Nicoa Ríos, un costarricense de 41 años, nunca olvidará cuando era un pequeño niño y se encontraba al borde de una reunión vibrante, donde los ritmos de la música chilena llenaban el aire y la risa danzaba como confeti. Era una fiesta de chilenos, amigos de su padre, reuniéndose en el cálido abrazo que Costa Rica les había ofrecido tras su exilio.
El patio trasero de aquella casa estaba lleno de reencuentros alegres, pero dentro de este animado mosaico de imágenes, los ojos de Nicoa captaron algo que desentonaba en la festividad.
Incluso a su corta edad (podía tener unos diez años), Nicoa percibió un nostálgico halo que se extendía en medio de la ocasión, aparentemente armoniosa. En un rincón del patio, envuelto en la penumbra de la celebración, se encontraba un grupo de chilenos con los ojos húmedos de una emoción que Nicoa no lograba comprender del todo. Estaban apartados, como atrapados en un reino separado de melancolía.
“Hasta adulto entendí de qué se trataba toda esa tristeza”, reflexiona hoy Nicoa. Con el transcurrir de los años, él se ha convertido en uno de los representantes de una nueva generación, enraizada en la investigación de las consecuencias del exilio chileno.
Él, y muchos como él, han seguido las huellas de sus antepasados, explorando los rincones oscuros de la historia, examinando, como él mismo dice, los traumas intergeneracionales que dejó el golpe de Estado en Chile, aquel fatídico 11 de setiembre de 1973.
Los ecos de ese día trascienden las décadas, resonando en las vidas de aquellos cuyos ancestros fueron arrancados de su hogar y forjaron nuevos caminos en tierras lejanas. Son historias de búsqueda, de identidad, de heridas transmitidas de generación en generación. Es una historia que, según Nicoa, debe ser escuchada y comprendida en su totalidad.
Con su mirada aguda y su corazón compasivo, Nicoa se ha sumergido junto a otros descendientes de chilenos que huyeron de la dictadura militar en este concierto de historias, dispuestos a descifrar las notas que componen el legado del exilio.
Un poco de historia
Chile, una tierra arraigada en tradiciones democráticas, se estremeció el 11 de setiembre de 1973 en un ataque inesperado conducido por el general Augusto Pinochet, al frente de las fuerzas armadas, en contra del entonces presidente Salvador Allende.
El sentimiento de que sucedería un golpe de Estado era un crescendo palpable que se había gestado durante meses en la sinfonía política del país. Rumores de una guerra inminente fluían implacables por las calles de Chile mientras la tensión se elevaba.
¿Por qué? En aquel tiempo, Chile estaba inmerso en una ferviente discordia social, una tensión acumulada a lo largo de años. El susurro de un posible cambio de dirección política resonaba.
El país suramericano atravesaba una crisis política debido a la división que suscitó el Gobierno de corte socialista del presidente Allende, enfrentado a las élites políticas y económicas.
“Salvador Allende encabezó el proyecto que buscó instaurar el socialismo por la vía democrática. Su programa de gobierno contempló la construcción de un Estado popular y una economía planificada de corte estatal”, se lee en un documento del centro de recursos digitales Memoria Chilena, del Gobierno de Chile, el cual dio a conocer CNN En Español.
Solo dos semanas antes del fatídico golpe, el general Augusto Pinochet había ascendido a la posición de comandante en jefe del Ejército, sucediendo al general Carlos Prats, quien, acosado por la presión social y la falta de apoyo en las altas esferas militares, había presentado su renuncia.
Pinochet había sido designado por el propio Allende para el cargo. Aunque el futuro dictador no había tenido un papel prominente en la preparación del golpe, no titubeó en tomar las riendas cuando la oportunidad histórica se le presentó.
En la madrugada del martes 11 de setiembre de 1973, barcos de la Armada chilena, que habían zarpado el día anterior para participar en maniobras militares junto a buques estadounidenses, regresaron a la ciudad costera de Valparaíso, donde explotaron cañonazos para tomar el control de las calles del puerto.
