Al terminar esta historia, usted no sabrá si Nelson Alvarado Montoya está vivo o está muerto. No sabrá si debe decir que el pasado 30 de enero él cumplió o habría cumplido 24 años, porque esta historia no desemboca en Nelson, el voluntario que desapareció en Chirripó el 6 de enero del 2011. Este es un recorrido por todos los caminos que no llevaron a él.
De hecho, es poco apropiado hablar de caminos cuando el acceso asfaltado al macizo Chirripó se desmorona a casi 20 kilómetros del punto más alto de Costa Rica. En San Gerardo de Rivas, un pueblo arropado en la base del cerro, continúa la calzada hasta perderse en el monte y un rótulo negro, de madera con letras amarillas, señala el inicio del ascenso. A partir de ahí no son caminos: son trillos.
Nelson subió al Chirripó dos días antes de que la montaña se lo tragara. Salió del pueblo desde la madrugada y con zancadas cortas recorrió los 14,5 kilómetros en alrededor de seis horas.
Andrés Cambronero, su compañero del Programa de Voluntariado de la Universidad de Costa Rica (UCR), lo hizo en cinco horas, apurado porque sus pies lo estaban matando. Para el mediodía del 4 de enero, estaban los dos jóvenes en el refugio Base Crestones, a 3.400 metros sobre el nivel del mar.
Esa tarde aprovecharon para bañarse y vaciar sus mochilas en los cuartitos que el Parque les asignó. Luego empezó el trabajo.
Una fotografía muestra a Nelson en la recepción del albergue, sentado frente a un monitor y con un jugo de naranja al lado. Viste un suéter de lana, verde con anaranjado, y mira entre risas cómo un guardaparques dialoga con otros dos hombres.
La foto puede ser del 4 de enero en la tarde, o tal vez del día siguiente, nadie recuerda con precisión. Pero no pudo haber sido tomada después, porque el 6 de enero por la madrugada, un par de horas antes de que saliera el sol, Nelson salió con su compañero Andrés del refugio Base Crestones. Iban a ver el amanecer al Chirripó.
‘Ring’, ‘ring’
¿Cuántas llamadas deben hacerse para explicar que se perdió un hijo? ¿Cuántos teléfonos necesitan sonar para anunciar que no regresó un mejenguero, un guitarrista, un estudiante de agronomía?
Al día siguiente, Guillermo Alvarado contestó el teléfono en San Antonio de Escazú y encontró la voz de Carlos Villalobos, entonces vicerrector de Vida Estudiantil de la Universidad de Costa Rica, para decirle que su hijo se había extraviado en Chirripó.
El hombre quedó mudo y otro de sus hijos le preguntó por la llamada. Guillermo solo contestó: “Ay, Wálter, Chichi se perdió”.
La mamá de Nelson no contestó las primeras llamadas, pues a principios del 2011 trabajaba en una cerrajería y guardaba el celular durante el día.
En su pantalla se apilaron llamadas perdidas y, finalmente, un mensaje de su hijo: “Nelson se perdió”. Fue hasta las 5, cuando salió del negocio, que lo vio, y al cabo de un par de días, estaban todos en San Gerardo.
Los buscadores de Nelson iniciaron su peregrinaje hacia Chirripó desde todos los puntos del país. Los teléfonos sonaron en Siquirres y en Guanacaste, en Ciudad Neily y en San José.
Saltaron una y otra vez por todas las casas de San Gerardo para hacer conteo de cabezas y voluntarios. Pero uno llegó por suerte: Dondi.
A sus 53 años, Gilbert Dondi es un veterano del rescatismo costarricense que una vez sacó a un ministro de Corcovado y otra tarde encontró, atónito, un helicóptero cargado con 347 kilos de cocaína.
Dos días después de que Nelson saliera de Base Crestones, Dondi llegó a San Gerardo para llevarse unos kayaks a Quepos, donde realizaba otra búsqueda. Los guardaparques le dijeron que lo necesitaban arriba, donde estaba el director del Par-que, Bernal Valverde, y subió como un vendaval.
