La consabida frase de que “la realidad supera la ficción” está harto trillada, pero hoy existe una acepción nueva en la que “la realidad se alía con la ficción” y, en casos como Mindhunter, el seriado de Netfix que recién estrenó su segunda temporada, se da esta última fusión para llevarnos mucho más allá del entretenimiento y sucumbirnos en un trance lleno de dudas y desolación. Mindhunter es, en definitiva, un thriller criminal con bases reales y que adentran al espectador a un mundo tal vez poco conocido pero apasionante de la investigación de la psicología criminal.
Valdría decir aquí que este reportaje está plagado de spoilers (adelantos) y que, quien continúe leyendo, lo hará a sabiendas de que el consumo de la serie le aportará pocas sorpresas. Sin embargo, también es menester aclarar que acá se repasa un dantesco pasaje de la historia criminal de Estados Unidos, es decir, no se puede hablar de spoilers cuando se trata de hechos.
En la temporada primaria fuimos inducidos a aquellos años 70 en los que el Federal Bureau of Investigation (FBI) creó la Unidad de Ciencia del Comportamiento dentro de la División de Entrenamiento en la Academia del FBI en Quantico, Virginia. Entonces, el maravilloso cineasta que es David Fincher se alió con otros titanes de la industria y nos enfrentó con psicópatas estadounidenses que han causado terror y estupor de generación en generación, todo basado en las experiencias directas que tuvo el exagente del FBI John E. Douglas y que compiló en el libro Mind Hunter: Inside FBI’s Elite Serial Crime Unit, del escritor Mark Olshaker.
La serie sumerge a la audiencia no solo en un viaje en sepia hacia aquellos años, sino que le conduce a “vivir” las tremendas dificultades que tuvieron los oficiales para ser tomados en serio por allá de 1977, así como lo perturbador de las mentes de algunos de los criminales más famosos de la década.
Si bien es cierto la primera temporada –estrenada en el 2017– cosechó el gusto inmediato de la teleaudiencia y el aplauso colectivo de la crítica especializada, la segunda parte, que se estrenó el pasado 16 de agosto, ha surtido el mismo efecto, salvo porque, a diferencia de la primera, Mindhunter II nos adentra en una debacle impensable, real, que ocurrió a finales de los 70 y principios de los 80 y que culminó con la cruenta matanza de 30 niños o jóvenes afroamericanos, en un lapso de dos años.
Treinta. En números redondos, porque entre los dolientes se hablaba de 28 o bien, de una suma mucho mayor. Estrangulados, en su mayoría, lanzados a basureros, ríos, patios, calles, sitios boscosos. Como basura. Solo una década antes, el mundo se horrorizó después de que el autoproclamado mesías, Charles Manson, dirigiera a un grupo de jóvenes hippies para que cometieran los crímenes de la actriz Sharon Tate y otras seis personas más en una zona residencial de Los Ángeles.
Aquella carnicería, sus siete víctimas y sus autores han permanecido vigentes en la memoria colectiva como parte de la cultura pop de la segunda mitad del siglo pasado. No se trata, por supuesto, de “categorizar” los crímenes por la cantidad de muertos o el nivel de sadismo, pero cuando hablamos del caso de Atlanta la cifra, la vulnerabilidad de las víctimas y la invisibilidad con la que se fue perdiendo el caso en la memoria colectiva, nos sumen en el estupor a las alturas de este 2019 debido –increíblemente– a un seriado de televisión por streaming.
Ahora que gracias a Netflix buena parte del mundo está mirando hacia lo ocurrido hace 40 años en Atlanta, los medios internacionales se han dado a la tarea de investigar un poco más y los resultados son supremamente desoladores, pues la indolencia con la que se trató el caso obedece a la palabra que muchos se negaron a admitir durante todo este tiempo: puro y simple racismo, combinado con la pobreza de las víctimas y hasta los cálculos electorales de los políticos del estado sureño de aquel entonces.
