Todos recuerdan dónde estaban y qué estaban haciendo el jueves 8 de enero del 2009 a la 1:21 de la tarde. Ese día, la falla sísmica Ángel generó un terremoto de 6,2 grados de magnitud que dejó 27 personas fallecidas y ¢280.000 millones en daños por toda Costa Rica. Más de 1.400 personas perdieron su casa, 138 viviendas quedaron destruidas y 30 en peligro de caerse.
Pero para los habitantes del viejo pueblo de Cinchona, el epicentro de la catástrofe, aquel recuerdo es revivir días de penuria y zozobra, momentos en que pasaron frío, hambre y “durmieron” en invernaderos de fresas, “arrullados” por las réplicas de la montaña que aún se sacudía. Aislados por los derrumbes, la ayuda no les llegó hasta el día siguiente, por lo que pasaron cerca de 17 horas atendiendo heridos por sus propios medios.
Aún hoy, el pueblo abandonado es en sí mismo un relato de lo acontecido, porque al recorrer sus dos calles principales se ven casas abandonadas, ventanas quebradas, paredes pintadas con leyendas de la Comisión Nacional de Emergencias (CNE) para identificar cada hogar y, en algunos casos, remedos de construcciones que fueron tomadas por la naturaleza.
Don Francisco Rodríguez, a sus 67 años, continúa visitando regularmente el dañado pueblo. Él dice que no logró adaptarse a la poca privacidad y cercanía con los vecinos que hay en Nueva Cinchona, el asentamiento donde les donaron viviendas a los afectados por el violento sismo.
Rodríguez recuerda los mejores días de los que Cinchona alguna vez gozó, cuando tenían escuela, clínica, iglesia, plaza de fútbol y hasta un salón multiusos donde organizaban campeonatos de fútbol sala con pueblos vecinos.
Hoy, de la antigua escuela solo quedan sus bases y una pared; el comedor escolar desapareció por completo, dado que un deslizamiento se lo llevó hacia un guindo. La iglesia sufrió tantos daños que tuvo que ser demolida y en el mismo sitio los vecinos construyeron una capilla. La comisaría está inhabitable, y del salón multiusos solo queda un enorme cuadro de cemento y unas cuantas paredes.
Con el objetivo de evitar que malhechores dañen las propiedades y ocupen las casas, don Francisco explica que la Asociación de Desarrollo de Nueva Cinchona sigue velando por el antiguo pueblo. Anteriormente tuvieron problemas con jóvenes que llegaban por las noches a delinquir, aprovechándose de la soledad del lugar.
Las tierras siguen estando a nombre de sus propietarios originales, no obstante, solo se permiten actividades de agricultura y ganadería, y la permanencia constante en el sitio está prohibida por la CNE (aunque don José Francisco Sanabria, de 72 años, nunca dejó de vivir en el pueblo).
A pesar de la prohibición, llama la atención que actualmente hay una casa en construcción al final de una de las calles del pueblo. Según vecinos, se trata de “una gente de afuera” (como le dicen a los habitantes de la Gran Área Metropolitana), que compró un terrenito y construyó para ir de vez en cuando de vacaciones.
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Las horas después de la tragedia
Doña Clarisa Rojas, esposa de don Francisco Rodríguez, recuerda que, producto del terremoto, su casa se desplomó por completo y ella quedó bajo las latas de zinc. Cuando empezó a temblar ella estaba sentada viendo televisión y se había quedado dormida. No obstante, en medio del shock por el movimiento, no recuerda cómo se tiró al piso y se puso en posición fetal. Cuando volvió a abrir los ojos, tenía la casa encima. Afortunadamente, quedó un espacio entre el techo y ella, lo que evitó que sufriera heridas.
Don Francisco, por su parte, estaba durmiendo en una habitación, pero increíblemente, el movimiento no lo despertó, sino que fue el llamado de su esposa pidiendo ayuda lo que le hizo levantarse. Ningún escombro le cayó encima, pues las paredes se desplomaron hacia el lado opuesto de donde él estaba. “¡Yo me desperté y vi el sol!”, exclamó don Francisco.
