La playa de Moín es ancha y vacía, extensa y silenciosa. Da la impresión de haber sido vaciada, como si en algún momento se hubieran retirado el bullicio y la vida hacia los matorrales que se desbordan a la orilla de la calle. “Se siente la soledad, ¿no?”, comenta Orlando Orozco, un comerciante vecino. Venían tres o cuatro busetas de turistas por día, dice, pero ahora no se ve ninguna. Quizás se alejan porque la madrugada del 31 de mayo de este año, sobre la misma playa, falleció Jairo Mora Sandoval , a los 26 años.
Jairo Mora colaboraba con Widecast, una organización dedicada al estudio y cuido de tortugas del Caribe. Su trabajo en Costa Rica Wildlife Sanctuary (CRWS) lo colocaba en feroz competencia con pobladores de Moín y hueveros foráneos. Demasiados ojos vigilaban la playa y todos buscaban exactamente lo mismo: un tesoro de tortuga baula.
La temporada de desove se extiende desde marzo hasta julio aproximadamente, una época vital para las acciones de salvamento de las organizaciones no gubernamentales de la zona. Fueron meses tensos y violentos: hombres con pasamontañas cruzaban la vegetación y surcaban la playa, y a los mismos hueveros locales los habían asaltado para robarles su botín.
El 30 de mayo, Mora patrullaba la costa en busca de nidos de tortuga porque era la última noche de una de las cuatro voluntarias extranjeras que lo acompañaban. Ninguno debía trabajar ese día, pues sus superiores les habían prohibido aventurarse en la playa de noche sin apoyo de la policía. Sin embargo, esta temporada no llegaron oficiales a patrullar con ellos.
Cuando Jairo llegó a Moín, una de las fundadoras de CRWS, Vanessa Lizano, le dijo que esta playa no era como Ostional, donde el joven había forjado su experiencia. En esa comunidad guanacasteca, se implementó la cooperación con los habitantes para permitir una extracción sostenible de huevos de tortuga. Mora no creyó que fuera tan distinto. En su segunda noche de patrullaje, los interrumpió una balacera. “Ah, mae, sí; esto es otra vara , otro nivel”, le confesó a su nueva superior.
Una vez en Paradero, Mora se entregó al cuido de los animales. CRWS, que alberga Paradero Eco Tours, es dirigido desde hace ocho años por Bernal Lizano y Marielos Morice, los padres de Vanessa. Es un centro de rescate que recibe a monos, perezosos y otros animales heridos, los cuida y, cuando están listos, los libera en su hábitat. Dependen de voluntarios extranjeros para la mayoría de sus operaciones.
Allí, Mora y Lizano dejaron pronto de ser empleado y jefa. “Cuando uno trabaja con alguien en playa, al estar tanto tiempo caminando, llegás a hablar de vida y milagros; se cuenta todo... Se volvió un amigo con el que se planea la vida y se arreglan todos los problemas en una noche”, describe. “Lo que nos unió a Jairo y a mí fue una pasión por Moín, porque nadie nunca va a entender la playa”, sentencia Vanessa.
De siempre
En Gandoca, la conservación se ha vuelto tradición local. Según cuenta Didiher Chacón, director de Widecast, Mora empezó a formarse en compañía de su tío, Gerardo Matute, pionero en el programa de liberación de tortugas de Gandoca. Su madre, Fernanda Sandoval, participaba en una finca forestal sostenible cercana al refugio.
“Él creció viendo, respirando y disfrutando en la playa con las tortugas baula”, relata Chacón. Apenas se graduó del colegio, Mora se dedicó a las tortugas del Pacífico y del Atlántico, tanto como voluntario como con pago.
El hogar de la familia Mora Sandoval se ubica al lado de la calle de lastre que lleva al refugio de Gandoca-Manzanillo, escenario de interminables disputas ambientales. Un caballo de color almendra, la cerdita Suzy y varios perros – dueños y vecinos – rodean la residencia. En el corredor, se asoman botas de hule empastadas de barro y duerme un gato indiferente. Ericka, la hija mayor de la familia, construye sola su propia casa en el fondo del terreno.
