Rosa Álvarez Álvarez estaba sembrando un kilo de frijoles en su finquita en el Palenque Tonjibe, parte del territorio indígena maleku en Guatuso en la zona norte de Alajuela. Una llamada la hizo estallar en llanto. No de tristeza, como en una de las tantas tragedias que han marcado su vida, sino de alegría cuando se enteró “de una gran bendición”: ganó el Premio Nacional al Patrimonio Cultural Inmaterial Emilia Prieto.
A esta mujer maleku de 59 años, artesana, pescadora, hablante de su lengua indígena y trabajadora incansable, el jurado le reconoció sus saberes, así como el esfuerzo de transmisión del conocimiento a las nuevas generaciones y “su conciencia del valor de las tradiciones de su pueblo que deben ser transferidas para su salvaguardia y revitalización”. Este galardón honra el aporte de toda su vida.
Ahora, Jabanquijija, su nombre en lengua maleku, posa agarrada a la estatuilla –elaborada por el artista Ángel Lara– orgullosa, emocionada y convencida de que su vida ha cambiado tanto en los últimos años. Y el recuento de su vida le da la razón.
Obligada por un compromiso adquirido por su mamá, a los 13 años fue entregada a un hombre de 22 años. “Todo por cumplir una promesa a mi suegra, que le dijo que cuando el hijo estuviera grande y yo estuviera grande íbamos a estar juntos. Yo estaba en la escuela”, cuenta con un rastro de amargura.
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Su vida como pareja estuvo marcada por la violencia doméstica, la mala comunicación y la incomprensión. Recuerda que él le pegó brutalmente estando ella embarazada de cinco meses; al día siguiente de la golpiza, su hija nació muerta y ella terminó en el hospital de San Carlos. “He pasado muchas tragedias. Me arrancó esa niña. Fue un golpe tan grande para mí. Pero yo dije que iba a salir adelante”, recuerda ahora sin llorar, aunque lo hizo por añales.
Debido a que pasó por una pérdida, nadie en la comunidad le hablaba ni probaba de su comida ni le daba de comer. Durante ese tiempo, estuvo “sucia”.
Aquella tragedia sucedió hace unas cuatro décadas y a ella aún le duele. De hecho, suele pintar distintas versiones de un cuadro llamado El aborto, en que se ve a la una mujer de cabello largo, sola y profundamente triste. Es su forma de exorcizar y empezar a hablar de la situación.
Con solo un saco de ropa, hace tres años dejó a aquel hombre, aunque tenían ya bastante tiempo de “estar juntos, pero no revueltos” y el individuo ni siquiera le dirigía la palabra por temporadas. Al salir de allí, Rosa sintió un enorme alivio y empezó a involucrarse en proyectos de turismo, de mujeres y asistir a reuniones.
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Consiguió la finquita en una “recuperación de tierras”, recibe una pensión de uno de los hijos –son 6, cuatro hombres y dos mujeres–, trabaja la tierra y hace artesanías en jícaras, barro e incluso tambores con “cuero” de iguana y madera y palos de lluvia. “Una vez fui a La Fortuna y vi unos. Llevé la idea y ahora todo mundo ofrece palos de lluvia”, detalla.
El Magón y el Emilia Prieto son los dos premios anuales más destacados de la cultura costarricense. El Emilia Prieto reconoce a personas u organizaciones por su aporte al fortalecimiento del entorno y el desarrollo cultural costarricense, en áreas como tradiciones y expresiones orales, espectáculos tradicionales, usos sociales y rituales y técnicas artesanales, entre otras.
Jabanquijija y su ocarina de sonido dulce en el Teatro Nacional
Su sonrisa genuina lo dice todo. Está agradecida, “bendecida”. La plata del galardón la invertirá en unos terneritos, pues en su tierra tiene unas cuantas vacas, árboles, plantas y palmas. “Tengo de todo un poquito”, confía con una alegría que no le quita nadie.
Al Teatro Nacional llegó bien armada para contar su historia a quien la quisiera oír. De un bulto gastado, sacó dos ocarinas: una con un lagarto, que llegó quebrada luego del viaje de seis horas en bus de Guatuso a San José, y otra con un ave. Apenas puso sus labios en el instrumento y sopló suavemente, los camerinos de la joya arquitectónica se llenaron de un dulce sonido que conecta con nuestros pueblos originarios; aquel llamado a la raíz se repitió por la noche en la gala de entrega de los Premios Nacionales de Cultura.