Y es que, a igual que el caso de Charles Manson, cuyo número de víctimas fue mucho menor que la de los niños asesinados de Atlanta, se enumeran otros muchos, incluso varios que reseñó la misma Mindhunter en su primera entrega, cuando los agentes especiales Holden Ford (Jonathan Groff), Bill Tench (Holt McCallany) y la psicóloga Wendy Carr (Anna Torv), ya en el arranque formal de la Unidad de Ciencia del Comportamiento, entrevistan a diferentes asesinos seriales convictos para, como ya se dijo, aprender sobre su psicología, motivaciones, problemas de infancia y sociales, con el fin de ayudar al FBI en la resolución de nuevos crímenes.
Por ejemplo, en la temporada pasada se reprodujo el caso de Edmund Kemper, quien mató a sus abuelos cuando tenía 15 años y por esto estuvo internado en un hospital psiquiátrico del cual salió al poco tiempo gracias a su impresionante inteligencia. Años más tarde, él mismo llamó a la policía para declararse culpable de ocho asesinatos más: su madre, una amiga de ella y seis jóvenes estudiantes fueron sus víctimas.
La investigación posterior a la entrega de Kemper reveló que el criminal no solo mató, sino que mutiló los cuerpos, abusó sexualmente de ellos después de muertos y que en el patio de su casa estaba enterrada la cabeza de una de las colegialas.
¿Por qué las autoridades no sabían que fue él? ¿Cómo ejecutó los homicidios? ¿Qué lo motivó? ¿Lo disfrutaba? ¿Por qué se entregó? Todas esas preguntas no tenían respuesta a principios de la década de los años 70, cuando Kemper llevó al máximo su locura.
El término asesino serial o asesino en serie es común en estos tiempos, pero en aquella época no había una explicación científica, lógica o natural para entender la mente de criminales que incurrían en varios asesinatos determinados por espacios de tiempo, tipo de víctimas, motivación o, por supuesto, locura.
Los otros casos que se abordaron en la primera temporada también son (oscuramente) emblemáticos: están, entre otros, Montie Russel (cinco mujeres víctimas); Jerry Brudos (cuatro asesinatos) y Richard Speck (mató a ocho estudiantes de enfermería).
Si bien es cierto, a la fecha todos ellos – y otros más– están calificados como verdaderos psicópatas del Siglo XX, para muchos, incluido el director David Fincher, el caso de los 30 asesinatos de Atanta reviste una complejidad tremenda que aún a él le costó abordar.
Entre 1979 y 1981 esta ciudad permaneció sumergida en un estado de psicosis. Cualquier niño entre 7 y 17 años podía ser la siguiente víctima de los ATKID, la sigla que el FBI puso a los Atlanta Child Murders (en español, los asesinos de niños de Atlanta). “Probablemente podríamos hacer tres temporadas de los asesinatos de niños en Atlanta. Es una historia enorme, dramática y trágica. No podíamos hacerle justicia en nueve horas. Teníamos que elegir dramatizar”, aseguró el director David Fincher a The New York Times al explicar por qué decidió incluir esta historia entre los relatos de la nueva entrega.
A partir del estreno de la segunda temporada, la prensa especializada en general ha reparado en el caso con asombro –por decir lo menos– y tal cual se manifiesta en la serie, la conclusión sobre por qué la masacre de estos niños pasó de soslayo en su momento, tuvo que ver con motivos raciales. Empezando porque las autoridades locales estaban el período electoral y una crisis de seguridad de aquella envergadura los haría ver muy mal. Además –y esto es tácito en Mindhunter– cuando surgió la posibilidad de que un hombre caucásico fuera el causante de los asesinatos, cosa que luego se descartó, lo primero que se valoró entre las autoridades locales era el daño colateral de involucrar a un blanco en la muerte masiva de decenas de niños negros.
El Ku Klux Klan, organización centenaria de extrema derecha, esclavistas, racistas ultra, homófobos, antisemitas y anticatólicos, y quienes tienen a su haber el asesinato de miles en nombre de la llamada “supremacía blanca”, fueron nombrados como sospechosos, pero no hubo mayores indicios y en realidad sus miembros nunca estuvieron en el foco de la investigación. Además, como se infiere en el seriado, muchachos sencillos y pobres de la Atlanta de entonces eran un objetivo muy poco llamativo para las expectativas del Ku Klux Klan.
