Nicoya, Guanacaste. Hace muchos años que Johnny García no escucha el temblor de sus piernas. La primera vez fue hace poco más de veinte años, cuando un incendio josefino lo impactó en lo que sería su debut y peor experiencia como bombero.
“Yo ni pude reaccionar. Sentí que el fuego me iba a matar”, dice, como si esa amenaza no fuese diaria, solo que ahora sus días pasan con la tranquilidad absoluta. Incluso, en sus horas de oficio, bromea.
A Johnny, a quien todos conocen como Yuya porque “jodía mucho cuando llegó a los bomberos”, lo conocen como un tipo serio, pero con buen humor. Incluso, mientras sale de una gasolinera hacia la pista suelta otra broma. "No crea. Si anduviéramos puesta la sirena saldríamos de golpe”, dice montado en su Land Cruiser. Ataviado con su camisa azul de bombero, faldas por dentro, y pantalones y zapatos formales, se aferra al volante de su vehículo. Al corpulento jefe de batallón de la región de bomberos guanacasteca no le gusta que alguien más maneje, pues estas tierras del norte costarricense son suyas tanto a pie como sobre ruedas.
Yuya es conocido por el pueblo. Entre pasillos dicen que, cuando era bebé, en vez de chupón le dieron manguera. Entró a bomberos como voluntario en 1992 y desde el 2016 es el jefe de la zona, pero en todos estos años no le había asaltado la preocupación que hoy lo aborda.
“Yo cada cierto tiempo visito a un señor de por acá”, cuenta en voz baja Yuya mientras conduce, con el sonido de fondo de una salsa que se cuela desde la radio del carro. “Él es uno de esos señores muy sabios, que desde siempre han escuchado a la tierra… Y resulta y acontece que él me decía el otro día que sentía algo. Que lo veía en el ganado, en las nubes… Como si una sequía fuerte se acercara; como si algo grande se acercara”, dice con tono de premonición.
El cuerpo de bomberos guanacasteco ha estado en máxima operación las pasadas semanas, pues las cifras de incendios han llegado a números inéditos. De hecho, la cantidad de incendios forestales ocurridos en los cuatro meses del año ya ha superado la cantidad de áreas silvestres consumidas en todo el año anterior.
Como si fuera poco, son las vísperas de la Semana Santa, temporada alta en llamas en esta provincia. Yuya asegura que la mayoría de estos desastres son provocados por descuidos por parte de los vecinos, quienes subestiman el poder del fuego y el viento.
“Las últimas semanas han sido muy difíciles. Resulta y acontece que estos días estamos al máximo. El nivel de exigencia es mucho y en casos debemos reforzarnos entre las distintas estaciones que tenemos. Lo bueno es que estamos preparados para combatir, aunque nuestra idea es siempre prevenir”, confiesa Yuya.
La ruta que traza el jefe de batallón es hasta la estación de bomberos de Huacas, poblado ubicado a poco más de una hora desde la estación central de Nicoya. Allí develará el nuevo dron que se le ha entregado a la región de bomberos.
La estación de Huacas se reduce a la plataforma de salida de camiones de emergencia, y un gran salón del cual se desprende el comedor y dormitorios. En medio de este salón blanco Gabriel Barrantes, un corpulento bombero, desarma la caja en la que viene el dron.
Gabriel es un hombre de confianza de Yuya, razón por la que fue asignado para dar una inducción a los bomberos locales sobre el uso del dispositivo.
“Bueno, buenos días”, dice Gabriel tratando de crear una atmósfera seria. “Este es el dron que nos han facilitado para nuestras misiones. Como pueden ver…”.
Gabriel no lleva más de un minuto de haber comenzado a explicar cuando se asoman en la puerta dos hombres y dos mujeres, que delatan ser foráneos.
“Hola, hola, pura vida”, dicen en un enlodado español que termina de comprobar que no son costarricenses. Después de saludar, comienzan a hablar en inglés.
“Nosotros somos bomberos de Toronto. Pasamos por acá y queríamos conocer la estación”, dicen con tono inocente.
