Ocho años después de su primera llegada a Berlín, Federico se posó frente a los remanentes del muro de Berlín que conocieron sus generaciones pasadas. Era enero de 1990 y hacía dos meses que el mayor símbolo de la Guerra Fría había caído, literalmente.
Había muchos pedazos desperdigados en la calle, pues la transición hacia una vida reunificada apenas comenzaba. En esta nueva visita, Federico no encontró la base militar estadounidense que conoció en su primera infancia, donde soldados puertorriqueños le hablaban en español en el Berlín occidental.
“Recuerdo que había muchos mercados donde vendían uniformes de los soldados. Yo quería comprar cosas, pero no tenía ni un marco porque era un niño. Mi mamá no me daba pelota. Veía sombreros de coroneles y pensaba en las películas de la guerra, al lado de soldados… Era una imagen fuerte”.
Federico vivía en Zehlendorf, del lado oeste del muro. Él creció en los barrios de las familias de soldados estadounidenses, donde toda clase de comercios y automóviles se podían encontrar, algo que no sucedía del lado oriental.
Con el muro caído, Federico quiso conocer cómo era la vida del otro lado. Después de la escuela, se fue con sus amigos en patineta a agarrar pedazos de la muralla, pues los remanentes eran arrancados por todos los turistas.
De los fragmentos aún erigidos, Federico rayó en spray Fede 90, en alusión al primer mundial de fútbol en que participó Costa Rica, el país de su madre. Desde allí vio el nuevo paisaje asomarse.
“Desde el muro me impresionó porque vi que la gente del otro lado vivía en proyectos habitacionales. Yo era muy pequeño, pero había leído todo sobre el significado del muro. Entendía que era gente tratando de adaptarse a una sociedad diferente, y me parecía que ese otro lado del muro era más pobre”.
Tras su primer vistazo, lo primero que Federico comparó fueron las casas. Después, los carros.
“De nuestro lado había hasta Mercedez Benz; ellos solo tenían unos carros llamados Trabant”, rememora. “Incluso, la gente hacía bromas con que los del este no sabían qué era tener un banano o frutas”.
Federico se quedó mirando el paisaje, hasta que vio a unos muchachos acercarse. Él rayaba el muro con su poderoso Fede 90, pero la tranquilidad se disipó cuando vio a un grupo de adolescentes que parecían matones, acercarse.
Para su sorpresa, los muchachos no querían asustarlo.
“Ellos le vendían a los turistas pedazos del muro y, si el fragmento estaba grafitado, subía el precio, así que nos pidieron que los pintáramos”.
No tuvo que corretear ante los skinheads que se burlaban de sus rasgos ticos; pegó un par de rayonazos con el spray y se quedó parado frente a la inmensa Berlín que ahora se construía en sus narices. Era un mundo nuevo.
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Mirko Hempel aprendió a usar el tractor desde joven. Nació en 1963 en Gerz (Berlín Oriental) en el seno de una familia granjera que le enseñó todo lo que debía saber sobre el campo.
Mirko aprendió la conducción de chapulines y las siembras en el campo, tuvo incontables conversaciones sobre ganado y cuidado de la tierra, pero no recuerda nunca haber conversado con sus padres sobre el muro que dividía a Berlín.
“Es que ahí estaba el muro. No había nada más de qué hablar”.
Creció sin que por la mente le pasara la idea de que el muro desaparecería. La frontera estaba ahí desde dos años antes de su nacimiento, ¿qué podría cambiar?
Su vida continuó como si nada. En el colegio conoció una muchacha que se convirtió en su esposa en 1986. Entró a estudiar Ciencias Africanas y Economía –una “rareza” para el momento, según su propio criterio– y en paralelo jugaba como mediocampista en partidos de fútbol.
“Una vida más”, recuerda. “Eran tiempos en que te asentabas con tu familia. Nos casamos para conseguir un apartamento dónde vivir y, al año, nació nuestra primera hija. Era 1987 y aún no tenías sentimientos de que las cosas con el muro fueran a cambiar”.