La forma en que se van desgranando los asesinatos es macabra. El asunto tomó relevancia muchos meses después del primer crimen, a pesar de que semana a semana se iban reportando las abruptas desapariciones.
Acá podemos reseñar los nombres de las víctimas, pero muy pronto se volverán eso, solo nombres perdidos entre una abundante lista que implica devolver la serie si se quiere saber quién es quién. Tarea inútil, los 30 de Atlanta parecen constituir una seguidilla de nombres teñidos de anonimato, cuyos sufrimientos antes de morir son prácticamente ignorados, pues sus cuerpos eran hallados a menudo tras semanas de su fallecimiento y la entonces incipiante ciencia forense apenas daba abasto con las autopsias… cuando las había.
El primer asesinato atribuido a los ATKID fue el de Edward Hope Smith. El joven, de apenas 14 años, desapareció en julio de 1979. Su cuerpo fue hallado hasta una semana más tarde. Apareció en un terreno baldío, muerto de un balazo. No muy lejos, ese mismo día se encontró otro cuerpo, el de Alfred James Evans, de 13 años. Según la exagente del FBI Susan E. Lloyd, el joven había sido estrangulado. No fue el único, pues el modus operandi del (o los autores) del hecho en general se decantó por el estrangulamiento.
“Milton Harvey, de 14 años, fue visto por última vez en una bicicleta amarilla el 4 de setiembre de 1979. Su cuerpo fue encontrado el 16 de noviembre de 1979. Un informe de autopsia concluyó que era una causa indeterminada de muerte (UCD). La siguiente víctima fue Yusef Ali Bell, de 9 años, quien fue visto por última vez el 21 de octubre de 1979. Su cuerpo fue encontrado más tarde ese mismo día en una escuela vacía. La causa de la muerte fue el estrangulamiento”, indica la pericia policial reseñada en la serie.
Cuando arribó el cambio de década, para 1980 ya habían muerto 12 niños más, y durante ese año se descubrieron otros siete cadáveres. Habían fallecido estrangulados o muertos a golpes. Fue el 6 de noviembre de ese mismo año, cuando el FBI decidió involucrarse y abrió una investigación preliminar sobre el caso. Según el estudio de la exagente Lloyd, replicado en medios como The New York Times, “el analista del FBI Roy Hazelwood de la Unidad de Ciencias del Comportamiento en Quantico voló a Atlanta a mediados de 1980 para investigar los asesinatos. Fue seguido unos meses más tarde por el también analista del FBI John Douglas, que llegó a Atlanta a principios de 1981 para desarrollar un perfil formal de la persona o personas responsables de los asesinatos de niños”.
Douglas analizó las escenas del crimen y a las víctimas y trazó un perfil muy distinto del asesino, según describe el portal español XLSemanal, especializado en casos criminales. “Estaba convencido de que se trataba de un hombre negro de entre 24 y 29 años, soltero y dueño de un perro. Tenía claro que el culpable era afroamericano. ‘Aunque la inmensa mayoría de los asesinos en serie suelen ser blancos, casi nunca cazan fuera de su raza. Un asesino en serie comete crímenes personales, no políticos’, explica Douglas sobre aquella controvertida deducción. Así, el FBI descartó teorías conspirativas raciales y empezaron a buscar sospechosos que encajaran en la descripción. Cuando por fin la Policía detuvo a Wayne Williams, coincidía perfectamente con el perfil de Douglas”.
Los perfiles del sospechoso aseguraban también que era una persona con una inteligencia superior a la media que se presentaba como una figura de autoridad y que había tenido frecuentes cambios en el empleo.
Fue un error lo que finalmente incriminó al presunto culpable. En mayo de 1981, Wayne Williams fue detenido cerca de donde un policía escuchó cómo algo pesado había caído al río. Williams negó haber arrojado algo en el agua. Pero, apenas dos días después, el cuerpo sin vida de un hombre de 27 años apareció en el río. Acto seguido, Williams fue arrestado.