Ella hizo ambos instrumentos de viento. Sus manos y creatividad transforman el barro en artesanías y objetos de uso cotidiano.
Fue su mamá la que le enseñó a sacar, traer el barro y buscar la arena en el río la Muerte –llamado así porque se tiñó de sangre en la guerra entre los nicaragüenses y los malekus por el hule, afirma– para hacer la cerámica. Cuando su progenitora hacía unas ollas grandes para la chicha, Rosa, desde niña, se sentaba al lado sin perderle el ojo. “Ahora, ya casi no se hace, pero antes había chicha de yuca y de pejibaye, además de maíz”, cuenta.
El pueblo maleku está constituido por unas 600 personas cuyo territorio histórico se ubica en los alrededores del Río Frío, en el cantón de Guatuso, en Alajuela. Está distribuido en tres comunidades conocidas popularmente como palenques: El Sol, Margarita y Tonjibe.
Rosa Álvarez transmite saberes maleku
Ahora, ella le enseña a quien quiera aprender. También lo hace con las jícaras: unas talladas con un trabajo manual minucioso que va sacando las figuras y rellenando el fondo con pequeñas rayas y otras con figuras talladas y también pintadas de colores. De hecho, sus hijas también heredaron estos saberes de doña Rosa.
Al no tener un trabajo fijo, la venta de artesanías al turismo es una entrada de recursos para ella y para su familia.
De hecho, para los turistas y momentos especiales tiene un traje que representa la forma en que se vestían sus antepasados malekus. Tiene un penacho con una base hecha a partir de la corteza del mastate y en que sobresalen tres plumas de pavón, que es muy simbólico para su pueblo y “sería mucho mejor si hubiese sido de lapa roja, que es muy sagrada en nuestra cultura”. Es más, cuenta que cuando una persona maleku fallece, se le entierra con su penacho y envuelta en una cobija de mastate.
“El mastate también es sagrado. Mis antepasados lo usaban para hacer un vestuario. Mi mamá me decía que ella tuvo una enagua de mastate; además, hacían cobijas y hamacas de ese material”, explicó esta agricultora y artesana.
Su enagua del traje tradicional tiene una base de mastate y está recuerdo por tiras de burío. Ella la trata como un tesoro y procura no doblarla para que “no se despeluque” ni se quiebren las fibras. “No me gusta el desorden”, añade entre risas. Con ese traje se presentó junto a su nieta en la gala de los premios nacionales, realizada el 11 de marzo en el Teatro Nacional.
Es parte de mostrar el orgullo por sus raíces y cultura. Por eso, resalta que habla perfecto malécu jaíca; de hecho, esa es su lengua materna. También domina el español, aunque a veces se traba y es porque el maleku quiere salir en una o varias palabras (se muere de risa).
“Ser maleku para mí es conservar la cultura y hablar en malécu jaíca, que para nadie es un secreto que se está yendo de poquito a poquito. Si se va el malécu jaíca se va toda la cultura, se van todas las costumbres y se va hasta la comida indígenas porque se van a adaptar más a lo no indígena”, expresó Jabanquijija preocupada en un video divulgado por el Ministerio de Cultura y Juventud.
Le encanta pescar y comer pescado. Cuando empieza a llover, ella y otras personas de la comunidad hacen comederos en el río Frío. Usan semillas de caobilla (cedro macho) como carnada para atrapar peces como el sabalete. “A los malekus nos encanta el pescado. Comemos todo de sardina en adelante. Lo hacemos tamugado (envuelto) en hoja de bijagua o en hoja de anís. También ahumado y lo cocinamos con banano y yuca. Es muy rico”, manifiesta con la boca hecha agua. Luego, reafirma, dependemos de lo que hay disponible y eso comemos, expresa con humildad.
De hecho, la iguana es muy común en su dieta. Se comen su carne (sancochada o con banano y yuca) y su piel sirve para confeccionar la parte superior de los tambores, que también llevan madera de balsa.
Jabanquijija: ‘Soy una mujer que lucha por las cosas’
Rosa se describe como una mujer trabajadora, que lucha por las cosas hasta que las consigue. “No soy vaga”, subraya.