Su hija nació y ahora la pregunta que tal vez tuvieron sus padres se acercó a su mente. ¿Qué le diría a la niña sobre el muro? ¿Cómo explicarle algo con lo que creció toda su vida? ¿Cómo describir lo que significaba una ciudad dividida por 120 kilómetros? Sería mucha información para una pequeña.
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Una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, no hubo un acuerdo de paz como sí sucedió en 1919, después del primer conflicto global. Las diferencias entre los ganadores de la guerra se incrementaron después de los fallidos intentos de colaboración en Alemania, lo cual provocó que se formaran dos bloques enemigos a causa de diferencias políticas, sociales y económicas.
La posguerra significó la división de Berlín en dos culturas: quienes vivían en el sector este de un muro construido en 1961, estaban bajo el régimen soviético. Las viviendas eran grandes bloques sin acceso al otro lado del muro, con la premisa de que el muro “protegía” a esta población del fascismo que conspiraba para evitar un Estado socialista.
Mirko y su familia vivían en este sector, donde no se permitía viajar ni tener conversaciones políticas en público. La vigilancia del partido parecía asediar en cada descuidada esquina.
Para 1985, Mirko se mudó a Leipzig, una populosa ciudad en la que podía realizar sus estudios. En sus tiempos universitarios, Mirko oyó hablar de una iglesia presidida por un sacerdote progresista.
El cura en cuestión era nada menos que Christian Führer, “el hombre que comenzó todo”.
En la iglesia Nikolai, muy cercana a la universidad, grandes grupos de personas solían reunirse para gozar de los servicios que ofrecía el padre. Llegaban personas que habían sido arrestadas, otras que no tenían qué comer… El cura estaba para ellos, les daba esperanza. Era un siervo que recogía a los parias de la sociedad en su camino por la carretera.
La masa atiborró el templo y el movimiento pasó de la iglesia a las calles. Para 1987, se formó un movimiento contracultural que sería el germen de una revolución. Había que prever cualquier intervención del Servicio Secreto pero, para su último año de estudios, Mirko vio germinar la pacífica semilla que provocaría con la caída del muro.
Para ese momento, miles de alemanes del este huían por la frontera húngara. El descontento era evidente y las oraciones de los lunes por las noches en el templo tomaban fuerza.
Entre las aulas y las calles, Mirko encontró una fijación con una figura política. No se trataba de un alemán, como podría esperarse, sino del entonces jefe de Estado de la Unión Soviética: Mijaíl Gorbachov.
“¡Gorbachov daba mensajes de esperanza!”, rememora emocionado. “Fue el primer soviético en tener la idea de no intervenir con militares si algo cambiaba en nuestro sector. Salíamos a las calles y había muchos carteles que decían: ‘Gorbachov, ayúdanos’. Encontramos un héroe en él”.
El 9 de octubre de 1989 quedó en evidencia el movimiento. El sacerdote convocó al consejo pastoral y reunió una masa insondable de personas que le dio la espalda al régimen comunista.
“Estábamos ahí con tensión porque la decisión de manifestarnos estaba tomada. Los militares debían decidir: ¿dispararían a matar o admitirían que ese era el fin del sistema? Nadie quería tomar la decisión”, cuenta Mirko.
“Me siento orgulloso de haber estado ahí, de ser una de esas cientos de personas. Unos cuantos días después todo estaría hecho, y ese fue el primer paso”.
Entre los miles de personas que apretaban las calles, un coro se hizo presente. “Nosotros somos el pueblo”.
Ese fue el mismo grito que se corearía en las calles de Berlín cuando el muro dejó de dividir a Alemania en dos partes.
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Las manifestaciones juveniles se alzaron y Torsten Göhler se emocionaba ante la posibilidad de que el muro cayera.
Para esos años, Torsten era un joven de 24 años, universitario, quien pasaba sus días en un barrio compartido con miembros del partido comunista.