Gabriel les contesta en inglés que justamente están preparando una charla sobre el nuevo dron, así que el jefe de estación puede acompañarlos a conocer los camiones mientras el resto continúa en la reunión.
Antes de salir del salón, una canadiense pregunta que si el dron lanza agua desde el aire, lo cual provoca risas en los presentes.
“No, no”, responde Gabriel con tono divertido. “Es para coordinar, supervisar y cargar algunos objetos en operativos”, le explica. Agradecidos, los canadienses abandonan el lugar y Gabriel continúa la charla.
“Bueno, como ya escucharon, la idea también es poder cargar cosas en el dron. Tiene un máximo soporte de nueve kilogramos, así que, ¿qué cosas podríamos llevar?”, pregunta.
Tras unos segundos de silencio, uno de los bomberos locales se atreve a contestar.
“¿Baterías?”.
“Sí”, le dice Gabriel. “Baterías, medicinas, radios… Si hay gente atrapada, como nos pasó con la pasada tormenta, podría ser muy útil. Igual, lo principal es tener un par de ojos más para que al bombero nunca le pase nada”.
Tras explicarles los tiempos de duración de carga, el protocolo operativo y otros reglamentos, los bomberos celebran su reunión sacando un queque guardado en la refrigeradora. Entre los presentes de la inducción, vacila Pedro Cantillo, bombero que la semana pasada estuvo en los titulares de los medios de comunicación por haber rescatado una cría de venado cola blanca en playa Potrero de Santa Cruz.
“Era una quema de charral bastante grande, la verdad”, cuenta el bombero Cantillo, de 23 años. “Yo ni idea tenía que podía haber un animalito. Yo me separé de mi compañero para inspeccionar y ahí vi un cuerpito totalmente atontado, seguro por el monóxido (de carbono)... Salí en carreras y él se dejó alzar de lo aturdido que estaba”.
Cantillo, quien es alto y fornido, no deja pasar la oportunidad de decir que para situaciones así fue por lo que se convirtió en bombero. “Yo estrené la cédula haciéndome voluntario. Siempre supe que quise esto”.
En medio de la comida de queque, el resto de compañeros lo bromean diciendo que el venadito ahora se llama Coquito, pues todos conocen a Cantillo como Coco.
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Más allá de la estación
Después de la inducción del dron, es hora de visitar al susodicho Coquito. Yuya encabeza el camino hasta Monkey Park, el refugio de vida silvestre que alberga al venadito, no sin antes parar a almorzar en un restaurante ubicado en playa Brasilito.
Allí, al pedir la cuenta, la mesera hace un gesto de preocupación.
“Es que… Los de la mesa de allá les pagaron la cuenta”, dice la mesera como si hubiese algo de malo en la noticia.
Acto seguido, de una mesa ubicada al otro hemisferio del restaurante, unos residentes levantan sus botellas de cerveza para saludar a Yuya y el resto de bomberos uniformados.
Yuya, de inmediato, se levanta para agradecerles. Otro mesero se acerca a la mesa para cruzar unas palabras con Gabriel.
“Y qué, ha estado fuerte la cosa, ¿no?”, le pregunta a Gabriel, quien le responde afirmativamente.
“Ojalá ya vengan las lluvias”, retoma el mesero. “Ojalá ya pueda parar esto. Este calor no me da buena espina”, dice.
Yuya regresa a la mesa y con la mirada hace seña de que es hora de continuar el camino.
“No me sorprende que pase esto”, dice Yuya antes de subirse a la Land Cruiser, refiriéndose al pago de la comida. “La gente lo ve a uno como alguien muy cercano y hacen estos gestos… Uno agradece mucho”.
Yuya se sube, enciende el auto y continúa el camino. En la radio de bomberos suenan avisos sobre emergencias de enjambres de abejas y una culebra. El jefe de batallón deja su mirada puesta sobre el asfalto sin dejar de prestar atención a las alertas.
