Las abundantes noticias sobre comunicadores caídos en el ejercicio de su trabajo han terminado por banalizar las tragedias de quienes eligen meterse en las entrañas del infierno porque, si no lo hacen ellos, ¿quién le va a contar al mundo la barbarie inherente a los conflictos? No deja de ser irónico que quienes se sumergen en el infierno para contar lo que ocurre en el corazón de la guerra se guarden material de alto calibraje sobre lo que viven ellos mismos, en mucho convencidos de aquella premisa periodística de que el protagonista de la noticia no debe ser el reportero.
Sin embargo, los tiempos han cambiado y evidentemente acá no se trata de protagonismo, sino de una realidad oculta que el prestigioso periodista de guerra, escritor y documentalista Hernán Zin, de origen italo-argentino, decidió revelar en el dramático documental Morir para contar y que muestra el lado oculto de las terribles realidades a las que están expuestos los corresponsales de guerra.
La esencia del comunicador atrapa desde los primeros segundos, cuando cuenta con toda transparencia que decidió iniciar el filme con la historia de unos marines en Afganistán que apenas frisan los 20 y quienes, relajados y preparándose para dormir en sus literas, hacen bromas sobre la guerra y se divierten con videojuegos bélicos. “Me recuerdan a mí, por eso decidí abrir el documental con ellos. Porque no saben lo que les va a pasar, a esa edad no tienen conciencia de lo que ocasiona en el cerebro humano lidiar con lo peor de la especie humana, yo tampoco sabía que iba a pagar un precio tan alto por este trabajo… vocación, es una forma de vivir, es un oficio”, dice Zin con una honestidad brutal igual que la que expondrían, uno a uno, los colegas que lo acompañaron en esta aventura de contar sus historias.
A partir de un incidente que sufrió en el 2012, durante los últimos cuatro años decidió volver la cámara hacia adentro y recopilar las historias de colegas suyos –la mayoría españoles– hasta que por fin el año pasado estrenó el hoy laureado documental que Netflix recién lanzó en 100 países y está causando conmoción porque, quizá por primera vez, se exhibe la barbarie que viven los corresponsales de guerra tanto frente como detrás del lente.
En el 2012, Zin, entonces con más de 15 años de experiencia, vivió un episodio que reseña en la introducción del documental. Tenía a su haber decenas de coberturas en unos 50 países, en las que había apechugado con la peor miseria del ser humano en todas sus facetas. Él se sabía roto por dentro, pero aún era capaz de mantenerse un tanto blindado ante tanta tragedia e impotencia.
Sin embargo, un día de aquel año marcó un antes y un después en la vida de Zin mientras se encontraba en Afganistán, pues de un momento a otro empezó a percibir una asfixia creciente, mientras se hallaba dentro de un acorazado. “Sentí que no podía respirar, sentí que me moría. Tiré las cámaras, me quité el chaleco antibalas y el casco y salí caminando, en medio de la guerra. La cabeza me jugó una muy mala pasada”, explica Zin mirando de frente a la cámara, con un fondo negro frente al que se suceden su testimonio y el de otros siete colegas, trotamundos del terror que decidieron abrirse para el documental no en modo de queja, sino en un catártico ejercicio sobre las razones por las cuales decidieron sumergirse en zonas de guerra de las que la mayoría querría huir.
Así, durante cuatro años, el comunicador se dio a la tarea de juntar distintas voces y armó este filme que abunda sobre la realidad del trabajo periodístico en situaciones extremas y que, de paso, ofrece una pincelada histórica a conflictos armados de los últimos 30 años: Sierra Leona, Somalia, Ruanda, Bosnia, Irak, Afganistán, Libia y Siria.
Morir para contar muestra a los periodistas Ángel Sastre, Manu Brabo, Roberto Fraile, Maysun, David Beriain, Fran Sevilla, Gervasio Sánchez, José Antonio Guardiola, Mónica Prieto, Javier Espinosa, Rosa Meneses, Ramón Lobo, Carlos Hernández, Carmen Sarmiento, Eric Frattini, Mónica Bernabé y Javier Bauluz. En un capítulo supremamente duro y emocional están también las reconstrucciones de periodistas que murieron cubriendo estos conflictos: Miguel Gil (Sierra Leona, 2000), Julio Fuentes(Afganistán, 2001) y José Couso (Irak, 2003), entre otros.
