Son casi las 5 p. m. en el corazón de San José. En un ancho local de un escondido segundo piso —donde muchos años atrás fue el Archivo Nacional—, una tropa de muchachos en sus veinte años abren sus mochilas y dejan ver portafolios repletos de cartas. Simón Ramos, a quien todos le dicen “Kira”, los mira detenidamente mientras revuelve una porción de arroz con frijoles en un envase plástico. De pronto se detiene y lo deja todo ante la consulta de uno de los chicos que ha llegado.
—¿Qué Kira? ¿Todo bien? Vengo por el encargo de Brandon— dice, y sin fruncir el ceño, Kira deja su tardío almuerzo a un lado y va en búsqueda de la orden. De un cofrecito dorado saca un puñado de cartas de YugiOh!, aquel animé que explotó a mediados de los noventa y que heredó un juego de mesa que veinticinco años después vive como si el tiempo no hubiera pasado.
Kira regresa al taburete colocado detrás de la caja y vuelca su mirada al almuerzo, que ya no echa ni un poco de humo.
“Es que aquí no lo ven a uno como el señor amargado que tiene una tienda de juegos”, dice el propietario de Kira Shop, epicentro de torneos oficiales de YugiOh!, así como de Dragon Ball, Digimon y Pokémon. “La mayoría de todos los que vienen crecieron con el acoso de la gente que decía que todo esto era diabólico; les quemaban las cartas o se las prohibían en los colegios... Ahora que son grandes, que tienen trabajo y su dinero, pueden venir a despejarse. Uno no sabe qué cosas tienen en sus casas y aquí yo procuro dar ese ambiente relajado”, cuenta.
La pandemia no ha derrotado estos intensos encuentros y, aunque por casi dos años los torneos fueron cancelados, la mecha por intercambiar cartas y poner a pelear monstruos fantásticos sigue encendida. “A todos nos hacía falta esto. Si yo paso toda la semana acá metido es porque hay algo especial”, sentencia Kira.
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Fascinación
El horario de Kira abarca todo su calendario. De día vende videojuegos, funkos, pósters, cartas; mientras que en la tarde su tienda se convierte en un campo de juego para sus fieles clientes (o sus “compas”, como preferiría llamarles).
“Y nada jala tanto como YugiOh!”, asegura Kira. El juego se inspira en la historia de un muchacho llamado Yūgi Mutō, un duelista aficionado que porta el “Puzzle Milenario”, uno de siete especiales, el cual se lo había regalado su abuelo.
Como un paralelismo de su vida, su fascinación por esta mirada geek nació por su abuela, Carmen Durán, recordada actriz que emigró de Chile y se afincó en Costa Rica. Doña Carmen le regaló un Nintendo en 1990, cuando solo tenía 7 años. “Y obvio me hice súper fiebre, pero nunca creí dedicarme a esto”.
De hecho, cuando creció, Kira entró a estudiar diseño gráfico, aunque rápidamente se dio cuenta que no era lo suyo. “A los tres meses me enteré que no sabía dibujar”, dice riendo. Buscó una nueva opción y, a pesar de que en su familia existía un gran legado por las tablas heredado por su abuela (y por su tío, el actor Rodrigo Durán Bunster), el muchacho analizó sus principales gustos. Para su sorpresa, el mundo geek no estaba entre sus cartas por jugar.
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“Yo, desde pequeño, me interesaba muchísimo por la sección de Sucesos de las noticias en la tele. Me gustaba y siempre quería conocer más. Crecí viendo las series de forenses que estaban de moda y en serio me gustaba mucho. Entonces... Criminología tenía que ser lo mío”, rememora.
Simón entró a la universidad, le gustó, acabó la carrera y estaba listo para dedicarse plenamente a lo que por tantos años había esperado. En el 2006, recién graduado, andaba un día caminando por San José junto a su novia de aquel entonces y en un puesto de ventas encontró una serie que le llamó la atención: Death Note, un animé sobre un muchacho que encuentra una libreta en la que, el nombre de la persona que anote, muere.
El protagonista de la serie, llamado Light, usaba un nombre especial ahora que su vida había cambiado. Aquel nombre era Kira y, una vez más, la vida de Simón daba un giro hacia lo inesperado.
“Nunca ejercí Criminología y no me duele en absoluto”, dice con firmeza. “Fue como si mi vida cambiara. Hay gente que ni sabe que me llamo Simón. Yo puse la tienda y se me ocurrió ponerle Kira. Ahora todos me dicen así. Fue una transformación por completo”.
Hace quince años, Kira Shop comenzó como una pequeña mesa ambulante cargada de pósters y figuras de series de animé. Simón iba de festival en festival cargando su mesita y reflexionando en cómo, al final del día, toda la mercadería se le vendía.
“Yo no sabía nada de ventas, nada de mercadeo. Todo fue probando. Le escribí a un montón de gente que poco a poco me traía cosas para vender y, como llegaba tanta gente, me hice un lugar a un lado de la Plaza de la Cultura. Ahí llegaba la gente a comprarme”, recuerda.