“Recuerdo cuando un señor nos dijo en una emergencia que después de la Virgen de Los Ángeles estábamos nosotros. Eso conmueve mucho”, dice Yuya nuevamente con voz queda. “Hay otras personas que la agarran en contra de uno, que se quejan y dicen que no actuamos. Nunca faltan... Por ejemplo, nosotros tenemos la norma de no actuar de noche porque debemos cuidar a nuestros bomberos. Nosotros no queremos que se quemen mil hectáreas, pero menos queremos que se muera uno de nuestros muchachos. La gente también tiene que entender eso”.
A veinte minutos del restaurante se asoma el refugio Monkey Park, en un pueblito llamado Portegolpe. El albergue es una gran instalación de la cual brotan algodones desde su entrada como si fuera nieve.
“¿Se ve hermoso, ¿no creen?”, dice Vanessa Jarrín, una de las tres gestoras de este refugio. “Bienvenidos”, exclama, con ojeras marcadas en sus ojos.
“¿Muy cansada?”, le pregunta Yuya. “Sí, mi amor. No tienen idea. Estos días han sido de locos”.
Monkey Park es un refugio independiente que se sostiene por el voluntariado de sus tres gestoras, y el apoyo repentino de vecinos guanacastecos. Allí suelen llegar los animales lesionados y las criaturas silvestres que han sido decomisadas por domesticación.
Hoy, por ejemplo, un periquito y un zanate que no pueden volar fueron depositados en el albergue en la mañana. También, un búho ciego, una lapa que no puede volar, monos lesionados y ardillas fracturadas completan la fotografía de un centro de asistencia que sobrevive tallado por el altruismo.
“Y con el venadito creo que va bastante bien. Yo espero que ya en un mes pueda estar al cien por ciento para poder liberarlo”, analiza Vanessa. “Ellos son solo de liberarlos donde lo encontraron y el venadito va a buscar a su familia. Está fuerte y corre; cuando llegó no podía moverse”.
La cría de venado –Coquito– se escabulle en un espacioso contenedor cargado de matas, donde intenta camuflarse ante la llegada de desconocidos. Con su cuerpo manchado, procura pasar inadvertido sin mucho éxito.
“Esperamos pronto poder liberarlo. Tenemos mucha fe en él porque, como con el resto de animales, los cuidamos por puro amor. Este refugio se sostiene solo por nosotros y es muy difícil, pero nuestra idea es no abandonar a estos animales que necesitan un refugio en una zona como esta”, agrega Vanessa.
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Las labores llaman
Una vez acabada la visita al Monkey Park, es momento de regresar a la estación de bomberos ubicada en el centro de Nicoya, instalación que lleva 58 años de fundada.
Esta estación es significativamente más espaciosa que la de Huacas. Además de su plataforma para salida de emergencias, cuenta con un edificio de dos pisos. Abajo, se ubican unas oficinas administrativas, la sala común donde los bomberos realizan sus comidas y un pequeño patio detrás de los grandes camiones de emergencia, donde se encuentran unas barras para levantar pesas y un par de caminadoras.
En la plataforma de emergencias se encuentran dos tanqueros, que son los camiones más grandes que disponen de más de mil galones de agua para combatir el fuego. Lastimosamente, uno se encuentra fuera de servicio porque justamente el día anterior presentó un problema hidraúlico.
Al lado de los tanqueros, se encuentran un par de camionetas llamadas A.R., cuyas siglas responden a ‘ataque rápido’. Son vehículos con una carga inferior a los mil galones que se utilizan para apagar pequeñas quemas.
En la segunda planta de la instalación se encuentra el clásico tubo para deslizarse en emergencias hasta la parte baja. También hay un gran salón donde se realizan reuniones y capacitaciones. Anexo a este salón se encuentran los dormitorios, divididos entre sí por una pequeña puerta que separa las camas de los bomberos permanentes de los provisionales, como los voluntarios.