Siempre según el mencionado portal, “en el juicio, Williams se mostró tan educado que costaba creer que fuera culpable. Hasta que Douglas instruyó al fiscal sobre cómo interrogarlo y consiguió que diera muestras de su agresividad en el estrado. Fue condenado por dos de los asesinatos, aunque según el agente cometió al menos 13”.
Williams enfrentó juicio por el asesinato de dos hombres en Atlanta y fue condenado a cumplir dos cadenas perpetuas. Sin embargo, hasta la actualidad nadie ha podido probar que este asesino es también responsable de la muerte de los niños.
Wayne tuvo que sentarse frente a un tribunal cinco meses después de haber entrado en prisión, pero solo tuvo que responder ante la acusación de dos crímenes (de los 27 que se atribuyen a ATKID): el de Jimmy Payne, negro, de 21 años, con apariencia de adolescente, casi infantil, cuyo cadáver fue hallado en el río Chattahoochee, a unos 10 kilómetros del casco urbano de Atlanta, y el de Nathaniel Cater, de 27 años, cuyo cuerpo también apareció en las aguas del mismo río.
Entonces y ahora, las familias de muchas de las otras víctimas han clamado por justicia, ya que consideran que al no haberse demostrado la culpabilidad del condenado en los casos específicos de sus familiares, hay muchas posibilidades de que no se haya hecho justicia. Aunque las investigaciones de Mindhunter provocaron promesas de que los casos se reabrirían, 40 años después hay pocas probabilidades de que se lleguen a encontrar otros culpables. Wayne Williams, hoy de 61 años, preso en una cárcel a pocos kilómetros del centro de Atlanta, sigue insistiendo en su inocencia.
El caso sí cruzó el Atlántico
“Ya son 24 los niños negros asesinados en Atlanta (EE UU)”. Así tituló el diario español El País, en su edición del 21 de abril de 1981, una nota en la que daba cuenta de la cada vez mayor creciente cifra de niños muertos en total impunidad, al menos hasta esa fecha.
“La vigésima cuarta víctima del asesino o los asesinos de Atlanta fue descubierta el pasado domingo en esta ciudad norteamericana del Estado de Georgia, según anunciaron ayer las autoridades policiales. Se trata de Joseph Bell, un muchacho, de color de quince años, que había desaparecido el pasado 2 de marzo en extrañas circunstancias. El cadáver, descompuesto, del joven Bell apareció en un paraje abandonado de la orilla del South River, que riega Atlanta. El estado de su cadáver dificultará, probablemente, la autopsia que desde ayer practican varios forenses locales. En los cuatro últimos meses, otros cuatro muchachos de color fueron hallados muertos en parajes similares cercanos al río. La policía considera que el asesino o asesinos, cuyos primeros crímenes se remontan a 21 meses atrás, intentan por este procedimiento borrar los rastros de fibras similares hallados por los investigadores en los cadáveres de los niños negros”, afirma la detallada nota.
De nuevo, sigue siendo surrealista, por no decir, sospechoso, que el caso tomara dimensiones mundiales y, sin embargo, apenas aparece reseñado entre los grandes crímenes del siglo XX, incluso en dos películas de Hollywood (una de 1985 y otra del 2000), que pasaron sin pena ni gloria.
La crónica de El País continúa: “Joseph Bell, cuyo cuerpo sin vida fue encontrado casi desnudo, murió probablemente asfixiado poco después de desaparecer el pasado 2 de marzo. Según M. Harp, dueño de un establecimiento en el que el muchacho trabajaba, este telefoneó después de su desaparición al establecimiento y aseguró que se hallaba casi muerto. Acto seguido colgó Harp telefoneó posteriormente a la policía, a quien informó de lo ocurrido”.