Rafael Mora habla poco y cuando quiere. Conversa sobre Jairo, pero insiste en que visitemos un sitio especial: el lugar donde se crió. Quizás quiere que la vieja casa explique algo que él no puede. Nos busca botas y escalamos con él lo que los locales solían llamar “las lomas”, un par de kilómetros detrás de su residencia actual.
Mora camina todos los días por la colina, donde la omnívora selva ya borró todos los caminos practicables. Hace menos de diez años, vivían en los montes varias familias; Mora y Sandoval compraron su propiedad hace 28 años en ¢22.000. Como él dice, son solo seis hectáreas, pero son suyas. Allí crecieron Jairo y sus tres hermanas.
Tras 25 minutos de caminata entre charcos y rocas, se llega a un claro en la maleza. Una finca con un abanico de árboles frutales: mandarinas, mamones chinos, carambolas y pipas rezuman dulzor en el suelo y en las ramas. Don Rafael conserva allí vacas, caballos, perros y gallinas.
La construcción de madera tiene dos cuartos, una sala y un adjunto que alberga el fogón. Bajo sus tablones, Jairo pasaba las horas pereceando y jugando con canicas. La casa se empina sobre pilotes en lo alto de la colina, en el límite del terreno: a pocos metros, se alza la muralla verde del Refugio Gandoca-Manzanillo. Jairo vivió hasta los 15 años, al lado del bosque.
Erick Algueras, vecino de los Mora, fue amigo y colega de Jairo toda su vida. “La noche anterior, él me llamó y me dijo: ‘Mae, esta vara se pone fea. No hay nada de nidos, ni huevos, todo se lo están llevando’”. Algueras se retiró de Moín hace dos años porque conocía sus peligros. “Él tenía ese dicho: ‘Yo muero por mis tortugas’. Lo cumplió”, lamenta.
Tras la muerte de Jairo, Algueras fue a la playa más de una vez hasta con seis policías, pero pronto todo volvió a ser como antes. “Si se componía, yo me iba para Moín, pero todo fue falso. Todo lo echaron en olvido. La playa es de los hueveros”.
¿Conocía Jairo el peligro que corría? Su madre, Fernanda Sandoval, asume que sí, pero dice que nunca lo confesó. “Me decía: ‘Mami, la playa de Moín es como cualquier playa. Todas las playas son peligrosas’. Tal vez no me contaba del gran peligro para no preocuparme”, comenta. La llamaba todos los días, siempre a las 7 p. m. “Decía: ‘Mami, yo la amo a usted como amo a mi playa’. No había cómo decirle que no fuera más”, suspira.
Silencio
La noche del 30 de mayo, a dos kilómetros de Paradero, al menos cinco hombres con la cara cubierta emboscaron a Jairo, maniataron a las voluntarias y las dejaron en una casa abandonada. Tres hombres se llevaron a Jairo y, al parecer, cuando intentó escapar, se vengaron golpeándolo brutalmente . Su cuerpo fue hallado en La Flora, a seis kilómetros del inicio de la playa. Las chicas escaparon y esperaban hallar a Mora con vida por la mañana. Dos meses después, ocho sospechosos fueron arrestados con celulares y ropa de las víctimas.
Para el ministro de Ambiente y Energía, René Castro, el caso de Jairo Mora es un parteaguas: marcará, en el futuro, el momento en el cual el país descubrió que debía renovar la forma de entender las áreas de conservación. El Estado no estaba allí porque Moín no era considerado una zona relevante para el desove. Ahora se explora cómo proteger la zona de Moín tomando en cuenta las necesidades e intereses de los locales.
“Los estudios que estamos recibiendo ahora para establecer el área de conservación prueban que él tenía razón, y no los profesionales de la conservación. Probablemente, tenía razón en un modelo de conservación nuevo que el país no tiene: de participación ciudadana, de involucramiento de las ONG y de áreas de uso múltiple”, explica Castro.
Hasta que se toma la acción, quienes trabajan para la playa se preocupan por la próxima temporada de desove. “ No quiero que llegue marzo. Estoy sola . No sé qué va a pasar con el proyecto”, confiesa Lizano.
Una tortuga baula pone hasta un centenar de huevos, confiada en que algunos sobrevivirán a los depredadores.
La muerte de Jairo Mora permitió dar una mirada a quienes, como él, pasan madrugadas enteras recorriendo playas y recolectando los pocos huevos que puedan salvar.