Posiblemente, a muy pocos nos haya saltado alguno de estos nombres –ni siquiera a quienes somos periodistas–, pero tras observar el documental nunca más veremos las imágenes que nos proporcionan los reporteros de guerra de la misma forma, justo porque Hernán Zin repara sin rodeos en las severas consecuencias psicológicas que padecen los comunicadores que trabajaron o trabajan en zonas de conflicto. La ironía es que, al repasar los hechos más descarnados y los peores recuerdos de los protagonistas, también se agiganta, cuando menos se piensa, el espíritu de solidaridad de completos desconocidos que arriesgaron sus vidas por ayudarles a los miembros de la prensa extranjera.
Del confort al terror
Habrá que ver el documental para explicar de qué estamos hablando, pues no se trata de convertir esta nota en una colección de spoilers. Sin embargo, cada historia dejó tras de sí tremenda estela –tanto en los sobrevivientes como entre los fallecidos– y en este último grupo, hay nombres que se agigantan, como el de Miguel Gil, asesinado en una emboscada rebelde en Sierra Leona, el 24 de mayo del 2000, justamente hace 19 años.
Tal como lo muestra el documental, Gil pudo seguir con su vida de pasante de abogado en Barcelona, trabajo fijo, juventud, familia acomodada. Pero como lo reseñan decenas de medios españoles, entre ellos El Español, Miguel era “el periodista que se propuso cambiar el mundo”.
Nacido en Barcelona en 1967, estudió Derecho en la Universidad de Barcelona y ejerció la abogacía hasta que a principios de la década de los 90 decidió aprender a contar historias tras sensibilizarse al máximo tras ver en la televisión la situación de desamparo y olvido en la que se quedan las víctimas de los conflictos bélicos cuando ya no son noticia.
“El conflicto que se estaba viviendo en los Balcanes interpelaba sus convicciones. Las imágenes de un funeral, en las que los asistentes todavía con lágrimas en los ojos se refugiaban de los disparos de un francotirador, lo empujaron definitivamente al vacío”, reza la semblanza de El Español. “Cansado de tomar el autobús número 6 para ir al despacho, se subió a su moto de trial, y prácticamente con lo puesto, cruzó Europa hasta llegar a la zona musulmana de Mostar en 1993, en plena guerra de Bosnia. Careciendo de todo, se convirtió en un habitante más de los sótanos de la ciudad, a la que entonces le llovía una media de 900 bombas diarias, familiarizándose con su nuevo entorno y ganándose el cariño y respeto de todos con los que trataba. Empezó a escribir para El Mundo y la Cadena Ser sin más tecnología que un bolígrafo y algo de papel. Tras darse cuenta de que ser periodista no era tan sencillo, pasó dos meses en Madrid documentándose y aprendiendo, para volver a Mostar y trasladándose después a Sarajevo, lugar donde la actividad bélica era mucho más dura”, reseña una nota de la revista Esfinge, en mayo del 2007, con motivo del quinto aniversario de su muerte.
Este artículo, de hecho, es el más resumido sobre Miguel Gil, pues a partir de su asesinato y luego de que se conocieron las historias sobre sus calidades como ser humano y profesional, se convirtió en una especie de prócer para muchos periodistas de su generación, quienes año con año lo honran por estas fechas, con motivo de su aniversario, además de que en su nombre se creó una fundación y también varios prestigiosos premios.
El artículo en mención continúa con su mini biografía: “La escasez económica lo convirtió en chofer de periodistas y ONGs en la única ruta para entrar a Sarajevo, por el monte Igman. En esta etapa conoció a Nicola, un camarógrafo italiano que lo influyó a la hora de convertirse en camarógrafo. Desde entonces, no dejó de hacer acto de presencia en los lugares más calientes del mundo, tales como Bosnia, Kosovo, Congo, Liberia, Ruanda, Sudán, Chechenia y Sierra Leona. Y entrando a formar parte de aquellos que el corresponsal de guerra Paul Marchand llamó brothers, los que siempre hacían la pregunta extra, se la jugaban, recorrían un kilómetro más para conseguir la historia”.
Tras siete años como periodista Miguel Gil trabajaba para la agencia Associated Press (AP) y se había convertido en uno de los mejores camarógrafos del mundo. Así lo demostraban los premios internacionales que había cosechado. Los demás miembros de la tribu –tal y como se llaman a sí mismos los reporteros de guerra– lo reconocían como tal. Un día más tarde, una milicia de rebeldes sierraleoneses acabaría con su vida y con la de otro periodista, el norteamericano Kurt Schork.
