Al final de Barrio Luján, justo antes de una cuesta que lleva a Zapote, se halla Los Tucanes, un restaurante y bar que anda de boca en boca entre los conocedores, los curiosos y los hambrientos de la capital por dos razones: el mejor rabo de la ciudad y el más recomendado rice and beans en kilómetros a la redonda, tanto que se vende como pan caliente –me perdonan el cliché, pero no hay mejor y más literal imagen para describir la situación–... De dos en dos, de 10 en 10, en encargos enormes para fiestas.
Liderada con mano férrea por Corina Knyght Barrera, una nicaragüense que se ganó la nacionalidad costarricense a punta de trabajo desde hace tres décadas, esa cocina no para ni a la hora del almuerzo, ni durante una tarde cualquiera ni mucho menos cuando la noche desplaza al día y los refrescos empiezan a darle pasos a las ‘aguilitas’ y los guaros varios.
Mientras la gente espera porque sí, casi siempre hay que esperar, la salsa fluye sabrosa cortesía de Sergio Torres, bartender, melómano y excompañero de vida de la patrona del lugar. Este hombre, que aprendió a ser DJ en los años 80 en la Discoteque Talamanca en San José, tiene cientos de gigas de música y una gran memoria para llenar la espera de comensales; más tarde les cuento esa otra historia.
Mientras en la cocina suenan las cazuelas y emana un olorcito que pica el hambre, los comensales se reparten en el lugar, que tiene una buena cantidad de mesas. Suelen ser viejos conocidos, que llegan y saludan de beso a quien cocina y a quien está detrás de la barra antes de enfrascarse en largas conversaciones –chance hay–, en sus pensamientos o sus celulares. Luego de 15 años de forjarse su fama a punta de recomendaciones, pedidos y panzas felices, Los Tucanes ha formado una gran familia que desfila por el local, en perenne penumbra, con la frecuencia que más les convenga porque siempre serán recibidos con alguna frase que les recuerda que no son uno más, que ya estuvieron allí.
Curiosamente, solo los nuevos estudian el menú, el resto ya van decididos. Y eso que no es tarea fácil: el potente rice and beans con rabo de res en salsa caribeña u optar por el más pedido del lugar: el rice con pollo. O quizá mejor otorgarle todo el protagonismo que merece al rabo, jugoso y con ese regusto a grasita y gelatina que hace que la gente piense seriamente en chuparse la taza, aunque la corrección los termine por convencer de no hacerlo. O, tal vez, salirse un poco del guion con un rice and beans con costilla, que no decepciona.
El ingrediente secreto de Los Tucanes es mucho amor
Cuando doña Corina desde la cocina o cerca de las mesas escucha los pedidos de sus clientes, se echa una risilla con orgullo.
Varias veces ha tratado de ampliar el menú del restaurante, de convencer a la gente de explorar más allá de los grandes favoritos, de que prueben otras posibilidades de su cuchara, pero con algo de resignación ha aceptado que eso es lo que le gusta a la gente y los tiene como los grandes protagonistas de su oferta gastronómica. No los únicos, eso sí.
“¿La fama? La misma gente la ha hecho cuando nos empezaron a recomendar y promover el negocio. Ahora, vienen de todas partes en busca del rice and beans. ¡Bendito sea Dios! Y, claro, gracias a mis clientes”, asegura la encargada de Los Tucanes.
Sin poses y con humildad, ella repite estos agradecimientos cada vez que alguien la quiera escuchar. No oculta el secreto de su cocina porque no hay tal, afirma. “Todo es natural. No hay ningún ingrediente extraño. Quizá lo que más se siente es el amor que uno le pone a las cosas”.
Por semana, además de amor, usa 20 kilos de arroz, 10 paquetes de frijoles, 50 kilos de pollo y unos 20 o 25 de rabo de res.
Infaltable es el picantito del chile panameño y los olores tradicionales. Todo se hace fresco, todos los días. “Si está feo o está bueno, no hay que buscar mucho. Fui yo”, dice esta mujer de 56 años sin quitarse la red que le tapa el cabello.
