Virginia roza los treinta. Un allegado suyo fue asesinado hace pocos meses. Eran vecinos. Sus hijos aún no cumplen 11 años, pero el sonido de las balas les resulta familiar. El estruendo de disparos los ha lanzado al suelo en busca protección, incluso donde deberían sentirse seguros, en su hogar.
Como a miles de familias que habitan en las zonas más violentas de los barrios del sur de San José, los conflictos entre bandas criminales los envuelven, aunque no tengan nada que ver con ellos. Algunas noches, se juegan la vida con solo salir de casa. Para Virginia, es inevitable preguntarse si pronto llegará su turno.
Esta vecina de Tejarcillos, en Alajuelita, toma a sus hijos de las manos con fuerza y emprende a diario su rutina. La violencia merodea, pero no puede dejar de vivir. Virginia es un nombre ficticio: teme por su seguridad y la de su familia. Ahora desconfía incluso de la policía. “Algunos están con la chusma”, afirma.
Desde hace tres décadas, las disputas entre bandas criminales golpean con fuerza el sur de la capital. Hatillo, Sagrada Familia, San Sebastián, Paso Ancho, Alajuelita, Desamparados, Tirrases y Lindavista son nombres que se repiten una y otra vez en los informes policiales. Allí, en esos barrios y asentamientos, se concentra una fuerte rivalidad, que se intensifica en ciertos puntos donde surgen incesantes focos de violencia.
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El 27 de marzo, el Ministerio de Seguridad desplegó un megaoperativo en la zona. 400 agentes tomaron las calles durante la noche, mientras dos helicópteros surcaban el cielo en busca de posibles implicados en narcotráfico y sicariato. Al amanecer, diecinueve personas habían sido detenidas.
El sur se tambalea sobre una delgada línea entre estallidos de violencia y breves momentos de calma. El conflicto entre bandas radica en la venta de drogas, un negocio atroz y tremendamente lucrativo. Es un curioso paralelismo con las luchas medievales: una constante disputa por territorios y rutas comerciales para controlar los recursos y así sostener precariamente el poder.
En aquel entonces, la muerte de un líder provocaba la fragmentación de la autoridad. Los vasallos y señores locales, que dependían de su liderazgo, se veían obligados a enfrentarse entre sí para llenar el vacío de poder. Salvando las distancias, guarda similitudes con lo que sucede hoy en la capital.
“Hay una cultura expansionista, colonizadora, si se me permite el término. Cuando un grupo está débil, porque murió el liderazgo o porque está detenido, tantean, literalmente, para poder avanzar”, explicó Michael Soto, subdirector del Organismo de Investigación Judicial (OIJ). Esta riña por territorio ha cobrado cerca de 100 vidas en los últimos dos años, de acuerdo con la Policía Judicial.
Cómo se apiñaron los barrios del sur
A inicios del siglo XX, San José despuntaba como el principal centro urbano del país, con una creciente actividad comercial. En las décadas siguientes, especialmente en los años 20, la ciudad comenzó a extenderse hacia la periferia ante la necesidad de vivienda. Estas expansione se dieron en contextos marcados por la pobreza, lo que dio origen a múltiples barriadas donde sus habitantes, pese a las carencias, encontraron un hogar.
Hatillo, por ejemplo, comenzó a poblarse desde finales del siglo XIX, pero fue hasta 1956 cuando el Instituto Nacional de Vivienda y Urbanismo (INVU) inició su urbanización como parte de un proyecto de ciudad satélite. La crisis económica de los años 80 aceleró el crecimiento de los barrios del sur. A partir de 1986, el Estado impulsó políticas habitacionales más agresivas para enfrentar la crisis de vivienda en la capital, en ese año se creó el Banco Hipotecario de la Vivienda (Banhvi).
Corría 2004 cuando La Nación publicó que en cantones como Alajuelita, los políticos impulsaron una construcción masiva de viviendas para cumplir promesas de campaña. A pesar de las más de 6.000 casas edificadas en las dos décadas anteriores, surgieron miles de ranchos improvisados por precaristas que seguían esperando una solución. “Nos convirtieron en un cantón urbano-marginal”, denunció entonces el alcalde Víctor Hugo Chavarría. Una situación similar se vivió en Desamparados, donde la urbanización avanzó, pero sin superar del todo la marginalización social y sin la infraestructura adecuada para recibir a miles de pobladores nuevos.