La periodista Sonsoles Gutiérrez ha estudiado cada una de estas imágenes y la huella que dejaban en el camarógrafo. En su tesis doctoral Miguel Gil, la mirada comprometida de un corresponsal de guerra, recoge algunas de las anécdotas que cuentan los que lo conocieron; como la de una mujer con la que vivió en los Balcanes y a la que Miguel, después de engañarla diciéndole que recibía dos raciones diarias de la ONU, le daba toda la comida que recibía como periodista de esta organización internacional. “Parecía que se alimentaba de barritas energéticas”, comentaría alguien que lo conoció en estas circunstancias.
Pero a Miguel lo empujaba una convicción que en pocas ocasiones manifestaba: “Te das cuenta de que las personas que padecen este tipo de tragedias desearían tener por lo menos un derecho: que el resto del mundo sepa lo que les ocurre. Porque así esperan que alguien hará alguien al respecto”, señalaría el reportero en una entrevista.
“El periodista frágil, valiente y quijotesco”, como lo llamó su colega Natalia Rodríguez en el Diari de Tarragona, quizá no cambió el mundo, como se lo propuso, pero su valiente trabajo le mostró al mundo una realidad que, de no ser por él, habría quedado sepultada en el fango de la injusticia: sus imágenes de los trenes de deportados en Pristina (Kosovo) en 1998 le dieron la vuelta al mundo y así, Miguel desmintió las versiones oficiales: mientras los serbios sostenían que la gente huía de los bombardeos de la OTAN, el fotoperiodista asido a su cámara mostró que en realidad se estaba realizando una limpieza étnica en el corazón de Europa, cincuenta años después de las que se perpetraron en la Alemania nazi. Sus tomas cambiaron la opinión de la comunidad internacional y forzaron a cambiar el transcurso de los acontecimientos.
“Las imágenes de Miguel fueron cruciales, definitivas, icónicas, históricas, y él utilizó su poder para salvar vidas, cientos de miles de vidas. ¿Qué mejor bien puede un periodista, o cualquiera, esperar conseguir?”. La pregunta proviene nada menos que de Christiane Amanpour, corresponsal emblema de la cadena CNN, en el libro Los ojos de la guerra. “Cuando mi hijo se haga lo suficientemente mayor como para torturarme con preguntas sobre por qué le dejo, por qué voy a sitios terriblemente peligrosos –señala la periodista–, le hablaré de Miguel y de las cosas maravillosas y valientes que hizo”.
En un homenaje repleto de anécdotas surrealistas hasta para una película de Hollywood, en febrero del 2018 la periodista Rodríguez, del Diari de Tarragona, cierra una semblanza sobre Miguel con una frase que resume bien el calibre del tesón del caído comunicador: "El periodismo, según decía Robert Capa, es una cuestión de distancia: cuando no es bueno es porque no se está suficientemente cerca de la acción. Digamos que Miguel fue el mejor alumno de Capa. Miguel siempre estaba encima de la acción, delante de ella. Entre los reporteros de guerra de Bosnia, Chechenia, Kosovo, Sierra Leona, era conocida la frase: “si ves a Miguel, retrocede, estás demasiado cerca de la línea de fuego”.
De vuelta a Hernán
Paralela a la historia de Miguel, el cineasta Hernán Zin se enfoca en los traumas de los periodistas sobrevivientes, en sus peores recuerdos y en la profundidad de sus dilemas existenciales.
Por ejemplo, estan los decires del fotógrafo Manu Brabo, a todas luces curtido tras documentar crueles imágenes en todo el mundo que son, como mínimo, desoladoras. “Cuando tu madre lee que donde tú estás, han matado a trescientas personas, lo único que le indica que tú no eres el trescientos uno es que tu nombre sale firmando la foto”, dice Brabo mirando fijamente a la cámara, casi sin inflexiones en la voz. Como quien, muy a su pesar, tiene el alma seca. Al igual que varios de sus compañeros en el documental, Brabo termina preguntándose si realmente vale la pena que ellos y sus familias sufran tanto.
Hernán Zin, por su parte, ya tuvo suficiente. Tras el incidente del ataque de pánico en el 2012 empezó con el proyecto de mostrar lo que no se sabía de la vida real de los corresponsales de guerra… y durante estos últimos años, tomó la decisión de retirarse.
“Uno piensa que lo pueden matar, lo pueden secuestrar o lo pueden herir, pero no tiene en cuenta el precio psicológico que se paga”. Y agrega: “Vamos a la guerra en busca de aventuras pero volvemos con una maleta cargada de cadáveres; lo escribió Pérez-Reverte y creo que es así… No sabía el precio que iba a pagar en mi vida cotidiana, en mi día a día, no sabía todo lo que iba a morir en mí, todo lo que muere, en todos nosotros, por contar historias”.