“La nueva víctima de Atlanta pertenecía también a los medios negros más pobres de la ciudad. Según Harp, Bell no temía al asesino o asesinos, y este sentimiento de invencibilidad se encuentra, según las autoridades y la policía de Atlanta muy extendido entre los niños y muchachos de la ciudad. Por unos pocos dólares, los chiquillos continúan subiendo sin dificultades ni caución alguna a los automóviles de desconocidos, según la propia policía ha demostrado con agentes de paisano”, puntualizó El País.
Pero no solo este medio europeo reparó en la tragedia que se estaba viviendo en Atlanta. El también relevante diario español ABC publicó por medio de su corresponsal de entonces en Estados Unidos, José María Carrascal, un perfil sobre el presunto autor de las masacres de Atlanta, un día después de su captura:
“Un niño prodigio” que desembocó, como tantos otros, en adulto errático, así puede describirse a Wayne B. Williams, acusado ayer del asesinato de por lo menos uno de los jóvenes muertos en Atlanta. Sus admiradores le pintan como “misterioso y fascinante”. Sus críticos, como “un fantasmón”. Y todos, como un solitario, con una personalidad en apariencia extrovertida; pero en realidad hermética. Puede ser todo eso. Y algo más.
“Hijo de un matrimonio de maestros, hoy retirados, Wayne vivió una infancia maravillosa, a caballo de unas facultades poco comunes, cultivadas por sus padres. Comenzó interesándose por la fotografía, pero pronto pasó a la radio, mostrando una pericia notable con la electrónica que le permitió, ya a los once años, tener montada una emisora, la WRAP, que pronto se hizo popular en el barrio. Instalada en el desván de su casa, transmitía música y noticias interesantes para la vecindad. Dos años más tarde, corría 1973, WRAP se convierte en WRAZ, ya con más potencia y publicidad por las tiendas inmediatas y discos dedicados”.
Carrascal describe luego cómo Wayne se rodea de unos cuantos “amiguitos”, encantados por el éxito de su emisora, la que sin embargo colapsó un tiempo después, sin que se conocieran las razones y se especula con que la empresa quizá creció demasiado para ser liderada por alguien tan joven. Sin embargo, narra que a esas alturas Wayne ya era toda una personalidad no solamente en Atlanta, sino en toda la región, por cuenta de la grandilocuencia de sus proyectos. Le contaba a todo el mundo que se había matriculado en la Universidad de Georgia, pero no se supo nunca que hubiera terminando ningún curso. También empezó a trabajar en esporádicamente en programas de radio y en proyectos por su cuenta, como la creación de un grupo musical, Gemini, que fundó con una serie de compañías rimbombantes, según su decir, sin que nadie supiera de presentación alguna. Incluso, les contaba a sus conocidos que estaba tomando cursos de vuelo en una base militar cercana y hasta que tenía su propio reactor.
Lo que sigue, aunque no se muestra en la serie, a la postre fue tomado en cuenta en el juicio en su contra, pues conocía al dedillo toda la ciudad y sus arrabales:
En sus noveles 20 “empieza a trabajar como fotógrafo y reportero por su cuenta, suministrando material a las estaciones de televisión locales. En ello le ayuda su conocimiento de la ciudad y su dominio de la electrócnica. En un automóvil equipado con todo el material preciso para enterarse de cuanto cruza por las ondas, sigue ambulancias, coches de Policía y vehículos de bomberos, obteniendo algunas buenas fotos e informes. Ello le da también acceso a las Comisarías. Otra de sus ideas, grandes como todas, pero que se queda luego en nada, fue la creación de una Unidad de Identificación de Incendios Provocados”.
Las descripciones sobre Wayne Williams, para muchos, lo ubican más como un lunático que como un asesino, pero la policía y la justicia aseguran haber ido más allá de toda duda razonable en los dos casos de asesinato por los que fue condenado.
Más allá de los temores ante la posibilidad de estar ante un nuevo error de la justicia –lo cual sería dantesco– ciertamente los crímenes de más de 25 niños y jóvenes negros quedaron como un vergonzoso episodio, no solo porque jamás fueron resueltos, sino porque fueron prácticamente sepultados en la indiferencia.