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Sería arriesgado atribuirle al desorden de vivienda la inseguridad que hoy se experimenta en algunos de estos barrios. Sin embargo, en ciertos sectores donde las carencias han sido constantes, se gestaron las condiciones para que los grupos criminales echaran sus raíces. Escasean espacios de convivencia y esparcimiento, la infraestructura es limitada o se deteriora pronto, y florecen cuarterías y asentamientos informales en los bordes de los barrios más ordenados.
“Es una zona con una problemática social importante que ha generado a lo largo del tiempo la constitución de grupos criminales en diferentes barriadas, en diferentes distritos o cantones”, dice Michael Soto, subdirector de la Policía Judicial.
Desde hace varios años, Los Myrie —cuyo líder permanece tras las rejas desde 2017— dirigen operaciones criminales en Hatillo, Alajuelita, Desamparados, San Sebastián, Cristo Rey, Barrio Cuba y Sagrada Familia. A la vez, sostienen pugna con Los Lara, una banda más longeva que domina parte de Hatillo, Sagrada Familia, 15 de Setiembre y sectores de Alajuelita.
En la región también resuena el nombre de alias Churro, cabecilla con predominio en Tirrases y varias zonas de Desamparados, donde además operan figuras como “Lilo” y “Quitín”.
Otro nombre que gana terreno es el de Los Gemelos, quienes controlan la parte alta de Desamparados —San Rafael Arriba, San Rafael Abajo, San Juan de Dios— y algunos sectores de Aserrí. Su cabecilla fue asesinado el pasado 9 de abril, de dos balazos en la cabeza, cuando regresaba a su casa en barrio Concepción, Aserrí. El homicidio encendió las alertas y la Policía Judicial no descarta que este hecho incline la balanza hacia un estallido de violencia.
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Mientras las bandas se enfrascan en violentas luchas, los vecinos siguen pagando las consecuencias. En sectores conflictivos de Alajuelita, como Tejarcillos, las organizaciones criminales han prohibido a las personas transitar con gorra por las calles de sus barrios: deben ser fácilmente identificables para no ser confundidos con “contras”.
Cómo se vive la situación en los barrios
Después de las 8 p. m., los conductores deben hacer cambio de luces para entrar al barrio; es una señal silenciosa que podría salvar una vida. Indica que sos parte de la comunidad. Hace un par de años, cuenta Virginia, las pulperías en Tejarcillos ofrecían sus servicios hasta las 11 de la noche. Ahora, dice, a las 9 p. m., apenas transitan unas pocas almas.
A escasos kilómetros de ahí, visitamos la Asociación de Desarrollo Integral de la urbanización García Monge, un barrio de poco más de 1.000 viviendas, una especie de oasis junto a Tejarcillos.

Jenny Castro preside la organización donde, desde 2007, trabaja a diario para resguardar la comunidad de situaciones crudas, como balaceras y homicidios, de los cuales, hasta ahora, se han librado. Ama lo que hace, pero su labor, lamenta, es desgastante y abrumadora. La comunidad enfrenta problemas con la venta y consumo de drogas, usualmente provocados por grupos externos que llegan con la intención de asentarse. Ella es quien debe mediar.
“El año antepasado llegaron a amenazarme mi casa, me tiraron piedras en la casa... Uno sigue viviendo”, dice.
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La Policía Municipal de Alajuelita, un cantón de aproximadamente 98.000 habitantes, cuenta con solo 14 oficiales de Policía Municipal. Por la tarde, saliendo del barrio, tomamos un carro en una plataforma de transporte mientras al lado pasaban tres motocicletas de Fuerza Pública.
“¿Qué andan buscando diferente hoy (las patrullas)? Aquí la policía no hace nada, le tienen miedo a la gente“, comentó la conductora del auto.