Cuando llegó, tras caminar toda la noche y sin una hora de sueño, preguntó: “¿Cómo se perdió?”. Durante los próximos días la historia rodó tantas veces entre los buscadores, que fue como si todos hubieran estado ahí.
Hora cero
Estamos sentados con Nelson al borde de la cama mientras él se calza las botas de montaña. Las cobijas están impecablemente tendidas y la oscuridad se pasea a sus anchas por la habitación. Son las 4:00 a. m., pero como él quiere ver el amanecer en el cerro, se pone el gorro peruano y salimos del cuarto con Andrés.
El desayuno es frugal: pan y café. Uno de ellos dice: “Mae, llevemos algo de lo que sobre”, entonces empacan cuatro pedazos de pan, no mucho. Este dato resultará vital saberlo después. Se ajustan los focos a la frente y salimos.
Afuera de Base Crestones, el macizo espera. Caminar hacia Chirripó por la madrugada es –en realidad– huir del sol que, si avanzamos despacio, nos humillará por la espalda.
Entonces es un lujo detenerse a pensar que hoy es Día de Reyes (ah, pero Nelson sabe), que este parque tiene 50.150 hectáreas o que la temperatura travesea con los 0°.
Andrés se adelanta con sus zancadas largas. Nelson tiene piernas maradónicas que se aburrieron de driblar defensas en la juvenil del Herediano, pero no avanza tan veloz en montaña. En algunas curvas, ellos no se ven por unos segundos; sin embargo, solo hay un camino y el macizo está despejado de niebla.
No, aquí no es donde Nelson se pierde.
Subimos todos juntos el último trecho y a las 5:54 a.m., cuando el sol emerge solo como un barrendero, Nelson y Andrés están a 3.820 metros sobre el nivel del mar. Desde ahí, más alto que ningún otro ser humano entre Nicaragua y Panamá, ven el amanecer. Resulta que cuando esto pasa, nadie puede realmente describir qué es lo que ve.
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Aquí nos separamos porque no logran acordar una ruta a seguir. Andrés regresa en dirección al Valle de los Conejos para ir a Ditkevi, y Nelson desciende con alegría caprina hacia el Valle de las Morrenas por la ladera noreste del cerro, fuera del sendero oficial.
Horas más tarde, se darían cuenta (o tal vez Nelson no llegó a notarlo) que los trozos de pan quedaron con Andrés, quien tras merodear los cerros cercanos y comer con una austeridad muy pía, regresa a Crestones mareado por el hambre. Es pasada la tarde y Nelson, quien no comió nada, ya debería estar de vuelta, ¿verdad?
No. La primera partida que salió a buscarlo el 7 de enero encontró algo menos que un trillo, apenas el indicio de que un cuerpo pasó de Chirripó a las Morrenas por una zona prohibida a los visitantes, y una o dos huellas al borde de la laguna.
Vivir en la montaña
Nelson se perdió un jueves. El viernes empezó la búsqueda, y el lunes, la montaña era otra.
En el pueblo, la Cruz Roja había tomado la oficina administrativa de los guardaparques con portátiles y radios de largo alcance y ahí llegaba la familia, cada tarde, a las 4:30 p. m., a recibir un reporte de la búsqueda.
Los Alvarado Montoya se hospedaron en el hotel Urán, un hotel a 50 metros del inicio del sendero desde donde Elizabeth Montoya presenció el desfile.
Las cuentas oficiales suman 29 miembros de la Asociación de Guías, Arrieros y Porteadores, 12 baquianos de los alrededores, siete cruzrojistas –dos de ellos buzos–, diez funcionarios de Parques Nacionales, cuatro miembros del Club de Montañismo de la UCR, tres miembros de la Fuerza Pública y dos “civiles”.
Al menos 67 personas subieron al refugio Base Crestones para entregarse a la búsqueda de Nelson, sin contar los que esperaban en San Gerardo.
