Que político tan carismático no ha habido. Que si entraba a un restaurante, la gente se levantaba a estrecharle la mano. Que su cierre de campaña fue multitudinario, una legión de seguidores que comenzaba en el Hospital San Juan de Dios y se extendía hasta el edificio de la Caja.
Cosas así se dicen del Rodrigo Carazo candidato, aquel que se impuso cómodamente en las elecciones de 1978, impulsado por sus pegajosos eslóganes y un mensaje antiliberacionista.
Al Carazo presidente, en cambio, se lo recuerda de otra forma. En las encuestas al final de su mandato, los costarricenses le recriminaron no haber sabido encajar el golpe de la peor crisis económica que recuerda el país.
Los que para entonces no habíamos nacido, escuchamos desde pequeños a nuestros padres reconstruir esos años: cómo en tan solo meses pasaron de una campaña política inolvidable a un ambiente de zozobra. Nos hablan de las largas filas en los estancos, donde la escasez de productos básicos, como los frijoles y la manteca, se volvió algo normal.
También hablan de cómo el dólar se disparó y la inflación se fue por las nubes. Los costarricenses que compraron La Nación para leer sobre el triunfo de Carazo pagaron ¢1. Cuatro años después, para informarse sobre la llegada de Luis Alberto Monge, debieron desembolsar ¢5.
En la mitología de nuestra infancia, la figura de Carazo se fue perfilando como la del buen amigo que un día comete un grave error.
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“Hasta donde yo recuerdo, uno no puede decir que las decisiones que Carazo tomó en la crisis fueran parte de un discurso de campaña”.
Eso dice Eduardo Ulibarri, quien en 1978 se desempeñaba como subdirector de La Nación y dos años después, en plena crisis, tomó las riendas del periódico.
En 1978, en el subsuelo de la algarabía electoral, había cifras alarmantes de endeudamiento externo y gasto público. “En esa época había gran disponibilidad de crédito en el sistema financiero internacional, producto de los recursos que manejaban los países petroleros. Era sumamente sencillo conseguir empréstitos internacionales. Eso se utilizó no para hacer inversiones, que en buena teoría es lo correcto con deuda externa, sino para mantener un tipo de cambio artificialmente bajo”, recuerda Ulibarri.
Tal parece que Carazo estaba al tanto del peligroso terreno que pisaban las finanzas del Estado. “¿Cuáles consideraría usted que serían los principales problemas que afrontará su administración, y por qué?”, le preguntó La Nación en una entrevista publicada el 8 de mayo de 1978, día en que asumió la Presidencia. “Problemas económicos”, respondió Carazo. “Se ha gastado muy alegremente el dinero”.
Parecen frases típicas del político que llega a enmendar los problemas que su antecesor le dejó, pero en este caso anunciaban la llegada de un monstruo que seguramente ni el propio Carazo preveía entonces.
Un Estado endeudado más un contexto de recesión internacional conformaron un coctel letal que superó las capacidades del Gobierno, al cual le achacaban tardanza en emprender ajustes y una errática política cambiaria.
Hasta el final de su mandato, Carazo levantó con orgullo su bandera de negarse a negociar con organismos financieros internacionales. Denunciaba presiones de parte de ellos y un trato desigual y discriminatorio. “Me felicito a mí y al país de no haber atendido esas recomendaciones en su oportunidad”, declaró en una nota del 5 de diciembre de 1981.
Las recomendaciones a las que hace alusión provenían principalmente del Fondo Monetario Internacional (FMI), con el que Carazo tuvo una relación crispada, al punto de que el organismo cerró sus oficinas en Costa Rica en octubre de 1981.
En 1982, el PLN volvió al poder de la mano de Luis Alberto Monge, cuyo triunfo pareció un mero trámite para que el país aplicara las medidas a las que se había resistido el gobierno de Carazo. La nueva administración se sentó a negociar con los organismo internacionales, hasta aprobar programas de ajustes: a cambio de recibir ayuda, Costa Rica se comprometía a cumplir una serie de requisitos destinados a reducir el Estado y darle una apertura a su economía.
Para Ulibarri, en el contexto de estas negociaciones, la crisis política que vivía Centroamérica, en especial Nicaragua, fue clave para que Costa Rica obtuviese condiciones más favorables que otros países. Así, la conmoción social de las recetas anticrisis no fue tan grande como se llegó a temer.
“El contexto de la crisis política en Centroamérica explica que el gobierno de Estados Unidos entregara una cantidad de ayuda descomunalmente grande al país, que hizo menos dramático el ajuste”, dice Ulibarri.
A partir de 1982, el Banco Central comenzó a recibir ayuda directa de la AID, con la cual se estabilizó la economía en un plazo corto y se firmaron acuerdos con el FMI.
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Con la afición de la didáctica por trazar líneas fijas, a los hijos de esa generación se nos enseñó en las aulas que la crisis marcó el paso de un modelo económico a otro.
“Eso se dice ahora, pero en ese entonces no había conciencia de que estábamos llegando al fin de un modelo. Uno vivía el día a día”, considera Ricardo Lizano, quien entonces hacía en el diario sus primeras armas en el periodismo.
“Ahí yo me di cuenta de lo fuerte que era la institucionalidad de este país, porque en el último año de Carazo usted llegaba a las oficinas y no había nadie trabajando, y uno decía ‘pero ¿cómo se sostiene este país?’”, recuerda.
Se mire o no como una línea tajante sobre la historia de Costa Rica, las heridas que dejó la crisis son innegables. Según el Vigesimoprimer Informe del Estado de la Nación, al país le tomó 34 años tener la inversión social pública por persona que poseía en 1980.
Ese sentir se dejó ver en un artículo publicado por el escritor José Ricardo Chaves, a raíz de la muerte de Luis Alberto Monge: “Lo que viene a mí es un círculo gordo de claudicación, angustia y tristeza, de sueños rotos, de una Costa Rica nublada que quedó en un horizonte cada vez más lejano y que nunca se recuperó”.