En la Asociación, dice Jenny, trabajan “con las uñas”. El año pasado, 54 personas se graduaron del programa de arte que imparte la organización, cuyas aulas tardaron diez años en planearse y construirse. La Municipalidad, dice Castro, no apoya sus iniciativas. Ofrecen clases de cómputo, talleres para mujeres y familias, encuentros vecinales y parques para disfrute sano de la juventud local.
Así, hasta ahora, han impedido que se complique el barrio.
En San Rafael Abajo, Desamparados, donde la presencia policial es limitada, la Asociación de Desarrollo Integral se esfuerza por mantener la seguridad y el bienestar del barrio. Jaqueline Salazar lidera esta agrupación que, junto a otros residentes, trabaja para proteger los espacios públicos, como los parques, y evitar que caigan en manos de grupos delictivos.
Hace más de cinco años existía ahí una delegación de la Fuerza Pública, pero cerró sin ofrecer a los vecinos ninguna alternativa. Ahora están a la deriva. Jaqueline afirma que desde inicios de 2024, la zona ha experimentado un aumento en los asaltos, cada vez más violentos, en los que incluso ha muerto gente, y cuyas víctimas han sido desde estudiantes de colegio hasta adultos mayores, aunque nadie está exento.
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Apenas 21 oficiales del ayuntamiento protegen las 223.226 personas que habitan Desamparados, el tercer cantón más poblado del país, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC).
“Estamos expuestos”, dice Jaqueline. “El tema de la droga siempre ha existido, la violencia es lo que ha incrementado. Antes los veía uno consumiendo en la esquina; ahora uno los ve consumiendo armados”.
“En el momento en que nosotros permitimos que nos gobiernen (los delincuentes), vamos a tener que vivir metidos dentro de la casa, a puerta cerrada, y ellos afuera haciendo lo que quieran. Si no, mejor vámonos de aquí, y no sé para dónde”
— Jaqueline Salazar
Juventud entre dos mundos
Era sábado 1.º de febrero. Gladys Alvarado, vecina de barrio Cuba, despertó como cualquier otro día. Se alistó y salió rumbo a su trabajo. Esa noche, al regresar, se dirigió a la casa de su cuñada, también en el mismo barrio, donde habían organizado una actividad para compartir entre familiares y allegados. Eran las 7:30 p. m.
Asistió con sus dos hijas, porque “siempre estaban con ella”.
Una de ellas quería grabar un TikTok con sus amigos, pero la música dentro de la casa estaba demasiado alta, así que, junto a algunos de ellos, decidió salir. Eran ya las 2 a. m. del domingo; solo se alejaron 25 metros de la casa.
Mientras transmitían en vivo, al menos dos hombres a bordo de un vehículo liviano, color negro, llegaron al sitio. Uno de ellos descendió del carro y disparó contra el grupo antes de huir.“¡Le dieron a Sharlin y a Carlitos!”, fueron los gritos de un vecino que salió segundos después de escuchar el estruendo de los disparos.
La joven de 17 años perdió la vida esa noche junto a uno de sus allegados, otro adolescente de la misma edad. Ninguno de ellos, aseguran las autoridades, estaba relacionado con bandas criminales. Los vecinos los vieron crecer y partir.
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“(La violencia) a mí no me cambió la vida: a mí me destruyó la vida”, lamentó la madre, quien creció en ese barrio y asegura que un hecho como este no tiene precedentes.
Ahora, en medio del duelo, apenas sale de su casa, por temor. Su otra hija se limita a estudiar, pero ya no camina por la calle, solo se moviliza en carro. Los vecinos siguen conmocionados. Una de ellas, cuenta Gladys, decidió cerrar su negocio por miedo a un nuevo ataque. Prefiere trabajar desde su casa, donde se siente más segura.
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Los menores de edad no solo están muriendo producto de las balas y enfrentamientos; también, en muchos casos, son ellos mismos quienes fueron consumidos por las estructuras criminales y cargan ya, a corta edad, con un historial delictivo.
La sangre están poniéndola los jóvenes entre los 16 y 30 años, que son los componentes más básicos del grupo
— Michael Soto, subdirector de la Policía Judicial.