En estos dormitorios, suena infinitamente la voz de la central de bomberos, que alerta sobre incidentes en la zona. Este interlocutor, que avisa sobre quemas, enjambres de abejas, personas prensadas en accidentes de tránsito y otros eventos, no dejará de sonar en toda la noche.
Cuando se aproxima la hora de dormir, ya el oído se acostumbró a la voz del interlocutor y conciliar sueño no significa un reto mayor. La cama del dormitorio de bomberos provisionales no es en absoluta incómoda y permite dormirse rápido (el aire acondicionado de esta habitación también ayuda para eludir el insomnio).
A la mañana siguiente –una vez sorteado el baño compartido– nuevos bomberos aparecen en la mesa de comidas.
Gabriel es la única cara conocida de esta mañana. El resto del equipo de bomberos ha cambiado ya que en este oficio los turnos son de 24 horas.
Para la hora del desayuno, el cambio de rol ya ha ocurrido.
En la mesa de comidas, en medio del café y el pan natillero, quien habla en alta voz es Amaral Núñez, un pampero de pelo corto y acento cantado. Mientras termina de servir café en su taza, le cuenta al resto de sus seis compañeros de turno la noticia que ha sacudido al país esa mañana.
A las cuatro de la madrugada, en la ciudadela La Carpio de la capital San José, siete personas murieron (cinco adultos, dos niños) ante un incendio ocurrido en una ‘cuartería’.
“Es difícil manejar algo así porque es complicado conducir el fuego”, confiesa, como si estuviera poniéndose en los zapatos de los bomberos josefinos. “También el calor en lugares así lo ahoga bastante a uno. Recuerdo una vez que yo sentía que me había orinado las piernas, pero era el nivel de sudor que me tenía empapado por completo”.
Quien parece asombrarse más con la noticia es Carla Chavarría, una voluntaria de la estación que pronto cumplirá dos años de servicio. Ella no es nicoyana; vive en Nuevo Arenal de Tilarán, pero se moviliza hacia Guanacaste cada semana porque “allá no pasa nada”.
De paso, Carla también refleja una de las metas que se propuso el cuerpo de bomberos para 2030: contar con bomberas en todas las estaciones. En el caso de Nicoya, Carla y otra muchacha que se encuentra fuera del rol son las únicas mujeres en servicio.
“Qué impotencia”, dice Carla mientras acaba de comer.
Una vez terminado el desayuno, Yuya aparece en la estación para comenzar un nuevo camino hacia Nandayure, un pueblo a 35 kilómetros de la instalación nicoyana.
El camino hasta este poblado se compone de un paisaje dividido en dos vegetaciones: la parte seca y la parte verde.
En la carretera de camino a esta ciudad, decenas de árboles secos abren el camino y abrazan la pista. Es una ruta que, a pesar de delatar que cenizas recorrieron muchas hectáreas, no deja de dar una impresión hermosa al combinarse con las extensas llanuras y sembradíos que se asolean a altas temperaturas.
Yuya y Gabriel se adentran con las “pick ups” de bomberos en una finca de Nandayure, cercada con retablos de madera y pequeños montes de heno que completan el paisaje con unas seis cabezas de ganado.
Con los vehículos parqueados, quien aparece en medio del vaho guanacasteco es don Juan Gómez, el nicoyano propietario de esta finca, quien saluda con sus venosas manos doradas.
Don Juan describe la topografía de su finca con el propósito de que el cuerpo de bomberos sepa cómo controlar una quema. Yuya, al parecer, ya conoce estos terrenos de memoria.
En la finca de don Juan se ubican un par de torres telefónicas que suelen activar incendios por aves e insectos que hacen tierra con el sistema eléctrico. “Pero lo de hoy es algo tranquilo”, aclara don Juan. “Nada como la semana pasada… Viera usted”, dice y señala a lo lejos una larga serie de cerros que están al otro lado de la finca.
“Se quemó todo eso. Por eso está tan seco y los árboles deshojados. Pasaron toda una semana deteniendo el fuego. Era de nunca acabar”, cuenta cabizbajo.