“Conocí el mundo exterior al muro cuando se hizo el acuerdo para que tuviéramos televisión”, asegura Torsten, quien se crió en Alemania del Este. En su casa, en un pequeño televisor, tenía dos programas predilectos para el horario nocturno.
A las siete de la noche, se anunciaba el noticiero gestionado por el partido comunista. “Era pura propaganda”, recuerda. Una vez finalizada la emisión, era hora de la televisión del oeste, donde le mostraban la ciudad detrás del muro y noticias internacionales.
“Los miembros del partido comunista tenían prohibido ver el noticiario del oeste, pero algunos de ellos lo veían a hurtadillas y yo podía escuchar, en la casa de al lado, la melodía introductoria al noticiero”, rememora entre risas.
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Los días transitaban con calma junto a sus compañeros de apartamento que provenían de otros países comunistas; tenía amigos coreanos, cubanos y soviéticos.
A diferencia de sus compinches, Torsten gozaba de privilegios universitarios al realizar sus estudios en lengua alemana. Él era de los pocos con acceso a la biblioteca; podía leer a Thomas Mann y Friedrich Nietzche sin problemas, gracias a una visa especial.
“Eso sí, tampoco podías contarle a los demás de qué trataban porque era prohibido discutir asuntos políticos libremente”, relata. “En Alemania del Oeste era otra cosa: podías leer todos los libros del mercado, tenías todas las editoriales. Nosotros solo teníamos la editorial del partido comunista y solo se publicaba lo que ellos querían”.
Con los rumores de que el sistema parecía caerse, el estudiantado se emocionó. Todo cambiaría. Todos podrían leer todos los libros que quisieran.
“Era algo impensable. Mi amigo activista del proteccionismo al ambiente tenía una política opuesta al gobierno y ahora podría expresarse, cuando ni siquiera podía estudiar algo así. El compañero que una vez bailó rocanrol y lo mandaron a la cárcel podría tener una nueva vida. Podría estudiar si el país se unificara. Todas nuestras vidas cambiarían”.
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La mañana del 9 de noviembre de 1989, una llamada despertó repentinamente a Martina en Seúl.
Ella tenía 31 años y trabajaba como representante diplomática de Alemania. Era la encargada de prensa en Corea del Sur y, ante lo que escuchó en la llamada, no podía creer lo que había hecho un par de días antes.
Esa misma semana había recibido constantes visitas de periodistas que tenían interés en conocer Alemania. “Yo tuve una suerte porque pensé que lo más interesante que podían conocer era ese Berlín separado”, relata Martina.
Su decisión fue simple: envió a dos equipos periodísticos coreanos, uno a la puerta de Brandemburgo y otro a los pueblos que quedaron separados del muro.
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“Envié a los equipos de televisión, por casualidad, justo la noche en que la gente empezó a botar la pared. ¡Ellos pensaron que yo era la única persona que sabía que la caída iba a ocurrir! Llegaron a Corea imágenes en exclusiva, algo alucinante”.
Eran muchos pensamientos los que se hacían espacio en su cabeza. Esa mañana, a las 6:30 p. m., uno de esos periodistas la llamó para decirle: “Martina, cayó la frontera”. De inmediato, ella creyó que se trataba de una tomadura de pelo.
“No, no es una broma. No estoy jugando con tus sentimientos. Yo estoy aquí y quería alertarte, Martina, porque sé que eres la vocera de la embajada y te preguntarán qué pasa”.
Martina llamó incesantemente a sus jefaturas en Alemania y las líneas estaban colapsadas. No sabía qué hacer, “porque si era verdad y niego frente a la prensa que cayó el muro, toda Alemania quedaría mal y daría una terrible impresión de que el gobierno no informó a sus voceros. Si no es verdad que el muro cayó y yo digo que es verdad, yo sería la única idiota malinformada, así que prefiero que digan que yo soy la idiota a que Alemania lo fuera”.
