![](https://www.nacion.com/resizer/v2/RST6RLHJDRAZHMR5DL6CJ5HS5U.jpg?smart=true&auth=d586fbe1b00ae88598178e421be9e74937e3b204498366fee01b5de836b36f19&width=800&height=610)
Eva y Miriam Mozes Kor tenían 10 años cuando les fue arrebatada su infancia en nombre de la ciencia.
La pesadilla –una de las más aterradoras y crueles que alguien podría relatar, pues pocos vivieron para contar su infierno personal– comenzó en la primavera de 1944, cuando fueron arrebatadas de brazos de sus padres, con un destino para el que ningún ser humano podría estar preparado: Auschwitz. Las Mozes nunca más volverían a verlos, ni tampoco a sus dos hermanas mayores.
Aparte de ser judías, las pequeñas Eva y Miriam tenían un agravante que recrudecería sus días en el mayor centro de exterminio de la historia nazi, pero que al mismo tiempo las salvaría de la muerte. Ellas eran gemelas.
Puesto que tienen la misma constitución genética, los mellizos eran los sujetos de estudio preferidos de Josef Mengele, el oficial jefe médico de Auschwitz y a quien se señala como responsable de numerosos estudios genéticos con judíos.
“Él no tenía necesidad o ganas de preocuparse por consideraciones éticas y compartía el punto de vista del médico general de la SS sobre que no se estaba haciendo ningún daño, ya que los prisioneros de Auschwitz, especialmente judíos, en todo caso ya estaban condenados”, señala Robert Jay Lifton, profesor de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York, en un artículo publicado en The New York Times en 1985.
Así, incontables judíos, gitanos, prisioneros de guerra soviéticos y hasta alemanes discapacitados y homosexuales fueron sometidos a experimentos científicos que más se asemejaban a torturas y que, en la mayoría de los casos, culminaron con mutilaciones, afecciones irreversibles o la muerte de los pacientes,
“Cada día estaba determinada a vivir un día más, a sobrevivir a un experimento más”, dijo Eva Mozes durante una conferencia en el 2012, frente a un grupo de médicos del Methodist Hospital Research Institute, en Houston.
Los rumores decían que si una persona era llevada al pabellón médico, jamás regresaría a su litera. Esta sentencia fue cierta para los gemelos (incluso bebés) que fueron cosidos unos a otros con la intención de crear siameses, los que fueron diseccionados por el propio Mengele y los que murieron por causa de las sustancias que inyectaron en sus cuerpos.
Mengele, el llamado “Ángel de la Muerte”, también realizaba transfusiones de sangre entre gemelos masculinos y femeninos en edad reproductiva –lamentablemente, sin antes verificar si eran compatibles– e inyectaba químicos en los ojos para ver si era posible cambiar el color de café a azul, una más de sus obsesiones por mejorar la raza aria.
Para “alivio” de Eva y Miriam, el genetista impedía que sus sujetos de estudio fueran exterminados como los demás prisioneros. Él era el único que podía acabar con sus vidas.
Seis días a la semana, las gemelas Mozes eran llevadas a los laboratorios, donde debían permanecer hasta ocho horas sentadas desnudas, mientras les extraían sangre del brazo derecho y les inyectaban en el izquierdo substancias químicas desconocidas hasta hoy.
Una noche, luego de una de las sesiones, Eva presentó fiebre muy alta, hinchazón en las extremidades y manchas en su piel. “Está muy mal... Le restan, a lo sumo, dos semanas de vida”, dijo Mengele tras un chequeo.
![](https://www.nacion.com/resizer/v2/XAQRVN37VREGNKW6XJVJ3BYMWQ.jpg?smart=true&auth=fa7cb368535c42c2a3d0271c517c1f802bf3d4295a1da2eccb50b621c0f12846&width=733&height=800)
Eva se sobrepuso a la muerte y salvó así a su gemela, pues, de haber fallecido, Mengele habría matado también a Miriam para realizar sus acostumbradas autopsias comparativas.
Cuatro días antes de que las niñas cumplieran 11 años, Auschwitz fue liberado por el Ejército Rojo.