La vida arriba era, cuanto menos, marcial. Base Crestones despertaba a las 4:00 a. m. con los valientes que se enjuagaban bajo el chorro helado antes de arrancar el día y una hora más tarde sonaba un grito: “¡Desayuno!”. A las 5:30 a. m. en punto, estaba servida la comida más fuerte de la jornada: pinto , maduros y huevos, con café, aguadulce o chocolate.
Almuerzo a las 2:00 p.m., café caliente a mitad de tarde, cena a las 6:30 p.m. y media hora después, una asamblea general.
Pero por la mañana, pasadas las 6, estaban afuera del refugio y ordenados por cuadrillas.
Dondi se había abalanzado sobre mapas enormes la noche anterior y ahora solo decía: “Ustedes a tal punto, ustedes a aquel”. Salían y llegaban con las mismas manos vacías e historias diferentes cada jornada.
Pero todos tenían en mente solo una cosa. Por eso la cuadrilla en la que estaba Juan Carlos Catalán no pudo contener el grito de “¡Lo encontramos!” cuando vieron, el viernes 15 de enero, un bulto en posición fetal en valle de la Morrenas.
En el monte
“De las 13 veces que he subido Chirripó, nunca he visto tanta agua como esa vez y nunca he sentido tanto frío. Las condiciones estuvieron realmente espantosas, porque el viento y la lluvia bajaban la sensación térmica. Una mañana, dieron la orden de sacar las cuadrillas del campo a las 10 a. m. porque nadie podía avanzar, todos decían ‘qué frío, qué frío’”, cuenta Jorge Bolaños, coordinador Club de Montañismo de la UCR.
“Chirripó tiene muchas cosas y para los indígenas es como un templo. Si usted grita o hace algo indebido, como salirse del sendero, el clima se oscurece. En el momento en que él deja el camino, hace algo malo. Lo raro es que no deje ningún indicio. Ni la cámara, ni el abrigo, nada”, añade Francisco Chacón, baquiano.
“Hubo un día que fuimos a las Morrenas y, como empezó a llover bastante fuerte, decidimos devolvernos. Fue uno de los días en que la he visto más fea, porque el sendero era un caño de agua en que había que agarrarse hasta del pasto y, en un momento, tenía tanto frío que no podía tocar nada. Cuando llegamos arriba, todo el equipo empezó a correr a ver si nos calentábamos”, añade Andrés Cambronero, voluntario.
“Estando afuera, uno de los muchachos me dijo que mis uñas estaban sangrando. Me volví a verlas y me di cuenta que sí, por el frío las tenía rojas y con algo de sangre. Cuando le iba a responder, casi no pude mover la boca: fue cuando noté que no podía hablar”, recuerda Juan Carlos Catalán, de montañismo de la UCR.
“Cuando regresaban había que darles mucho chocolate caliente, aguadulce o café. Había que rehabilitarlos porque el frío era demasiado. Muchos tenían heridas por el tipo de vegetación, que es muy espinosa. Eran leves, pero molestas. También afectaciones respiratorias por el cambio de clima”, detalla Rommel Castillo, técnico en emergencias.
Último empujón
La asamblea general del viernes por la noche fue la última que estuvo completa.
Ahí estaban los arrieros que donaron las cargas –usualmente pagadas a ¢14.000 cada una–, que son su único sustento; los profesionales que volverían el lunes a la oficina tras una semana sin salario; los voluntarios que dejaron solas a sus familias.
Dondi y Bernal Valverde, director del Parque, dijeron: “Muchachos, ya no hay dónde buscar”, y para algunos, la amargura se condensó en un llanto rabioso e impotente. Habían agotado todos los caminos y ninguno llevaba a Nelson.
El jueves, Rommel Castillo había ensamblado una enfermería en la laguna de las Morrenas y cuando llegaron Alberto Jara y Alfredo Jiménez, buzos de la Cruz Roja, el paramédico estaba tan listo como iba a estarlo con el equipo que habían logrado subir a 3.500 metros de altura.