El mandatario Allende, alertado por los primeros movimientos golpistas en Valparaíso, llegó al Palacio de La Moneda (la sede del presidente de la República de Chile) a las 7 de la mañana, acompañado de su guardia personal.
Ahí ya se encontraban tropas rebeldes en los alrededores del palacio. Allende habló por radio e informó al país sobre el levantamiento, eso sí, creyendo que aquello solo estaba ocurriendo en Valparaíso. Quince minutos después, las radios de oposición transmitieron la primera proclama de las Fuerzas Armadas.
Finalmente, la armada ocupó las calles y centros de comunicación, según recuerda el diario español La Vanguardia, en un especial hecho por los 50 años de este suceso. El golpe contra el presidente se consolidaba.
Allende intentó comunicarse con los jefes de los tres componentes de las Fuerzas Armadas (Marina, Fuerza Aérea y Ejército) en un intento inútil por detener el golpe, pero pronto se dio cuenta de que los tres cuerpos estaban conspirando en su contra.
El golpe comenzó con disparos y, según distintas reseñas históricas, Allende se dirigió a las 9 de la mañana al país por última vez a través de la radio.
Poco después, los tanques del ejército comenzaron a disparar intensamente contra La Moneda, y desde el interior, los defensores respondieron. Según se cuenta, a Allende se le ofreció huir en un avión, pero él rechazó tal opción.
Al mediodía, cuatro aviones arrojaron más de veinte bombas explosivas sobre el viejo edificio durante quince minutos, provocando un incendio.
Las bombas destruyeron el interior del edificio, pero no su fachada, la cual quedó solo impactada por disparos de rifle y metralla. Allende resistió los ataques aéreos y terrestres dentro de La Moneda, junto con un grupo de fieles colaboradores, hasta que las fuerzas militares lograron entrar en el recinto por una puerta lateral.
La guardia de Carabineros, encargada de custodiar al mandatario, ya se había unido a los golpistas. Cuando los militares ocuparon la planta baja, Allende instó a sus colaboradores a rendirse. A la 1:30 p. m. Óscar Soto, el médico personal del gobernante, escuchó una ráfaga de metralleta y ya no volvió a ver al presidente.
El comandante Roberto Sánchez, otro fiel colaborador del presidente, entró al salón donde estaba el cuerpo de Allende y lo encontró con un fusil automático AK-47 dirigido a la mandíbula, pero estaba puesto en modo de disparo a tiro en lugar de ráfaga.
Por muchos años se mantuvo en duda si Allende había sido asesinado o si se quitó la vida. El 23 de mayo de 2011, a petición de la fiscalía, su cadáver fue exhumado para revisar las causas de su muerte. El equipo internacional que examinó el cuerpo confirmó que Allende se suicidó.
El golpe de Estado explotó y no solo derrocó a un gobierno, sino que también desgarró el tejido social chileno, dejando cicatrices en la historia del país y sus ciudadanos para siempre. La dictadura militar que se instauró tras aquel 11 de setiembre aún es recordada como una gran sombra de terror.
La prisión política se volvió moneda corriente, la tortura se convirtió en un método rutinario, las ejecuciones eran realizadas sin escrúpulos y la desaparición de personas fue una constante.
El exilio se tornó el destino de muchos chilenos, marcando una diáspora inmensa que resonaría por generaciones. Más de 40.000 personas fueron víctimas del golpe, dejando un dolor profundo que aún perdura en los corazones de miles de personas y familias que aún desconocen el destino de parientes desaparecidos.
Estas páginas se han documentado en informes de cuatro comisiones estatales de Chile: la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación, la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, y la Comisión Asesora para la Calificación de Detenidos Desaparecidos y Ejecutados Políticos y Víctimas de Prisión Política y Tortura.
En estos informes se detalla la brutalidad: personas arrojadas vivas al mar desde helicópteros y aviones militares, abusos físicos y sexuales, cuerpos enterrados en tumbas clandestinas, cuartos de tortura… Muchos traumas intergeneracionales.