“Un concuño iba por la calle y vio cómo se cayó la casa. Cuando se arrimó, él pensó ‘ahí no quedó nadie, todos se murieron’, pero al ratito me oyó a mí llamando a Fran. Yo le preguntaba a Dios qué había pasado, porque yo no entendía. Ya luego el muchacho me oyó y levantó las latas para ayudarme a salir”, explica doña Clarisa.
“Uno se levanta y se pregunta ¿qué pasó aquí? Uno no tiene idea de cómo es un terremoto, nunca había vivido una cosa de esas. Además, me pongo de pie y cuando veo en la quebradita (a unos metros de su casa) que venía no agua, sino pura tierra, como 10 metros de altura de pura tierra, y allá a lo lejos uno veía aquel cerro pelado (un costado del cerro se desplomó y bajó por los ríos)”, recuerda don Francisco. Para ellos, aquel escenario era inexplicable.
Esa primera noche, la población se dividió en dos grupos para refugiarse en invernaderos de fresas. Constantemente se oían estruendos en las montañas, provocados por deslizamientos que cedían ante las réplicas. El Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Costa Rica (Ovsicori) de la Universidad Nacional (UNA), detectó un total de 1032 réplicas durante todo el mes de enero del 2009, la más fuerte de ellas una de 4,5 grados que se dio el sábado 12 de enero a las 9:37 de la noche.
“Yo no dormí nada, la gente estaba asustada y pensábamos que no íbamos a amanecer. El mismo día nos dimos cuenta de los vecinos que habían fallecido, nos dijeron que había gente sepultada y otros que no aparecían, pero a uno en el shock no le da ni por llorar. Pasamos toda la noche sin agua ni comida”, rememora doña Clarisa.
Don Francisco y doña Clarisa, que en el 2009 tenían 54 y 53 años, respectivamente, volvieron a comer hasta la hora de almuerzo del día siguiente, cuando empezó a llegar ayuda de las instituciones de socorro. Ambos fueron retirados en helicóptero ese viernes 9 de enero. En el pueblo de Cinchona no falleció nadie, “todos los que murieron fueron sobre la carretera principal”, detalla Rodríguez.
‘Empezamos a escuchar un zumbido’
Don Alejandro Vieto tenía 44 años y dos hijos cuando vio, desde el asiento del conductor de su vehículo, cómo el asfalto de la carretera se desquebrajaba. Al intentar mover el carro, vio por el retrovisor que el carril izquierdo de la carretera ya no estaba. Las grietas en el asfalto quedaron a 20 centímetros de la rueda frontal izquierda de su vehículo.
Vieto está convencido de que una serie de casualidades (o milagros, según quién lo mire) se conjugaron para que él esté hoy con vida. “¿Qué hacía alguien de Buenos Aires de Puntarenas en Cinchona de Heredia justo ese día? Andábamos en una gira de trabajo el día anterior; ese jueves veníamos de regreso (hacia San José), yo venía manejando y el plan era almorzar en la soda La Estrella, donde finalmente falleció mucha gente. Por cinco minutos no llegamos a la soda”, recuerda.
“Teníamos una montaña a mano derecha y un guindo a mano izquierda. Cuando veníamos subiendo veo que hay un camión detenido en una curva y detrás dos carros más. Me llamó la atención que parara ahí, pero súbitamente vi salir de la montaña unos 40 o 50 pizotes, y empezaron a dar vueltas por los carros, entonces deduje que paró para no golpearlos. Pero de un momento a otro, justo antes del sismo, los animales se fueron hacia el guindo, yo nunca había visto tal cantidad de animales de esos juntos.
“En eso empieza a moverse el suelo, fue todo muy rápido. Yo estuve en otros sismos, y todos eran ondulados, como olas, pero este era diferente, era vertical y muy violento, el carro empezó a saltar, un carro pesado. El vehículo de adelante se vino para atrás y me golpeó. Mis tres compañeros se tiraron del carro, yo no. En eso se vienen un poco de palos y le caen encima al camión de adelante. Vuelvo a ver a mano izquierda, y a unos cinco o diez metros se empieza a fracturar el asfalto, uno ve la grieta como en una película, llegó a 20 centímetros de la llanta del carro. Yo me dije ‘esto se está yendo todo’”, describe don Alejandro.