En una entrevista con el portal argentino Infobae, Zin confesó haber comenzado la filmación muy confundido. “Después de haber investigado mucho, cuatro años más tarde, la productora Nerea Barros me señaló que, al igual que les había pedido a mis compañeros que abrieran el corazón (algo que es muy difícil para los reporteros de guerra), yo también tenía que ser generoso", explicó Zin las razones por las cuales él también se convirtió en protagonista del filme.
En algún momento del rodaje supo, además, que iba a dejar de ser periodista. Primero su mente había “creado anticuerpos", pues se percató que pese a todo el tratamiento recibido tras su colapso en el 2012, seguía sintiendo claustrofobia, “y estar en espacios pequeños es algo constante en una guerra”.
Luego, en el 2017, atravesó una depresión. Así Morir para contar se convirtió en su despedida de la reportería. “Fue terapéutico”, evaluó. “Reflexionar sobre esto me ha ayudado más que cualquier terapia”, dijo al portal argentino.
Sin proponérselo conscientemente, Zin mostró "la parte humana del trabajo", un oficio al que se le ha sobreimpreso un falso glamour. "Odio el cliché del reportero de guerra pura testosterona y adrenalina, yo nunca lo he sido", explicó. "Fui a la guerra por las víctimas, por tratar de que las cosas cambien. Lo que se suele mostrar del corresponsal de guerra es un retrato muy injusto: este trabajo es más un compromiso ético, una vocación, un oficio muy mal pagado, con muy poco reconocimiento, y que hacemos porque lo amamos".
A raíz del documental, Hernán está supremamente vigente en los medios del mundo por estos días. Si sus declaraciones en esa producción son fuertes, las que ofrece en las entrevistas son un tremendo jalón a tierra. Esto dijo en conversatorio con el medio español ABC: “Todos comprendimos que es importante verbalizar esto para mostrar el precio de conseguir una noticia en estos tiempos de fake news (noticias falsas) de tanta intoxicación en las redes... Conseguir una buena noticia en una zona de conflicto es un acto de sacrificio (...) Uno de los momentos que más emocionan del documental es cuando hablamos de nuestras familias, de no ver crecer a los hijos, la culpa por hacer sufrir a nuestros padres…”.
Sin duda, Zin ha aprovechado al máximo la exposición mundial para llamar la atención sobre un tema medular en el mundo actual: el tremendo daño que están provocando las fake news, pues en la entrevista con Infobae también fue contundente con el tema:
“Ojalá –agregó– que Morir para contar sirva para mostrar a las personas que estamos detrás de las noticias, sobre todo en este momento de noticias falsas (...) Vivimos en un momento muy complicado, en el que las sociedades occidentales nos estamos jugando todo lo que conseguimos en materia de libertad y democracia", dijo sobre las fake news. “Ya los países no se invaden unos a otros sino que se intoxican, para confundir a la gente y destruir las sociedades desde dentro. Es importante educar a los nativos digitales, en que tienen que informarse no a través de las redes sociales sino de los periódicos, los libros, los documentales”.
Volver a la ‘vida normal’
Leer o escuchar tanto al Hernán periodista de guerra como al Hernán “de vuelta en casa” es un golpe de realidad y de admiración. En sus redes sociales, en medio de sus múltiples ocupaciones actuales, se toma el tiempo para agradecerle a la audiencia sus comentarios tras haber visto el Morir para contar.
Y con brillantez, tal cual lo hacen sus compañeros en el filme, deja que de sus palabras se desprenda un hecho irrefutable: sus vidas jamás volverán a ser las mismas, así busquen el abrigo del hogar. Pero también es un hecho que lo intentan. Esta frase, con la que cierra la entrevista con ABC, es abrumadora al comparar las realidades “normales” con las que se vive en los conflictos bélicos.
“Lo desconocido, lo intangible, lo que no se puede controlar, es lo que más terror provoca. La falsa seguridad de ‘estar en casa’ es lo que provoca que en ocasiones todo estalle”.
Cuenta uno de los reporteros en el filme que, tras regresar de su primera cobertura en Irak, iba paseando por la Gran Vía y no entendía cómo la gente podía seguir con sus rutinarias vidas después de todo lo que él les había contado en sus crónicas. “Después de haber visto tanto horror, empatizar con el sufrimiento de la gente de aquí es difícil. Con los años aprendí que cada uno sufre en la medida de su realidad (....) Tienes que empatizar con la gente de aquí, y si aquí uno está mal porque se le rompe una uña, pues está mal por eso y lo tienes que entender. Si no, te quedas solo, te vuelves una especie de soberbio autista. Ese es el gran ejercicio: entender que el dolor de aquí es tan válido como el de allá".