Elvis Arias, el bombero que ha sido encargado por Yuya para liderar la cuadrilla de hoy, confirma lo dicho por don Juan.
“Hoy con un grupo de siete personas podemos manejar algo así. Lo que pasó la semana pasada incendió mil cien hectáreas. Fueron seis días lo que nos tomó para apagar el fuego porque había seis frentes de incendio. Era desgastante porque venían equipos tras equipos… Ojalá todo fuera como lo que vamos a hacer hoy”.
Desde uno de los cerros de la finca se construye un montañoso paisaje que, desde lo alto, da la impresión de que toda la cordillera abraza el pico donde se controlará al incendio. Abajo de la colina, comienza un fuego ascendente que suena a palomitas de maíz explotando en el horno.
El verde paisaje cada segundo muta a un gris invasivo, que huele a cenizas. Es casi el mediodía del sábado previo al comienzo de Semana Santa y, aunque el teléfono indica que estamos a 31 grados centígrados, la sensación térmica sin dudas supera esa cifra.
El humo parece indicar que es hora de colocar una pañoleta en la boca para evitar la respiración de contaminantes. El amarillo traje para incendios forestales (compuesto de una gabacha, pantalones bombachos, botas, guantes y casco) no es tan pesado como parece, pero al cabo de escasos minutos activa la sudoración en brazos y piernas de manera inevitable.
“Bueno, muchachos. Hoy vamos a hacer la primera operación con dron”, advierte Yuya. El aparato comienza su vuelo y deja ver desde el monitor un espectro naranja que, como un fantasma, baila de un lado a otro en busca de los matorrales que se asoman.
Todos los bomberos colocan sus radios en frecuencia quince –para no distraer el resto de comunicaciones de los compañeros en otras estaciones– y llega el momento de adentrarse en la montaña.
Para detener la amenaza, es necesario subir a pie otra colina más, pues a excepción del chapulín que carga el agua, el resto de vehículos no logra entrar en un terreno pedregoso y angosto.
Aunque la colina no es muy extensa, el gasto de energías es sustantivo, más con el sol picante y la brisa abrasiva que asciende como cachetadas de calor. “Aquí lo que vamos a hacer es controlar el fuego de manera indirecta”, explica Gabriel en la cima de la colina. “A veces sí hay que apagar el fuego de manera directa, pero tampoco es esa imagen del bombero atacando en solitario a un monstruo porque eso es muy peligroso. Lo que vamos a hacer es como si estuviéramos arreando una oveja. Vamos a cercar a la oveja para que no corra más y no tenga adónde ir”.
La metáfora de Gabriel es muy oportuna. Elvis administra a su cuerpo de bomberos para chapear el terreno y hacer “una ronda”, como se le conoce a las líneas de control del fuego. La misión de esta calurosa mañana se basa en cortar la continuidad de la vegetación en la trayectoria de la amenaza.
En esta faja de terreno cercada por la “ronda”, se construye un sitio seguro sin posibilidad de inflamación (en este caso es una línea al costado de unos árboles). Así, el fuego no tiene cómo alimentarse. Con ramas y machetes, los bomberos cortan el espacio de ascenso y el fuego comienza a extinguirse por cuenta propia.
A pesar de estar a un par de metros de distancia, la brisa se siente invasiva y las mejillas resienten el calor cercano. Uno sabe que no está en peligro, pero el monstruo naranja escupe un aliento que atemoriza a quien no está acostumbrado.
Esta técnica indirecta para controlar el fuego, según cuenta Elvis, se usa cuando la topografía es densa, con propagación rápida de las llamas. También, es usual utilizar la técnica si los frentes son amplios y si las copas de los árboles arden, aunque ese no es el caso en esa ocasión.
Tras soplar la hojarasca sobrante, Gabriel toma una de las mangueras y sella el espacio. La luz solar convierte el chorro de agua en un arcoiris temporal que termina de finiquitar el fuego. Una que otra llamarada quedan como remanentes de la operación, pero el cuerpo de bomberos sabe que es cuestión de minutos para que desaparezcan ante el camino quemado.