Vieto recuerda que por temor a irse hacia el precipicio con todo y carro, intentó echar marcha atrás, pero fue en ese momento cuando vio que “la mitad de la carretera ya había desaparecido, el carril izquierdo”. No obstante, el momento más aterrador no había pasado, pues pocos minutos después de bajarse del carro “vino la peor parte, fue el momento más aterrador: empezamos a escuchar un retumbo, un zumbido, como el motor de un avión, venía desde la tierra, era algo de muchísimo poder que se venía acercando a nosotros porque aumentaba la intensidad.
“Todos nos volvimos a ver y ninguno dijo nada, todos lo interpretamos que era una avalancha que venía hacia nosotros. Un compañero se hincó y se puso a rezar, otro le mandó un mensaje de despedida a la familia... yo lo que pensé fue ‘que triste, ni siquiera nos van a encontrar’, pensando en que mis hijos pudiesen encontrar mi cuerpo. Acepté la muerte, di por hecho que se acabó todo y sentí paz. Pero el zumbido empezó a disminuir, así que interpretamos que estábamos a salvo”, rememora Vieto.
Don Alejandro recuerda que, con el objetivo de buscar un lugar más seguro, decidieron escalar la montaña que tenían a la derecha. Sacó una jacket del carro (suponiendo que dormirían a la intemperie) y se puso en marcha. “La cima era angosta, cuando me fui a asomar al otro lado vi un río, y ahí pude entender qué era aquel zumbido: una gran cantidad de material iba bajando por el cauce, ese era el sonido que escuchábamos pero no veíamos porque estaba al otro lado de la montaña. Yo no sabía que estaba a cuatro kilómetros del epicentro”, explica el entrevistado.
Los cuatro colegas decidieron caminar montaña arriba, en búsqueda de un lugar más seguro antes de que cayera la noche, y más gente se les unió. Finalmente, llegaron a una plantación de guayabas de la empresa El Ángel, un lugar plano donde había una bodega con utensilios; decidieron quedarse ahí. En ese lugar, don Alejandro pudo llamar a su jefe y le pidió que le avisara a su familia que estaba sano y salvo.
“Hicimos un campamento y cuando nos dimos cuenta empezó a llegar gente y gente, terminamos siendo como cien personas más o menos, con empleados de El Ángel o gente que quedó atrapada. Uno ahí conoce a la gente, hubo desde personas muy solidarias, hasta otros que pensaban solo en ellos. Se habló que en la bodega iban a dormir los niños y gente mayor, pero hubo gente que quería sacar a los viejitos para ellos coger el campo. Hubo conflictos, lo recuerdo”, relata el sobreviviente.
Finalmente, el viernes en la mañana empezaron a llegar los helicópteros de evacuación que sacaron con prioridad a heridos, niños y adultos mayores; Vieto salió poco antes de mediodía. Un conocido lo trasladó en motocicleta hasta San Miguel de Sarapiquí, de ahí un vehículo de su compañía empleadora lo llevó hasta Guápiles, donde abordó un vuelo en avioneta hasta Buenos Aires de Puntarenas. Minutos antes de las seis de la tarde del 9 de enero, llegó a su hogar.
El pueblo que nació por la II Guerra Mundial
Aunque es difícil encontrar fuentes documentales que lo certifiquen, don Francisco Rodríguez asegura que la comunidad de Cinchona fue fundada por norteamericanos que llegaron a sembrar cinchona, un árbol que produce quinina, un alcaloide que se encuentra en su corteza y que tiene extraordinarias propiedades para tratar la malaria.
Fueron esos extranjeros los que construyeron el salón multiusos y el primer puente que hubo sobre la catarata La Paz, a escasos kilómetros del pueblo. Las primeras casas que levantaron tenían estufas que calentaban las habitaciones para contrarrestar el frío que predominaba en la zona (don Francisco dice que aún quedan “una o dos estufas”).
