En abril de 1994 me encontraba en mi primer semestre como estudiante de la Universidad de Costa Rica. Un vistazo rápido por el Pretil mostraba a nuestra generación en todo su esplendor: jeans rotos, camisas de franela amarradas a la cintura, botas y shorts que no eran tan shorts, pelos que intentaban lucir más largos de la cuenta, walkmans, cigarros Belmont comprados en el quiosco de la esquina (había que pulsear el viaje a Cancún con Domingo Arguello).
En aquel entonces, San José parecía la ciudad hermana de Seattle.
La moda inspirada por la clase trabajadora y empobrecida de la urbe del noroeste estadounidense era la que se imponía desde las ventanas de las boutiques Quique y Angelos. Los estudiantes que venían de coles privados lucían marcas como No Fear, mientras que los provenientes de coles públicos nos la jugábamos con versiones más genéricas y menos onerosas. Al final de cuentas, de noche, todas las franelas son de cuadritos.
Todo aquello empezó unos tres años atrás, cuando estábamos a medio camino de la secundaria. En 1991, un buen amigo que hoy es demasiado conservador como para admitir en público sus gustos musicales de adolescentes, me pasó un casete grabado TDK que solo decía “NEVERMIND”. Me encerré en el cuarto y esa misma noche lo escuché en un loop solo interrumpido por el ritual de dar vuelta al casete y de nuevo “Play”. Esa música no se parecía en nada a la de los artistas que hasta ese punto forraban las paredes de mi cuarto, como Guns N’ Roses, Van Halen y Poison.
Al inicio no entendí a Nirvana, y no solo porque mi inglés era rupestre, sino porque hasta ese punto no había escuchado nada similar: era demasiado escandaloso, trepidante, distorsionado, gritado, desesperante… y me encantó.
Durante los tres años que siguieron, Nirvana fue nuestra religión. Compré el casete original de Nevermind en la tienda La Jungla del Disco, en San José, con ahorros salidos de trabajos domésticos ocasionales. Y como muchos otros muchachos, traté de asimilar a Kurt Cobain, aunque no siempre lo logré.
En la inmadurez de la adolescencia no capté los contestatarios mensajes detrás de que Kurt apareciera en escena con un vestido de flores o sus reiteradas negativas a tocar Smells Like Teen Spirit en los programas de televisión. Cuando salió el siguiente álbum del trío, In Utero, fui uno de los tantos desconcertados que esperábamos algo así como la parte dos del Nevermind y más bien fuimos revolcados con un álbum anticomercial, anti-grunge, anti-rock alternativo, anti-etiquetas y que, justamente por eso, fue la pieza cumbre del grunge y el rock alternativo de los noventas.
Como todo el resto del planeta, no supe de la muerte de Kurt sino hasta el 8 de abril de 1994, cuando un electricista llegó a instalar una alarma a la casa del roquero y se topó con el cadáver. Kurt Cobain, una de las personas más famosas del mundo, se había quitado la vida tres días antes y nadie se había dado cuenta.
Éramos jóvenes y nuestra relación con la muerte por lo general se limitaba a parientes muy mayores. Pero Kurt era un amigo, casi como un compa del cole. Lo conocíamos, aunque él no nos conociera a nosotros, y su muerte, máxime en circunstancias tan trágicas, nos sacudió. No había que ser fan de Nirvana para captar la tristeza que embargó a nuestra generación ante la noticia.
Kurt tenía 27 años, una hija y decía la verdad cada vez que pregonaba que se odiaba y quería morir. La fama lo hizo miserable, la atención mediática lo agobió, ser un referente generacional fue una responsabilidad que no buscó, pues, por encima de todo, siempre fue un punk, aunque uno muy sensible y quien logró desprenderse de las actitudes de patanería, misoginia y homofobia que por mucho tiempo encontraron validación en el rock and roll.
Después sabríamos que Kurt no fue la única figura atormentada de la generación grunge, y conforme avanzaron los años fuimos perdiendo a aquellos chicos que reinventaron la música en los años 90, consumidos por los demonios y angustias que llegaron de la mano con el reconocimiento: Layne Staley, Scott Weiland, Chris Cornell… Ninguno llegó a viejo, siendo la excepción un Eddie Vedder, que ha visto cómo uno a uno los frontmen con los que empezó han ido extinguiéndose.
El tiempo corrió, el grunge “pasó de moda” y Kurt se convirtió en una leyenda, con todo lo bueno y lo malo de esa etiqueta. Los jóvenes que entraron a la U en el 2024 lo entienden como un clásico, similar a como nos pasó a nosotros con Elvis Presley, el Che Guevara o Marilyn Monroe: no los vivimos, otros nos los heredaron.
Hace algún tiempo dejé de pelearme con el hecho de que Kurt Cobain es hoy una mercancía, un rostro triste que adorna camisetas genéricas en tiendas fast fashion como Forever 21, Zara o Pull and Bear, las cuales, irónicamente, nunca pondrían música de Nirvana en sus parlantes.
Mis hijas adolescentes hoy tienen sus camisetas de Nirvana, igual que todos los colegiales del país. Y eso me gusta, pues me da la excusa para ponerles el video de Heart Shaped Box y discutirlo juntos o, bien, compartirles canciones de Pixies, David Bowie y Meat Puppets, tal y como sé que lo hubiese hecho Kurt con Frances si la historia hubiese sido otra en aquel abril de 1994.