Yuya, desde fuera del centro operativo, asegura con el dron que el peligro terminó. Don Juan le pega una palmada en el hombro con una sonrisa y, aunque no le emite palabra alguna, ambos se entienden.
La misión ha acabado.
El fuego no conoce horas
Han pasado poco menos de dos horas en esta operación y, además de la deshidratación, el hambre ataca. A unos doce minutos de la finca de don Juan, se encuentra la estación de bomberos de Nandayure, un centro operativo más pequeño que el de Nicoya, pero con los componentes previsibles: un arenoso parqueo, un cuarto con comedor, dormitorios y el planché de salida para emergencias.
En la sala de comidas espera un plato de arroz, tortillas y chicharrón en salsa roja que Yuya encargó como recompensa del trabajo. En total, hay once personas en la sala y en el comedor solo caben seis, así que el resto de bomberos queda comiendo de pie o sentado en el pasillo, manteniendo una conversación grupal a pesar de la distancia.
“Es cansado, ¿verdad?”, dice el bombero David mientras toma un vaso de Coca-Cola. “Han estado fuerte estos días. Es curioso porque como acá no hay tantos medios de comunicación la gente no sabe tanto lo que hacemos, pero es bastante”.
“Yo más bien estoy muy agradecido con ustedes”, responde Yuya con seriedad. “Resulta y acontece que estos no son días fáciles. Al parecer estos días serán nuestro descanso porque en Semana Santa vuelve a ponerse fuerte la cosa, pero yo estoy orgulloso del trabajo que hacemos”.
De regreso a Nicoya, en el radio suenan otro par de alertas de enjambres de abejas en sectores más alejados de la región. Nada que represente una gran preocupación.
Llegados a la estación central, Gabriel se va a compartir con el resto de sus compañeros a la sala común, donde miran un programa de videos musicales con los uniformes puestos en caso de que aparezca una emergencia.
La tarde continúa sin ningún suceso. A las siete de la noche, los estómagos alertan sobre hambre y, justo cuando se asoma la comida, los radios cambian los planes de la noche.
“Quema a siete kilómetros al este del KFC de Nicoya”, se escucha de forma entrecortada en el radio. Las luces del tanquero convierten la estación en una discoteca de luces rojas y azules y hay que correr para abrir puertas y salir con urgencia.
Las entradas de la estación quedan abiertas y la acción comienza. En la “pick up” que le sigue el rastro al tanquero, el panel del conductor indica una velocidad que supera los 140 kilómetros por hora en esta noche nicoyana.
Las sirenas anulan cualquier otro sonido en la pista y los vehículos que recorren la ruta opuesta no parecen autos sino luces que se estrellan en el horizonte del retrovisor. La adrenalina es inédita.
Tras seguir las indicaciones que ha dado el interlocutor, el tanquero gira a la derecha en un parqueo de piedras que da a un restaurante típico. Al adentrar el parqueo una familia da el primer vistazo a la situación.
Es una imagen extraña pues el padre abraza a una de sus hijas y le toca la frente. La imagen que miran ambos es la de un restaurante en el que los comensales continúan haciendo su cena como si nada hubiese pasado.
En el radio se reporta un fuego en el segundo piso que parece alimentarse de las tablas de madera del restaurante.
Huele a quemado y desde afuera se miran los uniformes naranjas pegados en la ventanas del segundo piso. Poco a poco, ante el ingreso de bomberos, los comensales comienzan a salir del local.
Para su suerte, la lluvia ha llegado. Un aguacero irrumpe el calor y uno de los bomberos que se ha quedado fuera de la instalación sonríe para sí mismo.
El agua cae con fuerza en el pedregoso parqueo, bañado de azul y rojo por las sirenas del tanquero. El mismo bombero que permanece fuera de la instalación recibe otra alerta: a dos kilómetros ha ocurrido un accidente de tránsito en el que dos personas han quedado entrampadas.
La noche apenas comienza y el bombero lo sabe. Este es su trabajo.