Quien gana Jamboree no será el primero que salga de este embarrealado bosque. Colina sobre colina se extiende La Alejandra en La Delia de Sarapiquí, una finca que no dista demasiado de cualquier otra extensión verde a excepción de una particularidad: al fondo de la pradera se impone un alto bosque que, con el ocaso desplegado, pareciera importar imágenes dignas de un cuento de hadas.
No es tan descabellado mirar esta selva adyacente como un espacio surgido de hechizos. Allí la lluvia aparece por minutos, casi con la única intención de elevar el calor que brota desde las piedras; el barro se incrementa conforme pasan las horas y los caminos se convierten en espacios intransitables para conductores poco temerarios.
Justo ese condimento es el que emociona a los competidores de la carrera Jamboree quienes, desde la mañana del viernes, se aproximan hasta el norte de Costa Rica para penetrar este territorio inexplorado. El juego es simple: una competición de carros 4x4 desarrollada continentalmente y que en el país ha creado su propio nicho.
Jamboree es una carrera no carrera. Por más cliché que suene, sus competidores asumen el evento como una filosofía de vida, como una fraternidad. De hecho, literalmente Jamboree significa “reunión de tribus” y, en este caso, no es gratuito su nombre pues desde diferentes provincias provienen clanes de grupos 4x4 para encontrar en esta finca su punto de contacto.
La carrera consiste en que, entre los pilotos de cada grupo, se ayuden entre sí para salir de los pantanosos terrenos de la carrera. Si algún conductor llega a la meta y uno de su grupo no ha salido del bosque, regresará por su compañero, aunque eso signifique estancarse en el lodo que ha dejado en su camino.
Este sentimiento de aventura es lo que une lazos entre los participantes. Jamboree puede significar una travesía larga pues, para esta edición, la carrera consiste en un trayecto de cuatro kilómetros cuyo ganador tendrá un tiempo estimado de ocho horas.
Para la tarde del viernes, una miríada de tiendas de campaña se ha establecido a lo largo de la finca como antesala de la competencia. Junto a las tiendas se encuentran muchas camionetas que, en la mayoría de casos, han remolcado los carros 4x4 desde diferentes partes del país.
Entre las tiendas se extienden sillas playeras y conversaciones sin término. En esta finca no hay señal de teléfono ni mucho menos internet, por lo que las interacciones sociales son un mandato que se asume con gracia.
El fornido Luis Chang camina entre este campo de charlas asegurando que “esto es lo rico de Jamboree. Por supuesto que nos emociona la carrera, pero venir el día antes, compartir y desentenderse del mundo que está fuera de la finca es lo que hace a estas personas venir de cualquier parte del país”.
Chang lleva un chaleco que indica que es parte del personal de la carrera. Desde hace dos años se sumergió en el mundo de Jamboree y, a pesar de que vive en Coronado, a más de 80 kilómetros de acá, las distancias no importan a cambio de esta experiencia.
Él se acerca, con la confianza de un viejo amigo, a conversar con todos los que participan en esta nueva edición de la carrera. Les estrecha la mano para abrazarlos, intercambia un par de chistes y les entrega los sombreros y las camisetas oficiales de la competición.
En medio de las conversaciones, no faltan las alabanzas mutuas a los vehículos. “Mae, lo tenés bien lindo”, le dice Chang a un corpulento muchacho, a sabiendas de que en tan solo unas horas este carro quedará despedazado.
Esta destrucción inminente también es esencial para el espíritu del Jamboree. Un mes antes, algunos de los conductores exhibieron sus coches en un centro comercial moraviano, con un orgullo notable.
“Es que son buenos carros”, me cuenta Gustavo Canales sentado en una silla playera. Él mantiene sus gruesas gafas de sol y habla con los brazos cruzados, explayado, mientras deja ver sus musculosos brazos cargados de tatuajes. “Y esto también es una prueba para los carros. Muchos de nosotros tenemos talleres automotrices, trabajamos toda la semana y venimos aquí a ayudarnos entre nosotros. No lo vemos como trabajo, sino como... Como una recompensa. Es algo que lo llena a uno, aunque suene extraño y extenuante”.
Este año, Gustavo regresa a Jamboree tras una pausa. En el último lustro, ha probado la seducción de las carreras de alta velocidad en circuitos como La Guácima –donde incluso fue ganador– y le ha resultado difícil resistirse a los encantos del frenetismo. Aún así, regresa a esta aventura antinarrativa para resucitar experiencias.
“Es difícil volver cuando uno prueba la velocidad, pero esto es otro mundo. Son cosas diferentes las que importan. Cada carrera te ofrece algo distinto y recordar todo lo que uno ha pasado en este tipo de competencias me hizo volver”, cuenta.
Por más arriesgado que parezca, la mayoría de estos conductores considera Jamboree como una versión light de las carreras mensuales que organizan estas mismas “tribus”. “Es que hay un ambiente controlado”, dice Gustavo, a pesar de no conocer la ruta.