Según relata, esta tendencia no ha hecho más que intensificarse en la última década. Agentes judiciales han encontrado menores de apenas 14 años involucrados en crímenes violentos, algunos incluso asumiendo roles de liderazgo dentro de las propias organizaciones criminales.
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David Hidalgo, director de la Policía Municipal de Desamparados, no duda en confirmar esta nefasta tendencia. Insiste en que no se puede ignorar la cruda realidad social que atraviesa el país. Una nación que, advierte, parece haberse resignado en temas clave como la educación, y que deja a la deriva programas sociales, culturales y deportivos.
Hay jóvenes que nos han dicho que ellos saben que su vida va a ser muy corta. Nos dicen: ‘Mi vida probablemente no va a durar muchos años, me van a matar, no voy a llegar a una etapa adulta. Prefiero vivir esos años con gustos, con lujos, que vivir más años y no tener nada’
— David Hidalgo, director de la Policía Municipal de Desamparados
Sin embargo, más allá de caprichos y del deseo de encajar, Paula Salazar, quien trabaja en la Pastoral Social de Alajuelita, insiste en que, muchas veces, se trata de una profunda necesidad, y que las mejores intenciones de sacar adelante a la familia terminan siendo, finalmente, traicioneras.
“Yo sé lo que es que una señora llore amargamente con uno porque o come ella, o comen sus cinco hijos. (...), Son familias donde los muchachos no pueden terminar la escuela o el colegio porque tienen que ir a trabajar, lo que ocupan son recursos financieros. Son menores de 10 años, en muchos casos, que tienen que ver por su familia”, externó.
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Pese a la ola de violencia que atraviesa el país y socava el sur de San José, la escasez de recursos económicos es el denominador común entre las instituciones encargadas de velar por la seguridad. Ante esta limitación, la estrategia ha sido acercarse a las comunidades y convertir a los vecinos en aliados, en ojos y voces de las autoridades. En los sitios con fuerte cohesión vecinal, el crimen no encuentra asidero, al menos no fácilmente.
Alajuelita, según explica su alcaldesa Rosario Siles, ha adoptado esta táctica comunitaria y ha formado alianzas con el Ministerio de Seguridad Pública y con policías municipales de cantones vecinos para atender las necesidades del territorio. En mayo, está previsto el inicio de la construcción de una nueva delegación policial en San Felipe.
Aun así, Siles reconoce que los programas sociales no son suficientes. Para ella, es necesario reforzar los que ya existen y crear nuevos en un futuro cercano.
“El pronóstico (en los sitios donde ya penetraron las bandas) no es nada alentador”, lamenta David Hidalgo, jefe de la Policía Municipal de Desamparados. Para esta unidad policial es imposible cubrir todo el cantón con los recursos actuales y en un horario de 12 horas, en el que la mitad del día la población está descubierta y depende de los que pueda hacer Fuerza Pública.
Más complejo aún, asegura, es hacer frente a las peligrosas estructuras criminales que operan en la zona. Esta tarea, sostiene, debe ser asumida por el gobierno central.
“Son lugares que están tomado ya por la delincuencia y el crimen organizado, están a la libre y va a seguir aumentando”, admite el oficial.
Desde la Policía se impulsan programas dirigidos a jóvenes, pero Hidalgo sostiene que la participación es baja y los resultados no han sido los esperados.
Desde 2018, el presupuesto destinado a seguridad se ha mantenido estancado. Los regidores del cantón confirmaron a Revista Dominical que están en la búsqueda de alternativas de financiamiento para fortalecer el sistema de cámaras de vigilancia y contratar más oficiales para la policía. Sin embargo, estos proyectos aún se encuentran bajo análisis, a la espera de determinar su viabilidad legal.
Mientras las autoridades buscan la fórmula ganadora para vencer y desarticular las organizaciones criminales, los vecinos —especialmente en zonas de alta vulnerabilidad— viven un constante martirio. Miles de familias, como en el caso de Virginia, temen morir a causa del conflicto entre bandas, aunque no tengan relación alguna con él.