Se creyó la historia, repasó un discurso mental en múltiples ocasiones y se decidió a hablar con los medios de comunicación. Con una gran sonrisa, le dijo a la prensa: “estamos muy contentos de las noticias que escuchamos de Berlín”, a pesar de que ella no podía creer algo tan incierto.
Así Martina se convirtió en la única vocera en toda Asia de la caída del muro.
Diez años después, cuando Martina regresó a Corea, la prensa que envió a Alemania la recibió con incontables preguntas.
“Me decían: ‘¿cómo lo supo?’ Yo les dije que, en Corea, habíamos abierto una botella de champán y celebramos el futuro unido, sin saber si era cierto o no lo que pasaba".
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Mirko se montó en su carro Trabant, el mismo modelo que compartía con todos sus compañeros de región, y emprendió ruta hacia el muro tras conocer la noticia de la caída. Ese día legendario, Mirko se encontraba en Bavaria y 60 kilómetros lo separaban de la página histórica que se escribía.
Una vez subido en el carro, no podía creer lo que acababa de ver en la televisión.
Cada tarde, el partido comunista realizaba una conferencia de prensa propagandística. Ese 9 de noviembre, Günter Schabowski, un miembro del politburó del partido, fue el encargado de salir a los medios de comunicación a dar una noticia que ni él mismo había digerido.
Schabowski se sentó en un escritorio mostaza frente a un puñado de periodistas para rascarse la cabeza, colocarse los anteojos y confundirse al intentar leer sus notas manuscritas. Parecía tratar de comprender lo que pronunciaba en altavoz, hasta que un periodista le preguntó sobre el momento en que entraría a regir una medida que, al parecer, otorgaba libertad a los alemanes orientales. “Hasta donde yo sé ... a partir de ahora”, contestó vacilante.
Sus comentarios improvisados procuraban dar forma al documento que le había entregado el buró político y el comité central del partido comunista. A causa del frenesí, se sobresaltó y solo hizo un comentario a Egon Krenz, el político que había reemplazado a Erich Honecker en la cúpula del poder. “Egon, esta es una gran noticia para la prensa mundial”, dijo.
“Él no podia creer lo que estaba leyendo. En sus ojos no lo disimulaba”, recuerda Mirko.
Otro periodista le preguntó si el muro había caído y, con poca certeza, Schabowski contestó “eso creo”.
“Todos los que estábamos en la habitación viendo la conferencia corrimos hacia la frontera para ver qué pasaba. ¿Habían escuchado lo que yo escuché? ¿No era una alucinación? Decían que la frontera estaba abierta, así que saltamos a nuestros carros y fuimos”.
En la carretera esperaban grandes congestiones viales nunca antes vistas, pero el atasco valía la pena.
Superados los kilómetros de distancia, Mirko llegó a Berlín. “No podías creerlo. Olía diferente, se veía diferente, estaba todo más colorido, no había grises”.
Ahora no habría límites. Nadie disparaba, nadie cuidaba una frontera caída. Lo que seguía era una fiesta que acabaría con una resaca que, treinta años después, aún no se olvida.
Mirko siente que, el 9 de noviembre de 1989, comenzó un ciclo de su vida. “Todos creceríamos sin fronteras. Era un sueño”.
Hace dos años, en uno de sus periplos por el mundo, Mirko fue a dar a Moscú, donde tuvo la suerte de su vida: “conocí a mi ídolo”, dice tajante.
En un elegante balcón, en medio de un silencio sacro, apareció en una puerta un hombre mayor, pero con un halo poderoso. Ahí estaba su ídolo de juventud: Mijaíl Gorbachov.
“Hablamos por una hora y fue increíble. Le conté que me inspiré en él cuando estuve en Leipzig y él empezó a llorar. Yo también empecé a llorar. El círculo de toda una vida se cerró ese día en Moscú, casi treinta años después. Fue muy conmovedor e inolvidable”, recuerda.
"Supongo que no podía morirme sin contarle que aún estoy agradecido por todo lo que hizo... Le dije que él siempre será mi héroe”.