Hace un tiempo vio un concurso para artesanos y ella no solo participó, sino que anticipó que se lo ganaría. Y así fue: una jícara le dio un reconocimiento de ¢200.000, que le permitió pagar una deuda que tenía.
“Así fue con este premio, yo dije que me lo iba a ganar y empecé a buscar fotos y pedir ayuda porque yo con la tecnología no sirvo”, revela Jabanquijija, que contó con el apoyo de una nuera para presentar su candidatura al galardón.
Al final, aquella llamada le dio la razón a su corazonada y convencimiento.
Cuando recuerda el anuncio, su sonrisa se despliega en su totalidad. “Son tantas bendiciones. Mi vida ha cambiado tanto. Hasta ganamos un proyecto para sembrar cacao”, narra. Hace tres años, solo tenía un saco de ropa y lo que sabía; ahora, Jabanquijija hace historia en la comunidad maleku y en el país como la ganadora del Premio Nacional al Patrimonio Cultural Inmaterial Emilia Prieto.
La historia que cuenta Jabanquijija sobre la jícara prohibida
Jabanquijija le tiene cariño a su padrastro porque le enseñó mucho de la cultura maleku. Por ejemplo, contaba la historia de Maliumpupa.
A continuación, el relato que ella narra:
Cuenta la historia que un día se fueron varios hombres de cacería y era normal que se marcharan durante una semana o más días. Llegaron a un lugar lejano muy hermoso, hicieron su rancho para acampar y buscaron el río para pescar mientras la tarde estaba bonita. Encontraron una poza hermosa y, en medio, había una jícara (una “pupa”) dando vueltas en gran remolino. Era una jícara impresionante como no habían visto ninguna, bien brillante, como si alguien la había barnizado. Uno de los hombres la vio dijo:
–Esa jícara va a ser mía, en ella voy a tomar todo lo que quiera.
Sus compañeros le advirtieron: –No agarre ni toque esa jícara porque no es de nosotros. Es prohibida.
Sin atender lo que le decían, el hombre se tiró al agua y la tomó. Se puso feliz de haberla obtenido. Cuando se hizo de noche, aquel hombre que agarró la jícara, se acostó en medio de ellos. De repente, alguien se despertó con una bulla, un quejido. El hombre con la jícara se había ido; ellos lo buscaron.
Alistaron sus armas (andaban arco y flecha) y se dirigieron al río. Cuál fue la sorpresa para ellos cuando encontraron a aquel hombre en medio de aquella poza. Un gran lagarto lo tenía entre sus fauces.
Los malecu le tiraban y le tiraban flechas al lagarto, pero el hombre en la boca del lagarto les dijo:
–Ya no me tiren porque me están matando a mí. No es al lagarto al que le pegan las flechas, es a mí. Yo no regresaré con ustedes, este animal no me va a dejar ir–, dijo más muerto que vivo.
Luego, agregó:
–Cuéntenle a mis hijos, cuéntele a mi señora, que no anden tocando lo que no deben, lo que es prohibido, para que no les pase lo que a mí me pasó.
Era el hombre que sabía de historias y empezó a contárselas a los demás para que se las enseñaran a su familia. Cuando terminó, el lagarto se sumergió en el fondo del río y no lo volvieron a ver nunca más. Los malekus se devolvieron y llegaron contando las historias que él les dijo.
Esta es la historia de Maliupupa (Maliu es una palabra sagrada y pupa es jícara).
¿Dónde queda el Palenque Tonjibe?
El territorio indígena en el cantón de Guatuso (Alajuela) incluye tres comunidades, tres palenques: El Sol, Margarita y Tonjibe. Tonjibe está a 20 minutos de Guatuso en automóvil.
Para llegar a esta comunidad, hay que tomar bus hasta Guatuso y allí tomar taxi u otros medios de transporte porque no hay autobús hasta Tonjibe.
El taxi cobra ¢8.000 por el viaje, según detalla Rosa Álvarez. “Imagínese cuando tengo que ir a la clínica son ¢16.000 ida y vuelta; hay “piratas” que cobran unos ¢5.000 por trayecto. “A pata son dos horas; claro, lo digo por experiencia propia porque algunas veces me ha tocado caminar”, cuenta la mujer de 59 años.
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