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Tras esas pistas
Nicoa Ríos rememora la historia de su padre, un hombre cuya vida estuvo tejida con los hilos de la pasión artística y el anhelo de libertad. Don Raúl Ríos, chileno de nacimiento, era un ser sensible y fervoroso, un artista plástico que soñaba con dedicarse de lleno a la cultura, pero cuya vida también estaría marcada por los torbellinos políticos de su tiempo.
En los convulsos años 70, Raúl fue un espíritu intrépido, parte de los vibrantes movimientos estudiantiles de izquierda en Chile, donde los jóvenes alzaban sus voces exigiendo una sociedad justa. Amaba su tierra, pero ansiaba conocer el mundo más allá de sus fronteras. Así, a finales de esa década, decidió aventurarse a Perú, ávido de experiencias y anhelante de horizontes nuevos.
El viento de la historia comenzó a soplar con fuerza en Chile. Raúl, con un presentimiento agudo de lo que se avecinaba (la terrible ola de violencia), buscó un rumbo diferente. En medio de la agitación política y la incertidumbre creciente, tomó la dolorosa decisión de partir de su país. Salió a Perú nuevamente y desde ahí huyó.
Pidió “ride”, un viaje en compañía de desconocidos dispuestos a compartir sus rutas, desde Santiago de Chile hasta San José de Costa Rica.
Nuestro país centroamericano se reveló como un refugio, un santuario de paz en medio de la tempestad política. Don Raúl eligió este país no solo por su belleza natural, sino también por su serenidad en tiempos de caos. En la década de los 70, Costa Rica le parecía un remanso de tranquilidad, desprovisto de un ejército y en una situación económica y social envidiable. La hospitalidad de su gente, que abría las puertas sin reservas, fue un bálsamo para su espíritu cansado de huir, según recuerda su hijo.
Nicoa, ahora adulto y con la madurez de los años, cuenta cómo las huellas de aquel pasado turbulento se reflejaban en su padre. Las cartas recibidas de los familiares que aún permanecían en Chile eran un vínculo agridulce con su tierra natal. “Era difícil para él”, evoca Nicoa. “Cuando recibía esas cartas, a veces se ponía a llorar y luego las quemaba para no dejar rastro, para no poner en peligro a quienes quedaban allí”, rememora.
El miedo a las represalias se anidaba en su corazón, una sombra que no lo abandonaba. Don Raúl temía que, como en otros países, pudieran buscar a personas afines al gobierno de Allende, y ese miedo lo acompañaba día a día. Cada vez que Nicoa salía de casa, su padre le suplicaba que lo mantuviera informado de su paradero, un acto de amor y precaución que reflejaba los tiempos tumultuosos en los que vivían.
“Siempre vivía con el terror de que nos pasara algo. Yo no puedo imaginar todo el dolor que él sufría. Pensar en ese sentimiento de mi papá es algo que me evoca muchas cosas. Es difícil”, dice Nicoa.
Ahora, tras dos años desde el adiós de su padre, Nicoa conserva no solo la memoria de aquellos días inciertos, sino también el legado de resiliencia y determinación que su padre le transmitió. A través de su propia vida y su trabajo, honra la memoria de don Raúl, quien, en su búsqueda de libertad y en su lucha silenciosa, se convierte en un símbolo eterno de esperanza y valentía.
Nicoa, marcado por los recuerdos y las experiencias transmitidas por su papá, ha decidido emprender un camino para mantener viva la memoria de una época marcada por el dolor y la superación. Ha encaminado su vida hacia la producción de un documental titulado Nuestra Memoria, el cual arroja luz sobre las huellas indelebles dejadas por aquel oscuro periodo en la historia de Chile.
Actualmente, Nuestra Memoria se encuentra en posproducción en Chile. Nicoa, por su parte, aguarda pacientemente para compartir las historias ocultas, las cicatrices y las lecciones aprendidas.
“Para mí ha sido fundamental conocer historias profundas y subrayar las consecuencias históricas y los traumas que han pasado de generación en generación a causa de este evento histórico. Quiero que la gente vea más allá de los hechos, quiero que comprendan el impacto duradero en las familias y en la sociedad en su conjunto. No podemos olvidar que esto sucedió”, subraya el documentalista.