“Sabemos dónde están las cosas, las salidas, y no es una distancia larguísima. Eso ya hace que para nosotros sea controlado", agrega Chang, minimizando las dimensiones de esta aventura. “En otros lados es de locos, es de pasar días enteros ahí pegados. Hay que acampar donde sea, en las piedras, en medio de la nada, sin comida, pero sabés que si alguien pasa y lleva un sánguche, va a partir ese sánguche en cuatro para que todos coman”.
Chang y Gustavo se sientan bajo la sombra de un árbol con Roy Castro, un veterano conductor que en esta edición de la carrera dejará que su hijo de 19 años tome el volante en la competición.
Roy y su hijo conocieron a Gustavo hace poco menos de diez años “en carretera”, en una competición análoga a Jamboree llamada “La Tres Ríos”.
“Cuatro días tardamos en salir de ahí”, recuerda Roy con voz nostálgica, como si extrañara esa experiencia de estar en un limbo existencial. “Él (Gustavo) nos vio varados y se quedó con nosotros. Dormimos juntos, salimos juntos... De eso se trata y nos hicimos amigos. También sentarse acá es para recordar esas experiencias. Lo hacen a uno sentirse vivo”.
La noche previa
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En las faldas del bosque, una fogata sin leña reúne en círculo a buena parte de los competidores de Jamboree. Una candela en el centro de un pastizal basta y sobra para congregar, entre claroscuros, a los “hermanos” de esta comunidad de motores.
A un par de metros de distancia, el radio de uno de los carros aclimata la conversación. Primero unos cuantos temas de salsa dan el tono de la velada para luego dejar que un reggaetón lento ponga el clima musical de una noche que se acompaña con un par de caladas de tabaco o bien, unas cuantas cervezas extraídas de una hielera sin fondo.
Las sillas playeras han sido arrastradas ante esta improvisada fogata y nadie se queda de pie. Casi dos decenas de pilotos se agrupan para desenterrar anécdotas de aventuras en el bosque, cuentos añejos de amigos de la carretera e, incluso, conforme avanza la noche, historias sobre mujeres.
Pedro es uno de los que ríe con más fuerza con este anecdotario. Sentado en una pequeña silla azul, y con mucho orgullo, Pedro se presenta ante los demás pilotos como el conductor que vive más lejos de aquí.
“Sí, yo vengo largo”, dice, acreditándose su propio título. Él reside en Talamanca, al sur del país, lo que puede significar más de tres horas de viaje para, unas cuantas horas después, sumergirse en labores de fuerza con el fin de sortear la complicada topografía que exige la carrera.
“Pero, ¿sabe por qué vengo? Porque no hay nada como Jamboree. Vaya y busque un deporte que reúna a amigos bajo la luz de las estrellas. Nada te ofrece lo que te da esto. No importa la kilometreada desde Talamanca... Luego uno se recupera. Lo que importa es estar aquí y tener un recuerdo más por contar en el futuro”.
Pedro, quien tiene su taller automovilístico en su pueblo, también etiqueta a Jamboree como una competición de motores incomparable por una sencilla razón. “Este es un deporte participativo. No se viene a ver, se viene a ser parte. Eso es una unión que no te da una gradería. Todos estamos en el mismo lugar, dispuestos a lo que se venga”.
Desde pequeño, Pedro se vio ligado a los deportes automovilísticos. Su padre se encargó de heredarle el encanto y, desde los 17 años, comenzó a visitar las carreras con su progenitor al volante. “Inevitablemente me iba a ver metido en esto, ¿no?", dice entre risotadas.
En estas conversaciones a oscuras, la noche parece infinita. Algunos se animan a que las cervezas hagan lo suyo, sin importar que al día siguiente el calor hará de las suyas en medio de la goma etílica. “No pasa nada, el momento es lo que interesa”, me dice otro corpulento conductor en la penumbra.
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El día
Como si de un acto de magia se tratara, la mañana comienza sin las latas de cerveza que la noche anterior colmaban el pasto. Ahora son gordas bolsas negras las que completan el paisaje al lado de las camionetas que guardan en sus cajones las hieleras ahora vacías.
Al tratarse de terrenos desconocidos y angostos, Jamboree se organiza por salidas de autos en grupos. El cronómetro varía según el disparo inicial, que va en franjas horarias de siete a diez de la mañana.
El personal de la carrera, como Luis, recorrerá por aparte la ruta para comprobar que el espíritu de fraternidad se mantenga y se pueda elegir a un ganador.
Los rostros previos a la salida se miran frescos, como si no se hubiese trasnochado el día anterior. Los sombreros y las gafas oscuras, que pronto mudarán su color al café del barro sarapiqueño, terminan de forjar la estética de esta competición.
Cuando llega el momento de salir, la carrera cambia sus tintes. El piloto arranca como si estuviese en una superficie plana y, desde el cajón del 4x4, la compleja topografía se siente con todo el cuerpo.
