –así como el de los otros hoteles– es ser un lugar sostenible, y que se encuentre en armonía con la comunidad”, añadió Thomas.
Además nos aseguró, mientras íbamos entrando al hotel, que ahí se duerme en tiendas de campaña, pero no en cualquier tienda.
Prometió que aquello sería algo nunca antes visto.
Glamping
Para entrar al hotel hay que subir unas tres o cuatro gradas de piedra y ya. No tiene puerta ni ventanas.
Nos recibieron con pipas y abrazos. Como si hubiésemos llegado de una tierra muy lejana. Horas después, y entre tanta comodidad en la isla, se sentía como que sí..
Las personas del grupo a mi alrededor se tomaban el agua de pipa como primates.
Sin necesidad de pajilla. Era parte de la experiencia. Se vaciló.
“Acá no queremos ensuciar con plástico”, nos explicó Harry Zurcher, fundador del Grupo Islita. “Estamos esperando que nos lleguen las que son de bambú. Pero, bueno, estamos en una isla. Se toma su tiempo”, aclaró.
Una vez hidratados, caminamos hacia las tiendas de campaña. De camino, Thomas explicó que las galletas de cemento, el material con el que hicieron los senderos, son removibles. “Esto es para no dañar el terreno, ni tener que chorrear concreto en la tierra”, prosiguió.
No se toma más de cinco minutos para llegar a las tiendas, o en cualquier otro caso, a las habitaciones. Que sí son como de otro mundo.
No es la tienda de campaña tradicional. A esta no se le mete el agua, para empezar. Lo que pasa es que en Isla Chiquita se utiliza el concepto Glamping: un creciente fenómeno global que combina la experiencia de acampar al aire libre con el lujo y las condiciones propias de los mejores hoteles.
Entonces sí, hay una tienda para acampar. Pero dentro hay una cama tamaño King Size con su respectivo colchón. Almohadas gordas y sedosas. Debajo, tiene una estructura de madera que sostiene a la perfección el cuarto.
Dentro de la tienda también hay un baño con una ducha. Pero no un baño cualquiera. El agua de allá se calienta con paneles solares. De acuerdo con Thomas, hay un panel por cada dos habitaciones.
Las tarifas oscilan entre los $175 y $325 dólares la noche, esto dependiendo del tipo de temporada.
Para explicarlo mejor: la tienda tiene un piso de madera, ventanas con mosqueteros, gavetas con paños limpios y secos, un ventilador, y espacio, mucho espacio para estar. Afuera de la tienda, hay un deck para sentarse a contemplar, conversar, y pasar el rato en total aislamiento, en paz.
“Todo lo que se ve acá se hizo con madera de teca. La isla estaba repleta de esta madera, a pesar de no ser un árbol nativo. Entonces, con los permisos requeridos, utilizamos ese material para las construcciones del hotel. Queríamos aprovechar ese recurso pero sin dañar el medio ambiente. Como teníamos tanto, nos resultó positivo hacer eso así”, aclaró Thomas.
Había una vez
Antes de que en la isla Jesusita existiera este hotel, allí vivió un inglés, hace muchos años. Ahí construyó con la madera del lugar un refugio donde pasaba las noches y los días.
Nadie sabía de él, hasta que un día Nora Carvalho y su exesposo, John Schofield, llegaron por curiosidad a la isla.
“Nosotros solíamos andar en velero por esa zona. Mi pasión es la pesca y entonces pasábamos mucho tiempo en alta mar”, contó Nora, de 93 años, mientras esperaba el atardecer en la terraza de una tienda de campaña.
Una vez que entraron en contacto con el inglés, hablaron para negociar el espacio.
“En aquel tiempo todo era diferente. Claro, nunca compramos la isla. Le pertenece al Estado. Pero en ese entonces pudimos pasar bastante tiempo ahí. Más que todo nadábamos, pescábamos y dormíamos. Llegaban amistades, y todos nos quedábamos en el lugar que este hombre construyó. Que era muy sencillo todo, pero tenía sentido”, dijo Nora.
Esas mismas estructuras se mantienen en Isla Chiquita. Están ahí desde 1960, sin embargo, fueron recientemente modificadas para poder adaptarse al hotel. Pero la esencia está vigente.
Nora mantuvo la potestad de esa propiedad hasta el año pasado, cuando decidió poner todas sus energías en su salud.
“La isla requiere mucho tiempo. Mucho mantenimiento y cuidado y yo ya no podía dar más. Entonces hablé con mis hijas. Tengo tres, a ninguna le interesó. Pero a Harry, que es mi yerno, le sonó como una buena idea. Él ya tenía los otros dos hoteles, Islita en Bejuco y el Silencio Lodge, entonces le pareció que acá se podía hacer algo especial”.
Le tomó tiempo en conseguir los permisos para comenzar la aventura de su tercer proyecto, pero desde un inicio Harry tuvo claro adonde quería llegar.
“Desde que tuve la idea del proyecto quise mantener la personalidad del lugar que enamoró a Nora. Me interesaba que se mantuvieran las paredes verdes intactas. Quería también poder compartir la experiencia de dormir en una isla”, dijo.
Entonces, para cumplir con su misión, las tiendas de campaña no tienen aire acondicionado ni televisor. La radio suena solo si usted lo pide. No hay paredes de concreto ni muchas llaves. Si llueve, va a escuchar cada gota caer. Las va a poder contar. Si hace calor, lo va a sentir. Va a poder contar, cada gota caer.
Esas tiendas de campaña fueron diseñadas para un tipo de visitante particular. El que viene con un par. O el que duerme solo y feliz. Las tiendas solo cuentan con una cama matrimonial. El hotel no está enfocado en familias con muchos niños, pero en la isla nadie está prohibido. Eso sí, cada quien se ajusta a las facilidades. Es parte del trato.
