Sara Giberstein visitó en 1976 el volcán Irazú junto a Julio Cortázar. El escritor argentino era amigo de su esposo Samuel Rovinski, de quien luego de casarse, adoptaría su primer apellido.
Ellos se conocieron mientras trabajaban en la Unesco. En 1972, Samuel era un integrante más de la delegación de Costa Rica y Julio era un ocasional traductor en el organismo de las Naciones Unidas.
Cuando Cortázar vio el volcán más alto de Costa Rica, “dijo que se imaginaba patos cocinándose en el cráter”, recuerda Sarita, como le dicen de cariño, quien tiene una foto de ese día junto al escritor.
Del tiempo que compartieron, lo que más le cautivó a Sara del argentino fue su “entrega social”.
“Tenía un sentir muy especial, de estar con la gente. Bueno, recordá cómo se involucró con el conflicto en Nicaragua”, me dice; mientras conversamos en la sala de su casa en Sabana Norte. Entre orquídeas que despierta con su voz todas las mañanas.
Es mágico estar frente a Sarita, de 86 años. Es surreal y algo intimidante. La noche anterior me había leído el libro que recopila su historia de vida, Una montaña de aserrín, escrito por su hija Yanina.
De pronto, el personaje era real.
Sin pretensiones, sin demasiados adjetivos, casi que sin emociones, Yanina se tomó la tarea de escribir las memorias de su madre, sobreviviente a la persecución nazi. El proceso para recolectar toda la información le tomó “más o menos” tres años, pero además se enfrentó a su familia, que por muchos años optó por callar.
“Sabíamos que mamá había sido parte de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial, pero hasta ahí. Era poco lo que se hablaba. Siempre respetamos su deseo. Pero mi papá solía decir –todo el tiempo– que alguien tenía que contar la historia de Sarita, que era excepcional”.
Samuel, uno de los dramaturgos más importantes de Costa Rica y cofundador de la Sala Garbo, y de Istmo Film, primera productora de cine centroamericano, murió el 31 de agosto de 2013.
Después de esto, Yanina se encontró en un callejón sin salida, donde lo único que tenía en mente era cumplir con el deseo de su padre. Entonces se sentó a escribir.
Una montaña de aserrín se imprimió en agosto de 2017 con la editorial EUNED.
El prólogo lo redactó el político y escritor nicaragüense Sergio Ramírez, también amigo de la familia.
Ramírez solía compartir con los Rovinski, pero nunca supo –hasta que Yanina se acercó a él– que detrás de “aquella mujer bella, alegre, talentosa y segura de sí misma, de cordialidad imperturbable, hubiera una historia como esta”.
La ocupación nazi
Sara nació en la Clínica Bíblica, en San José, en 1934. Es la primera hija de una pareja de judíos polacos provenientes de Varsovia, la capital de Polonia.
Dora y León Giberstein llegaron al país en busca de oportunidades de trabajo. Con los meses, los Giberstein se hicieron amigos de otra pareja de judíos, quienes tenían tres hijos: Reina, Thelma y Samuel Rovinski.
Sarita y Samuel solían pasar mucho tiempo juntos, hasta que León consiguió un trabajo en el Caribe y toda la familia se mudó a Limón.
Pero el negocio no prosperó, y Dora, quien recibía cartas de sus hermanas desde Europa, contándole sobre sus paseos a las montañas y las comodidades que tenían, quedó embarazada de su segunda hija. Así que en 1937 regresaron a Varsovia.
Pero como cuenta Yanina en su libro, en la ciudad a la que arribaron sus padres “ya se oían los ecos de guerra”.
Y el 1° de setiembre de 1939, la aviación alemana bombardeó la ciudad y al ejército polaco. Los 100.000 soldados que trataron de defender la capital fueron tomados prisioneros, y así comenzó la ocupación nazi, que finalizó en 1945.
Sara tenía 5 años, pero aún recuerda los silbidos de las bombas y correr hacia el sótano de la casa.
“Para ella, este fue el primer contacto con el miedo, su primer enfrentamiento con el peligro. Le esperaban muchos más”.
El Gueto de Varsovia
En octubre de 1940, la intención de los nazis fue llevar a todos los judíos de Varsovia hacia el Gueto. Así les sería más fácil trasladarlos posteriormente a los “campos de trabajo”, como solían llamarle a las zonas de exterminio.
En esencia, el Gueto fue, según lo que relata Yanina en el libro, “pocas cuadras de la ciudad”.
“La población judía de Varsovia era de más de 300.000 habitantes, cerca del 30% de la población de la ciudad, y todos fueron forzados a acomodarse en un barrio que ocupaba apenas un 2,5% del territorio”.
Así describe la hija de Sarita el contexto histórico en el que creció su madre. El libro que Yanina, periodista de profesión, redactó en un principio era solamente “un regalo de cumpleaños para su mamá”, dice.
Comenzó con algunas entrevistas. Luego montó un primer ejemplar, que mandó a empastar, y se lo dio a la señora de Rovinski para su cumpleaños. Pero cuando el escritor Sergio Ramírez leyó el texto, le aconsejó a Yanina que lo publicara.
