El ser humano moral es aquel a quien preocupa el peso ético de sus acciones. Se interroga sobre él, y busca respuestas en sí mismo. Intenta vivir moralmente (esto es, no solo para sí, sino considerando los efectos de sus actos u omisiones sobre los demás).
Luego tenemos al moralista. A ese le tiene sin cuidado su propia vida. Se dedica a vigilar la moral de los demás. Ya no es un ser moral: es un moralizador. Teleevangelista de pacotilla. Fiscal de la moral de los otros. Perseguidor. Sabueso de presa que se cree investido de la misión divina de purgar al mundo de lo que él percibe como pecado. Es absolutamente psico-rígido. ¿Sus maestros? Savonarola, Torquemada, Gui, Arbués: los grandes inquisidores del pasado. Emite juicios a diestra y siniestra, blandiendo la maza de Thor en una mano, al relámpago de Zeus en otro, y la cruz cristiana en la boca. Nunca vuelca su cuestionamiento sobre sí mismo. Es cruel, inclemente, férreo. Reduce toda su campaña de sanitarización moral al terreno de la sexualidad, como si esta fuese la esencia de la ética, como si la orientación sexual de una persona dijese más sobre ella que su reacción ante el dolor del prójimo (“el próximo”) en una situación que requiere solidaridad y presencia activa. Además, es oportunista. Hace de su bandería moral un trampolín para escalar puestos políticos. De tonto no tiene un pelo. Es ladino: sabe perfectamente lo que hace. Tiene su agenda bien planeada: ministerios, diputaciones, la presidencia de la república, el benemeritazgo de la patria, ser “personaje noticioso del año” y figurar, figurar, figurar, que tal es su obsesión inescapable.
Antes de juzgar (cosa muy fácil) conviene, primero, tratar de comprender. Ejercer lo que Bergson llamaba “empatía imaginativa”: ponernos en el lugar de la persona que juzgamos y tratar, a través de las imágenes, de formarnos una idea de lo que su vida ha de ser. Por así decirlo, un pequeño ejercicio de metempsicosis: pasarnos al cuerpo y la circunstancia del otro, e intentar ver el mundo desde su perspectiva. Si esto no funciona, hacer entrar en acción la compasión de los budistas, la commiseratio de Spinoza, la caritas (amor) cristiana esto es, padecer-con, sufrir-con: veremos entonces cuánto de sordo dolor puede haber en la persona que censuramos y, antes bien, procuraríamos aliviar su carga.
Al homosexual no hay que “tolerarlo” (como si de una calamidad se tratase). Basta con aceptarlo, acogerlo, más aun, celebrar el hecho de que es diferente: la diferencia supone una visión diversa del mundo que será valiosa por cuanto heterodoxa, singular, enriquecedora. ¿Que no corrobora mi concepción del mundo? ¡Y eso a quién le importa! ¡Los seres humanos no existen para “corroborarnos”! Son lo que son, y punto. Cuando escucho a estos torquemadillas tropicales y folclóricos, a estos “protohombres” –ahora con veleidades presidenciales–, no puedo menos que preguntarme: ¿qué es lo que en el fondo odian a tal punto? ¿Dónde, en realidad, dormita eso que aborrecen, que persiguen y denuncian con furor tan encarnizado? Pálpese el alma amigo: ahí están las respuestas. Tal vez, más próximas a usted mismo de lo que quisiera admitirlo.