Según relata Rodríguez, los estadounidenses sembraron el árbol de cinchona para arrancarle la cáscara y hacer las medicinas necesarias para atender la gran cantidad de casos de malaria que se dieron como consecuencia de la II Guerra Mundial.
Con el avance de la medicina, los norteamericanos dejaron de necesitar estas cáscaras, por lo que terminaron por abandonar el pueblo, cuyos habitantes tuvieron que empezar a vivir de la agricultura y ganadería propia. Finalmente, en 1976, con la fundación ahí de la fábrica El Ángel, que aún hoy continúa produciendo dulce de leche y mermelada, gran cantidad de la población pasó a desempeñarse en esta empresa.
¿Puede volver a ocurrir algo similar?
Lepolt Linkimer, sismólogo de la Red Sismológica Nacional (RSN) de la Universidad de Costa Rica (UCR), explica que la falla Ángel es catalogada como activa por la institución, debido a que ha mantenido movimientos durante los últimos 10 años.
El especialista detalla que, como cualquier falla activa, tiene potencial de presentar movimientos en el futuro. Pese a que las fallas del interior del país tienen periodos de recurrencia muy largos (el anterior sismo en este mismo sitio fue hace 134 años, en 1888), la falla Ángel es una de las pocas en Costa Rica a las que se les puede asignar más de un terremoto en 250 años de estudio.
No obstante, en opinión de Linkimer, la preocupación principal no se debe centrar solamente en esta falla, sino en todo el sistema que circunda al volcán Poás. “El Poás es uno de los edificios volcánicos que tiene más fallas activas reconocidas, entonces podría ocurrir un terremoto no necesariamente en la falla Ángel (este), pero sí en otra de las fallas que se encuentran en la zona, como la falla Sabanilla (suroeste), la falla San Miguel (norte), falla Alajuela (sur) y la falla Viejo Aguas Zarcas (noreste)”, explica el científico.
Un total de seis terremotos han ocurrido en la zona del volcán Poás, según los registros con los que se cuenta: En 1772 se dio un terremoto de 6,0 grados en Barva; en 1888 uno de 5,8 se dio en Fraijanes; el siguiente se presentó en 1911 en Guatuso, siendo el más fuerte registrado con 6,5 grados; el año siguiente, en 1912, Sarchí afrontó un movimiento de 5,6 grados; el penúltimo, de 5,9 grados, se dio en Toro Amarillo en 1955 y, finalmente, el de 6,2 grados en Cinchona en el 2009.
“La preocupación no necesariamente tiene que ser la misma falla que causó el terremoto del 2009, sino que la zona tiene muchísimas fallas, y cualquiera de estas podría ocasionar un movimiento de magnitudes similares”, detalla Linkimer.
Para el especialista, lo más importante es construir edificaciones sismorresistentes que se ubiquen en un terreno geológicamente adecuado, que no sean suelos blandos o zonas de deslizamiento. Estas medidas son las que hacen la diferencia, independientemente de que la construcción esté cerca de una falla o no.
“Es muy común que la gente piense que es peligroso vivir cerca de una falla, pero en realidad todas las ciudades de Costa Rica se encuentran muy cerca de una, porque el país tiene unas 150 fallas activas y nos encontramos en un límite de placas. Lo importante no es la cercanía de la falla, sino que la casa esté bien construida y que esté ubicada en un terreno adecuado”, advierte el académico.
En materia de sismología y prevención de riesgos, el terremoto de Cinchona fue ejemplo de las grandes pérdidas que puede causar un sismo de moderada magnitud en el interior del país. Linkimer explica que en Costa Rica son estos los terremotos más destructivos, en comparación con otros más fuertes que se dan en las costas.
“Cuando yo pienso en 2009, en comparación como estamos ahora, y la cobertura de estaciones dio un paso gigantesco. Ahora Costa Rica tiene tantas estaciones sismológicas y podemos localizar con mucha precisión los sismos, incluso los pequeños. El gran avance se debe a la inversión del Estado y las universidades en investigación. Costa Rica es uno de los países con una de las densidades de estaciones sismológicas más altas del planeta. Se entendió que vivimos en un país altamente sísmico”, concluyó el sismólogo.