“Esto lo tiene que leer todo el mundo”, dijo. Entonces, la investigación tomó más tiempo del previsto.
Lo elemental para entender la historia de Sara – de un país, de una familia de migrantes y una guerra mundial– eran los detalles.
“Me costó mucho no involucrarme emocionalmente en la historia. De hecho, el relato no muestra mucho cómo se sentía mi madre en ciertas ocasiones. Solamente cuenta lo que pasó, lo que ella recuerda de su experiencia. En ningún momento le estoy diciendo al lector como debe sentirse ante equis situación”.
Esto no significa que la historia esté escaza de realidades. Todo lo contrario.
Una montaña de aserrín es un archivo personal de una mujer que conoció las bondades del corazón, los gestos de las personas buenas, el frío de la guerra, el hambre, el miedo, que vio la muerte caerle a los pies, a los niños de su tamaño desnutrirse en las calles, a los padres despedir a sus hijos hacia la incertidumbre, que vivió entre abrigos largos de lana que le rascaban la piel pero le salvaban la vida. No es un cuento, así fue.
Pero regresando a la historia, una vez que los polacos judíos llegaron al Gueto, la vida cambió para todos.
La miseria aumentó. La mayoría, si es que se alimentaba, lo hacía con sopas de agua y papa.
Para los Giberstein, la situación empeoró cuando tuvieron que dejar su apartamento por orden de los soldados nazis. Así que se escondieron en el sótano de una fábrica de la familia, junto a otros judíos. Eran unas 17 personas.
Ahí vivieron por un tiempo, pero la presencia militar se hacía cada vez mayor, y con esto el peligro de que todos fuesen ejecutados, o enviados a los campos de concentración. Así que para salvar a los niños, decidieron que lo mejor era enviarlos –por separado– a las afueras donde familias católicas los esconderían. Sara tenía 7 años. Era la mayor de todos.
Así emprendió un oscuro pero a ratos muy iluminado camino por distintas casas adoptivas y familias generosas. En las páginas del libro, se plasmó la convivencia que Sara aún se visualiza en aquellos hogares, en donde, apenas la familia adoptiva sentía el peligro de una visita sorpresa por los alemanes, la pequeña niña debía huir, quedando a merced de nuevos extraños.
“La convivencia en el sótano era difícil. Había un lavatorio y un excusado. Fuera de eso, no había ducha ni facilidades de ningún tipo. Hacían grandes esfuerzos para evitar enfrentamientos y lograr que reinara la armonía entre tanta gente tan diferente. En las condiciones de hacinamiento en que vivían era una verdadera hazaña”.
La Sarita de hoy
El libro, con palabras simples, cuenta qué pasó con la protagonista tras la guerra, cómo vuelve a encontrarse con Samuel, luego de haberse conocido de niños; cómo se enamoran y se convierten con los años en integrantes de un grupo de intelectuales dueños de las calles, las cantinas, los museos, y el mundo. También revela cómo la niña sobrevivió a los soldados alemanes, por su cuenta, en varias ocasiones. Y del momento en que se reunió de nuevo con su familia en un pueblo rural polaco.
“Jamás pensé que esta historia fuera a cautivar a tanta gente”, me dice doña Sara con sorpresa.
A sus 86 años, la protagonista de la historia, carga ciertas preocupaciones tan válidas como su memoria.
“He leído por ahí que hay gente negando el Holocausto. O generaciones que ni saben que existió Auschwitz. Qué terrible. Como decir que no pasó cuando yo estuve ahí y lo vi todo”, argumenta.
Pero tampoco la atormenta esto. Su conciencia está tranquila porque “ya di mi aporte. Conté lo que sobreviví. Me tomó años en poder hablarlo, y ahí está. No solo es mi historia, es también la de nuestro país”, asegura Sarita.
Su hija, sentada a su lado, está de acuerdo. Yanina, quien vive en el Pacífico, “porque siempre soñé con despertarme escuchando el mar” trabaja como traductora, y se especializa en textos científicos. De niña cultivó una relación con la naturaleza a la cual no le encuentra explicación. Por eso huyo de la ciudad. “Uno acá escucha los pitos, el tránsito, hay mucho ruido. En cambio, donde vivo me despierto escuchando las lapas, el agua, el viento. Te da una sensación como de paz”, dice mientras respira muy profundo.
“Escribir esta historia me acercó mucho a mi mamá también. No sabía del todo quien era ella hasta que comenzó a contar”.
Yanina casi nunca está en San José, pero cuando sí, se queda en la casa donde creció. Adonde regresó luego de una aventura de años por Europa. “Mis primeros años acá fueron lindos. Apenas estaban comenzando a construir el ICE entonces los más chiquillos nos íbamos a robar trozos de madera para hacer fogatas y quemar masmelos. Además teníamos La Sabana a nuestro alrededor. Ahí crecí”.
La Sarita de hoy disfruta estar en su casa, “siempre peinada”, pero no tan elegante como solía verse en los eventos junto a don Samuel. De su cuello cuelga un anillo grande y grueso. “El de mi marido”, me dice. “Siempre lo llevo aquí junto al corazón”.
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