Los súbitos brincos provocan que la llanta de repuesto se transforme en la mejor aliada para no salir disparado. Por si fuera poco, los árboles más bajos convierten la carrera en una suerte de juego de Mario Bros en el que hay que agacharse cada diez segundos para evitar ser decapitado por un tronco.
Esta adrenalina se aprovecha con toda intensidad pues, a los 100 metros, la velocidad acaba. El primer gigantesco pozo se acerca e inexorablemente el acelerador se detiene. El carro soporta seguir a una velocidad decente pero, al encontrar el segundo charco, las llantas ya muestran su resentimiento. El carro se vara, los mosquitos aparecen y las luces se cuelan en el bosque con una belleza que contrasta con el salpicante lodo.
No queda más que descender del auto y continuar caminando. Otros conductores vendrán en auxilio de este automóvil.
El camino a pie parece ser difícil de sortear. Se debe atravesar un lago caminando por el tronco de un árbol caído, y el lodo se transforma con facilidad en arena movediza para el zapato más resistente.
Unos cuantos metros después, otro automóvil lleva más de una hora varado. Tres conductores levantan la tapa del coche y revisan con calma, como si el tiempo quedara atrapado entre los matorrales de este bosque.
“Ay, mae. Qué despiche”, le dice un señor al joven piloto de este vehículo. Los tres se echan a reír con absoluta tranquilidad, pues vararse es una previsión tomada desde el momento en que los conductores salieron de sus casas. “Esto va para largo, ¿no?”, les pregunta el conductor. Ellos se limitan a acentuar con las cabezas y pegarle una palmadita en la espalda."
Ante estas circunstancias, avanzar en el bosque a pie implica hartas dificultades. En este escenario, lo más lógico es pedir autoestop, técnica que no resulta funcional pues, al subir a otro carro, el tiempo estimado de manejo no superará los dos minutos hasta que aparezca un charco o un árbol contra el cual colisionar.
Con los más de cuarenta carros participantes en acción, y chocando contra lo que la lotería de la naturaleza ofrezca, aparece el leitmotiv definitivo de la carrera: el cabrestante.
Este impresionante torno que sirve para arrastrar grandes pesos se repite a lo largo de los cuatro kilómetros de carrera. Su uso, al que los conductores se limitan a llamar “winchear” por su traducción al inglés, es el primer mandamiento de las tablas sagradas del Jamboree.
A pesar de las bondades que ofrece este torso en terrenos intransitables como el de la finca, un automóvil se resiste al solidario uso del cabrestante. En medio de esta enlodada marea de carros varados aparece “la ambulancia”, uno de los carros más emblemáticos del Jamboree. Este vehículo cuadrado, que porta una sirena en su capota en honor a los antiguos tiempos de urgencias en los que sirvió el coche, expide montañas de humo.
Como si se hubiese incendiado por dentro, los pilotos se aproximan a la ambulancia con cautela para la revisión de turno. Al acercarse, los conductores descubren que el motor se ha quebrado.
“Pues nada”, dice el conductor de la ambulancia, como si el motor se fuese a reparar por acto de magia. “Así son las cosas”, dice en una sorpresiva y casi optimista resignación.
El conductor, que ha llegado a la carrera junto a su hija, no hace más que sacar una silla playera de sus asientos traseros y se dispone a mirar el espectáculo que tiene al lado: una cuesta de casi noventa grados que reta al resto de competidores a elevarse en un peligroso ascenso.
A esta distancia del bosque, algunos vecinos empiezan a acercarse. Primero miran el humo que exhala la ambulancia y después fijan su mirada con el puñado de carros que logra hacerse paso en el charco.
Algunos de los visitantes improvisados aprovechan para llevar una parrilla y hacer pinchos; otro muchacho carga un altoparlante de más de un metro de alto para repartir reguetón a todo el que se acerque.
Con vasos plásticos y bolsitas de dulces, unos niños se sientan en las piedras cercanas, algunos sin camisa. Al poco tiempo, los mosquitos usan de alfiletero sus espaldas, pero los niños no parecen darle importancia.
Con una canción de Daddy Yankee rebotando entre los matorrales, los conductores sobrevivientes se atreven a sortear una vertical colina. Los motores de los carros, en su osadía, parecen exhalar sus últimos respiros.
El resto de pilotos que ha quedado al margen no hace más que acompañar los sonidos del bosque con aplausos y chiflidos de apoyo. Finalmente, un 4x4 gris supera el empinado camino y, con el resto de presentes soplando para que el carro acabe su ascenso, el piloto alcanza la cima.
Como si hubiese escalado el Everest, el conductor saca su mano por la ventana y la hace un puño. La sacude con fuerza.
El resto continúa chiflándole desde abajo, como un réferi que alza el puño del boxeador que ha ganado la pelea. El parlante que regala reguetón aumenta su volumen y el siguiente motor se alista para emprender su agonía.