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Quienes llegaban al puesto ambulante se sorprendían de que hubiera más personas interesadas en cartas y figuras. Eran años en que lo geek se sentía como un tabú.
Poco a poco los compradores se hicieron amigos al aire libre y, cuando Simón vio que podía ser rentable dedicarse a Kira Shop, decidió comprar un local que poco a poco extendió.
Al costado este de la Plaza de las Garantías Sociales hay que subir una escalera y navegar por un largo pasillo hasta el local 21. Allí, desde afuera, es fácil ver las tropas que, a pesar del control de aforo por pandemia, repletan las mesas separadas con vidrios para intercambiar y jugar un rato.
Mientras la gente entra y sale, Kira aprovecha para cambiar su camiseta y buscar una adecuada para publicarse en el periódico. El fotógrafo lo sienta en otro taburete, le indica que pose para el retrato y, justo cuando hace un gesto para el flashazo, un muchacho le grita “piense en los garbanzos”, como si se tratara de un chiste interno.
—¡Cállese!— le responde Kira vacilando. Se echan a reír. Ese “cállese” es una frase recurrente del propietario. De tanta confianza que le tienen sus clientes suele ser víctima de inofensivos chistes.
Quien le ha gritado es Alex Phillips, quien a pesar de andar con mascarilla, delata en sus ojos la risa. Alex conoció a Kira en aquellos vaivenes de festivales. Mientras el vendedor andaba con su mesita plegable, Alex llevaba una vida como cosplayer (quienes usan maquillaje, trajes y accesorios para representar a un personaje de series, televisión, manga o cine). El muchacho le suelta uno que otro chiste durante la sesión de fotos.
Falta una hora para que comience el torneo vespertino de YugiOh!, pero Alex solo ha llegado a pasar el rato. A sus 35, dice que “ya su momento de competidor pasó, pero le sigue fascinando”. Lo dice como el discurso que daría un futbolista veterano.
“Yo era muy bueno y desde pequeño, cuando veía la serie (de YugiOh!) en mi casa, me volvía loco y empezábamos a intercambiar cartas en el barrio. Solo que, para un muchacho, era impagable conseguir las cartas, así que hasta que pude trabajar empecé a hacer la inversión”, recuerda.
“Y uno repone ese gasto. Yo ganaba torneos casuales y con eso me pagaba los accesorios y el maquillaje para cosplay. ¡Hasta fui a Chicago a jugar! La fiebre por esto no es algo que uno deje de lado, aunque yo solo lo asuma como algo más tranquilo. Regresar acá tras la pandemia (a Kira Shop) me ha reconfirmado lo mucho que me gusta y cómo, incluso después de más de un año sin venir presencialmente, uno se siente en casa”, cuenta Alex.
Ahora, Kira Shop es el oasis para Alex. Después de pasar el día trabajando en gastronomía, camina hasta San José para tomar un nuevo aire y jugar una que otra partida. “Yo le aviso a Kira si ando con ganas de jugar, pero la mayoría del tiempo vengo a hablar y vacilar”.
Evidentemente, la confianza entre ambos es absoluta. Incluso, Alex se atreve a decir que, si existe la urgencia de que alguien atienda el local, sin dudas podría asumir la tarea. “Yo le tengo mucha confianza y él a mí. Hasta para hacerle bromas pesadas”, dice, mientras voltea a ver a Simón.
—Oiga Kira.
—¿Sí?
—Tírese del balcón. Dele.
Simón respira y le responde, entre risas.
—¡Cállese!
Yo no sabía nada de importar mercadería, de cómo conocer a organizadores de torneos... ¡Nada! Yo empecé desde cero, con una mesita desplegable, preguntando, tocando puertas. Y bueno, acá estamos, felices”.
— Simón Ramos, dueño de Kira Shop
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Hora de la acción
Al borde de las 6 p. m. la tienda completa su aforo permitido. No hay mesas vacías y todas las alfombrillas de goma para las cartas están colocadas. Entre los últimos en llegar a la cita aparece un muchacho alto y corpulento, con un pequeño bulto del Barcelona F.C. y bajo las miradas de todos.
Su nombre es Gerald South, multiganador del torneo de YugiOh! y campeón vigente.
Kira Shop, a diferencia de cualquier reunión casual, cuenta con la autorización de Konami (empresa organizadora a nivel mundial del juego) para realizar los torneos oficiales. En estas competencias los ganadores suman puntos y son parte de una eliminatoria regional que los llevará a citas intercontinentales; lo que vendría siendo el equivalente a la Copa Mundial de Fútbol.
Cuando Gerald entra al local todos quieren saludarlo. Los puños empiezan a chocar y los portafolios para intercambiar cartas aparecen. En un momento de contrarreloj, todos quieren aprovechar a Gerald los pocos minutos que restan antes de que la competencia arranque.