En comunión
Para mantener vivo uno de los principales ideales del Grupo Islita, el hotel en Jesusita contrató, aproximadamente, a 25 personas de Paquera, Puntarenas.
Además, trabajan con la Cooperativa de Productores Marinos Responsables R.L (COOPEPROMAR) para comprar el pescado y los mariscos a pescadores locales. Por esto, el pescado logró aniquilar a tanto comensal.
La iniciativa de aliarse con esta cooperativa surgió porque Harry entró en contacto con la realidad de los pescadores de la zona.
“El pescador la puede ver muy feo a veces. Por eso, en ocasiones, tiene que recurrir a proyectos alternativos, como lo es el avistamiento de ballenas. Pero eso no es necesariamente lo que nos gustaría hacer. Es decir, somos pescadores”, explicó Luis Schutz, presidente de COOPEPROMAR.
Además, agregó que el pescador tiene que enfrentarse constantemente a distintos peligros en altamar, como lo es la pesca ilegal.
“Nosotros tratamos de mantener una sostenibilidad con el océano, además. Con la cooperativa creamos también proyectos para que cada comunidad proponga su modo de pesca, y así, se puede ajustar la necesidad a los recursos que tenemos”.
Así, el hotel no solamente llegó a implantarse a una tierra desconocida para muchos, sino que también ofrece oportunidades de trabajo para evitar que los locales tengan que migrar en busca de mejores oportunidades.
“Creo que trabajar con los pescadores es una gran ventaja”, dijo Thomas. “Logramos mantener una buena calidad en el producto, y al mismo tiempo, ayudamos a la gente de la zona. Es más efectivo para ellos vendernos el pescado, que andar de casa en casa ofreciendo el producto. Al menos así tienen una fuente fija de ingreso”.
Esta labor de trabajar en comunión se refleja en la comida y la atención al cliente del hotel, que es casi personalizada.
La isla está rodeada por palmeras y hamacas, que no hacen más que alivianar el inmenso peso que conlleva el diario vivir.
“No es lo mismo dormir sobre un piso estable, que en una isla donde el agua hace su magia”, aseguró Thomas.
En el hotel también realizan recorridos de bioluminiscencia; en otras palabras, plancton brillante.
Thomas es uno de los más fanáticos de esta actividad.
“Es que usted no sabe la belleza”, me dice.
“De noche acá las estrellas brillan más que en la ciudad. Y eso está arriba. Y abajo, rodeado el mar, está el plancton que ilumina la playa. Y piense que esto usted lo puede ver, justo en medio del mar”.
La esencia de la ‘tía Nora’
En la isla, Nora Carvalho se siente como en casa. Ahí pasó muchos años mozos y navegó a gusto por doquier. “Mi pasión es la pesca”, me dice desde su habitación, ubicada dentro de Verdeza, una comunidad para adultos mayores en Escazú.
El lugar, mitad hotel, mitad hospital, tiene pasillos con habitaciones numeradas. Nora dejó la isla, y vendió su antigua casa, para hospedarse –indefinidamente– en este lugar.
Cuando llegué por primera vez a la isla, sentí, de repente un aislamiento espiritual, como alejada de todo lo que produce dolor: tránsito, caos, ruido. De las preocupaciones triviales, como la factura de luz, la mensualidad de la U, la lista de lo pendiente. Todo eso, quedó en la otra orilla.
Ese mismo sentimiento, produce sentarse a conversar con Nora en la sala de su habitación. Ese mismo sentimiento, produce Nora, donde sea que esté. Sobre el mar o sobre tierra.
“Nací en Panamá, en Colón. Frente al mar. A mi papá le encantaba pescar y solíamos pasar mucho tiempo en los ríos. Pero en eso, mis papás decidieron venirse a Costa Rica. Yo tenía 11 años, y cuando llegamos acá me hacía mucha falta el mar. En San José, sentía que las montañas me estaba ahogando”.
Nora estudió hasta sexto grado en la Escuela Unificada República del Perú. Ese es, hasta la fecha, su único título. Esto lo dice ahora con orgullo, porque a pesar de que se escapó de una vida universitaria, se admira por estudiar “en la universidad de la vida”.
“Yo era muy inquieta. Usemos esa palabra. Entonces mi papá me puso a que aprendiera a cocinar, a tejer, a coser. Eso era lo que hacían las mujeres en aquel entonces. Luego me casé con un inglés, y él era bastante tranquilo y me dejaba hacer lo que yo quería. En eso se le ocurrió que trajéramos la presentación de los Land Rover a Costa Rica. Y fue un éxito. Yo trabajé en la parte de repuestos. Sí hay una persona que ha sido feliz trabajando, soy yo”.
Su habitación, decorada por plantas y orquídeas, además de trofeos de pesca y diminutos barcos de vidrios es su preciado santuario.
Ahí, como en la isla, todo mal se va.
Cuando Nora y su esposo dejaron ir la empresa de los carros, ella continuó trabajando en el negocio familiar, una microempresa de importación de llantas.
“Siempre estuve metida en mundos de hombres. El de la pesca, y los autos”.
Pero nunca se sintió intimidada por la mayoría, al contrario, todo eso forzó su carácter, que a los 93 años, se mantiene intacto.
“Nunca fui una dama de sociedad. Ahora que lo pienso, fui bastante antisocial. Lo que pasa es que lo mío era la pesca. Aunque una vez quise ser monja, luego se me pasó. Por dicha que no lo hice. Me quedo con el mar. Es lo que más vida me da”.