Los mapas en Base Crestones estaban totalmente coloreados por los caminos recorridos y la última opción, por la que rezaba la familia y los buscadores por las noches, eran las lagunas.
Una mañana entera estuvieron los buzos nadando la fina línea entre encontrar a Nelson y morir de hipotermia. Cinco-minutos-adentro, donde la oscuridad los devoraba, cinco-minutos-afuera, donde Rommel estuvo cerca de calentar el suero con las cocinas de gas y alistar el equipo de intubación.
Tras horas bajo el agua, lo único que salió de los lagos San Juan y Morrenas fueron los mismos dos hombres tiritando.
La mañana siguiente, Dondi apostó todo a las Morrenas porque el último rastro conocido de Nelson terminaba al borde de una de las lagunas. Si no está ahogado, razonaba, no pudo haber ido muy lejos sin comida ni abrigo. Cada equipo fue asignado a una zona cercana al valle para barrerla con terquedad quirúrgica.
Ahí fue cuando, a mitad del día, Juan Carlos Catalán rompió la siesta de los radiotransmisores con el grito de “¡Lo encontramos, lo encontramos!”. A lo lejos, su cuadrilla había divisado un nudo de tela enroscado en el suelo, una masa que parecía un poncho sobre un cuerpo.
Desde el día uno, la instrucción había sido permitir que la Fuerza Pública revisara de primero a cualquier cuerpo que encontraran. ¿Quién puede guardar la compostura tras días de caminar empapado, con los pies adoloridos, y finalmente encontrarlo?
Mas los demás miraron al policía asignado al grupo caminar hacia el bulto mientras las otras cuadrillas timoneaban en carrera hacia ellos.
Pero, como dijeron todos al final de ese día, no era Nelson, sino el prólogo de otro misterio: un abrigo de montaña, un gorro y un bulto con varias latas de alimentos con marcas de mordidas de coyotes. Ninguna bufanda roja, ningún gorro peruano.
A través de huecos en la desgastada tela del bulto y del abrigo, crecía una fauna diminuta que estiraba hojas y raíces.
Quien sea que hubiera sido el dueño de esto, lo abandonó hace años.
Últimos caminos
El goteo de regreso hacia el pueblo fue vertiginoso, mitad porque el descenso desde Chirripó siempre es más rápido y mitad porque un cuerpo desinflado casi no pesa. El sábado bajaron los que debían trabajar el lunes, para dormir en el Urán y salir el domingo, algunos de los baquianos y Andrés, quien por primera vez pudo relatar su historia a la familia.
El lunes fue la conferencia de prensa en que la UCR, la Cruz Roja y el Sistema Nacional de Parques anunciaron que la búsqueda no continuaba. San Gerardo, hasta ahora pueblo-hotel, volvió a ser pueblo-de-paso y Erick Villarevia, administrador de la Asociación de Arrieros, se quedó perplejo: “Tan extraño como empezó, así terminó”.
A finales de enero, la vida siguió en el macizo y el 25 de enero del 2011 dos estudiantes de voluntariado de la UCR iniciaban el ascenso hacia el Chirripó. Las autoridades universitarias no gastaron presupuesto en rosarios o dispositivos de ubicación satelital y se conformaron con pedirles precaución. A la fecha, Nelson es el único voluntario del programa que se ha extraviado en 15 años.
¿Qué pasó con Nelson? Dos años después, nadie sabe. Ni Dondi, ni los baquianos, ni los guardaparques, ni los montañistas de la UCR, ni sus familiares. El folclor criollo ha adornado la historia con universos paralelos según los cuales él descansa en Panamá o fue raptado por marcianos, pero los buscadores sostienen dos hipótesis: se ahogó en una laguna o terminó en un barranco.
Aun así, de las docenas de personas que vivieron esos diez días de montaña, muchos lo han vuelto a ver. La última tal vez fue Elizabeth Montoya, una noche en que Nelson llegó al comedor familiar y le preguntó: “Mami, ¿me puedo quedar un rato?” y ella replicó: ‘Claro, sí, sí’.
A la mañana siguiente, ella despertó.