En su travesía de exploración, mientras daba forma a Nuestra Memoria, Ríos tuvo la fortuna de cruzar caminos con almas afines, que compartían su anhelo de desentrañar el pasado y entender cómo este reverbera en el presente. Una de estas personas fue Marcia Arenas, quien también se había lanzado al mundo del documental para tejer historias familiares en la tela de la memoria colectiva.
Marcia, una joven costarricense de 24 años, ha emprendido un viaje al pasado, una travesía en búsqueda de su historia familiar. Una historia que, aunque transcurre lejos de sus propias experiencias, la ha marcado profundamente.
En 1973, su familia llegó a Costa Rica escapando de un Chile convulsionado por el golpe de Estado que sacudió la nación y marcó un antes y un después.
Desde su infancia, Marcia ha sentido una atracción innata hacia este país lejano que nunca ha visitado, y hacia la historia que anida en sus raíces. Su inquietud se ha mantenido viva a lo largo de los años, alimentada por las historias que le contaban sus padres y abuelos sobre la tierra que dejaron atrás.
Sin embargo, enfrentarse a estas historias y desentrañar los recuerdos familiares ha sido un proceso lleno de nervios y emociones encontradas. Fue a través de su documental titulado Arenas que Marcia finalmente reunió el valor para iniciar estas conversaciones.
En este documental, la voz de su abuelo, Patricio Arenas, cobra vida. Patricio, un querido actor chileno quien fue parte esencial de la escena artística costarricense y falleció en 2022, relató una parte crucial de su historia: cómo se aventuró a buscar ayuda en la embajada de Costa Rica en Chile. Marcia recoge sus palabras y revive ese momento en la pantalla.
Patricio contó con detalle cómo, en un acto de valentía, se introdujo en la embajada de Costa Rica. Una escena que parecía sacada de una película, con la adrenalina fluyendo mientras caminaba por los jardines, abriendo la puerta de la cocina y preguntando, con el corazón en la mano, si estaba en la embajada correcta.
En ese instante, el tiempo pareció ralentizarse y los detalles se grabaron en su memoria para siempre. Los pedazos de cristal que volaban en el aire, la cocinera atónita por su presencia, y la confirmación de que había llegado al lugar indicado. “Era mi única forma de asegurar un futuro”, dice Patricio en el documental. El embajador de Costa Rica de aquel entonces notó su desesperación y le brindó protección durante 48 horas, un tiempo que para Patricio era más que suficiente mientras esperaba una manera para escapar de Chile.
Marcia recuerdas estas historias consciente de que detrás de cada recuerdo hay un fragmento de la historia de su familia, un capítulo que cambió sus vidas para siempre. Los testimonios de sus abuelos y tíos se entrelazan en su mente, revelándole las dificultades y los desafíos que enfrentaron en tiempos de incertidumbre y miedo. “Ha pasado medio siglo. Ya suena a que son muchos años, pero la verdad es que toda la persecución y dolor que eso generó sigue estando presente en las familias de estas personas, en todos los que somos parientes”, dice Marcia.
La joven documentalista sabe que seguir estas huellas significa adentrarse en las profundidades del pasado familiar, revolviendo sentimientos y sacando a la luz heridas que aún laten en su sangre. “La memoria familiar siempre intriga, y uno no puede imaginar cuánto dolor ha vivido en su árbol genealógico”, confiesa Marcia.
El documental Arenas, recientemente transmitido en Canal 15, se proyectará también en el próximo Festival Shnit en octubre, con una fecha por definir. Nicoa, por su parte, espera que pronto pueda ver luz Nuestra memoria.
Estos documentales, al unir las voces de aquellos chilenos que fueron testigos y sobrevivientes, encienden una luz en los rincones oscuros de la historia. A través de estos relatos, Nicoa y Marcia honran las vidas de aquellos que han pasado por el fuego y, al mismo tiempo, desafían a las sombras del pasado, iluminando así un camino de sanación y redención para futuras generaciones.