Pasaron varios años para que se hicieran notorias las secuelas físicas de los experimentos. Miriam desarrolló problemas en sus riñones durante su primer embarazo, en 1960. Tres años después, cuando esperaba a su segundo hijo, la infección empeoró. Fue entonces cuando los médicos descubrieron que sus riñones tenían el tamaño de los de un niño de 10 años.
“Cuando me rehusé a morir en en el experimento en el que Mengele creyó que yo moriría, Miriam fue llevada de nuevo al laboratorio y le inyectaron algo que congeló el crecimiento de sus riñones. Tras el nacimiento de su tercer bebé, sus riñones fallaron definitivamente. En 1987, le doné mi riñón izquierdo”, relata Eva, hoy de 87 años.
Vidas versus ciencia
Mengele no fue el único médico que practicó experimentos en humanos dentro de los campos de concentración, y no todos los participantes en los estudios tuvieron la suerte de ser rescatados junto con Eva y Miriam al momento de la liberación de Auschwitz.
En clínicas y laboratorios de Alemania se llevaron a cabo ensayos que implicaban desde extracciones de nervios, músculos y huesos sin anestesia, contagios con enfermedades como la malaria o la bacteria del tifus, envenenamiento secreto de las comidas, y hasta esterilizaciones masivas y la amputación del miembro masculino para intentar “curar” la homosexualidad.
Los judíos también fueron sometidos a quemaduras con gas mostaza, fosgeno o bombas incendiarias, así como a cortes en la piel donde les insertaban astillas o pedazos de vidrio para simular las lesiones a las que se veía expuesto el personal militar, y así hallar métodos de curación.
Otros de los experimentos consistían en encerrar a los prisioneros en cámaras de baja presión para estudiar los efectos de los pilotos que debían eyectarse a elevadas altitudes o el congelamiento de los sujetos de estudio para medir la temperatura promedio a la que un ser humano fallece, además de determinar si era posible tratar la hipotermia, pues el Ejército nazi se vio forzado a la retirada de Moscú en el invierno de 1941-1942 debido a las temperaturas extremas.
“Los experimentos concretos, más allá de los exterminios en las cámaras de gas (…) fueron llevados a cabo no por uno, ni dos, ni tres ‘doctores de la muerte’, sino por varios centenares de profesionales de la medicina alemana que, de forma inexplicable, se dejaron llevar por la espiral asesina del régimen”, afirma el periodista Óscar Herradón en su libro La Orden Negra.
Sin embargo, solo 20 doctores nazis –entre ellos Karl Brandt, el médico personal de Adolf Hitler y director del programa de eutanasia– y tres administradores fueron llevados ante el Tribunal Penal Militar Internacional, en el primero de los 12 juicios de Núremberg.
“Los imputados en este caso están acusados de asesinatos, torturas y otras atrocidades cometidos en nombre de las ciencias médicas. La cantidad de víctimas de estos crímenes asciende a cientos de miles. Solo unos pocos siguen con vida. Algunos de los sobrevivientes comparecerán en esta sala de tribunal. Pero la mayoría de estas pobres víctimas fueron masacradas directamente o murieron mientras se les torturaba. En su mayoría, son muertos anónimos. Para sus asesinos, estas desdichadas personas no eran individuos. Llegaban en grandes cantidades y eran tratados peor que animales”, señaló el fiscal Telford Taylor en su discurso inicial.
De los acusados, 16 médicos fueron condenados a prisión por crímenes de guerra y contra la humanidad, y siete más fueron ejecutados el 2 de junio de 1948.
El Ángel de la Muerte nunca fue juzgado. Pese a las solicitudes de extradicción de Alemania Occidental, vivió una década en Argentina y luego huyó a Paraguay y a Brasil, donde murió ahogado en el mar y fue sepultado con un nombre falso.
Sin embargo, la evasión de la justicia no impidió que Eva Mozes Kor encontrara mejores antídotos contra el sufrimiento humano.
“Yo perdoné al médico que supervisó las cámaras de gas en las que fue asesinada el resto de mi familia”, dijo durante su charla en Houston. “Me di cuenta de que tenía el poder de perdonar, incluso al Ángel de la Muerte. Ahora ya no soy una víctima de Auschwitz.
“Este acto de perdón es un acto de autosanación. Creo que el perdón es un milagro de la medicina moderna”.