La comunidad es muy amigable. Todos acabamos siendo amigos, intercambiando cartas y experiencias. Venir acá es olvidarnos del estrés del día y poder ser quiénes queramos. La pandemia nos separó, pero acá estamos de vuelta como si nada”.
— Alex Phillips
Cuando todos los competidores se registran, Kira activa en su computadora un programa de emparejamiento. En la jornada de ese día se programaron duelos de cuarenta minutos de duración. El ganador del duelo irá contra otro ganador y el perdedor contra otro perdedor. Quien sume más puntos, después de cuatro rondas, ganará la competencia y acumulará puntos en sus intenciones clasificatorias. Además, obtendrá cortesías para canjear en Kira Shop.
Contrario a lo que se podría pensar en el ambiente competitivo, no hay miradas retadoras ni mucho menos. Gerald y su contrincante se sientan, divididos por el vidrio, y sacan los monstruos que habitan en sus cartas.
Gerald se concentra. No levanta su cara de la alfombrilla. Aunque Kira pasa a un lado para chorrear café en una máquina, nada parece quitarle su atención.
Sus manos se mueven de un lado al otro de la alfombrilla y, aunque la comparación sea vaga, su forma de rotar sus dedos es equiparable al del regate de un jugador de fútbol. Está en su charco.
A falta de quince minutos para acabar la ronda Gerald ha devastado a su rival. Sin poses, recoge las cartas, intercambian unas palabras y agradece a su contrincante de turno. Ha ganado, pero sabe que aún quedan tres rondas más para acumular puntos.
Justo cuando decide levantarse, otro jugador lo llama.
—Estamos confundidos— dice el jugador. Gerald se acerca y evalúa las cartas de la mesa. Al escuchar que los otros jugadores no tienen claro las consecuencias de un movimiento, Gerald les explica.
Les habla sobre una “cadena dos”, que se resuelve si se hace un movimiento especial para crear una nueva cadena. “El monstruo que baje va activar la cadena dos, va a resolver y después regresa”. Aunque para oídos vírgenes en YugiOh! suene a otro idioma, los jugadores entienden su instrucción y le agradecen.
Gerald levanta su pulgar y, acto seguido, se dirige a Simón.
—Kira, por cierto... ¡Gané!— dice y estira sus brazos.
Para Gerald, de 25 años, este rato es un desahogo. Los jueves, viernes, sábados y domingos le dedica su tarde al juego. Es como si llevara una segunda vida después de que, a diario, trabaje como analista de datos para un banco extranjero. “Es que desde que conocí esto no puedo dejarlo”, cuenta.
“Además, el ambiente siempre es muy amigable. Volver a juntarnos ha sido una fiesta, a nuestra propia manera”, agrega. “Aunque sí debo admitir que es algo muy local, muy propio de nosotros”.
En sus experiencias fuera del país, Gerald asegura que la comunidad varía. Por ejemplo, en el 2016 fue a una competencia continental en México, donde quedó en el top 4. “Estaba muy asustado, era mi primera experiencia y sentía todo muy distinto”, rememora.
“En cambio acá uno está tranquilo. Será algo que suene como muy simple, pero yo dejo aquí mi bulto tirado con mis cartas y sé que no pasa nada. Estamos seguros. Es algo muy propio de nosotros tener una comunidad de confianza”.
Parte de ese ímpetu lo reafirma Kira, en especial con los torneos de beneficencia que se realizan anualmente.
En esas oportunidades, en vez de cobrar los ₡3.000 que vale el ingreso al torneo, Kira acepta víveres para donar a una causa social. Por ejemplo, a finales de año, se recogió un canasto que fue destinado al Hogar de Ancianos Madre Berta Acuña Ruíz.
“Y la gente siguió trayendo cosas días después. Porque sabemos que los que estamos somos de los mismos. Si hay una causa pues todos se apuntan”, afirma Kira.
Tras anotar el registro de victorias, Gerald vuelve a su silla y se prepara para la siguiente ronda. Al lado de los datáfonos, Kira se queda mirando su local. Asegura que, cuando ocurre el torneo nacional, en que participan jueces aprobados por Konami, la tienda se queda corta en espacio y que hay que pensar en grande.
“Tenemos que alquilar salones de hoteles de tantas personas que son”, asegura. “Para el 2019, fue tanto el estrés que en las fotos salgo con un cuello ortopédico. Fue demasiado, pero satisfactorio. Me gané la confianza de Konami después de años de haber comenzado desde cero. Fue estresante, pero no podía quedarles mal, ni a la gente que ha estado con uno todo este tiempo, desde que vendía en una esquina hasta ahora”.
Como si hablara para sí mismo, retoma.
“Tras todo lo que ha pasado, tras todo el camino que ha sido vender pósters en la esquina y generar una comunidad fiel, que me ha seguido a todas partes, no podía dejar que la pandemia nos venciera. Volver a estar aquí es un camino incierto, porque no sabemos qué va a pasar y si la presencialidad se cancelará, pero disfrutamos el momento”.