De su mamá, aprendió a trabajar incansablemente y a cocinar. Su historia con Costa Rica comenzó hace tres décadas cuando su familia pasaba una crítica situación económica en Nicaragua y le salió la oportunidad de venirse a trabajar como empleada doméstica en casa de la escritora costarricense Virginia Grutter. Se vino con un bebé con apenas unos días de nacido, un buen salario, los gastos de su pequeño cubiertos y en avión.
Estuvo tres años con la poeta antes de buscar otro camino. Luego, vinieron tiempos de mucha lucha, de caer y levantarse, de aprendizajes y de historias dolorosas, incluso recuerda que una vez terminó llorando en un parque y le pidió ayuda a una señora que se acercó para ver qué le pasaba. “Tengo hambre”, le dijo.
Las vueltas de la vida la llevaron hasta La Caribeña, donde comenzó como lavaplatos. En una ocasión en que se enfermó la cocinera oficial y había que atender a un grupo jamaiquino, se ofreció a hacerles los platillos que había observado y sacó la tarea con más que buena nota.
Pasaron los años y los trabajos hasta que ella se puso una soda, pero ella soñaba con un restaurante. Un pedido le abrió las puertas para hacerlo realidad: poco después de que le recomendaron un local ideal para materializar su anhelo, que no podía pagar, le ordenaron 100 rice and beans y 100 patís para una fiesta. “Con eso agarré este local”, recuerda emocionada. Aquello fue hace 15 años.
Cuando el suculento rabo entró al menú de Los Tucanes
Fue en este espacio donde un cliente, Omar White, le dijo que por qué no hacía rabo. Doña Corina dijo que claro, que en Nicaragua lo hacían en sopa. White le sugirió que lo hiciera en salsa de coco y que si le quedaba rico, él regaba la bola. Así fue y fueron muchos quienes, como él, pasaron la voz.
Luego, el rabo se empezó a poner de moda en otros bares y restaurantes. “Mucha gente lo copió”, apunta el bartender y DJ por su parte.
Lo cierto es que los fieles comensales de Los Tucanes no se guardan el secreto. Lo pregonan a los cuatro vientos, a quien los quiera escuchar. Por ejemplo, el abogado Geovanny Vega, de Santa Ana, considera no solo que este es “el mejor rice and beans del mundo mundial”, sino que toda la comida es deliciosa. A él se unen voces de críticos culinarios, reseñas de expertos en comer, chefs y comelones en general.
Incluso, durante la pandemia, sus clientes mantuvieron a flote a doña Corina porque le siguieron comprando comida y hasta le pusieron un horario: tenía que cocinar de 11 a. m. a 9 p. m. y la gente pasaba a recoger los encargos a su casa, en San Cayetano.
Knyght trata de ser muy ordenada con la plata. “Tengo un carro viejo, allí usted lo puede ver; mientras me siga llevando yo estoy tranquila. Yo voy haciendo buchaquitas; a mí me gusta la tranquilidad. Me doy un gustito cuando puedo, pero no soy como esa gente que gasta para que la vean”, asegura.
Y así, siendo ordenada con sus finanzas y trabajadora, ha logrado sacar adelante a su familia, incluyendo cuatro hijos. “Ellos son un gran orgullo; son chiquillos de bien”. Sigue trabajando para su hija menor, que tiene 15 años y una discapacidad.
Las cosas no han sido fáciles para esta mujer, pero no se doblega fácilmente porque piensa que “lo que no me mata, me hace más fuerte” y se encomienda a Dios.
Superarse, superarse, esa siempre ha sido su meta. “Me siento satisfecha. Le doy gracias a Dios y también a mis clientes que tengo un techo digno, tengo el pan de cada día, honradamente, y eso me da una satisfacción inmensa”, revela sin titubeos.
Vuelve a la cocina como siempre, los clientes aguardan. Sabe que esperan sus platillos con paciencia y ella no se hace de rogar. La salsa suena. Y Los Tucanes siguen volando.
Sergio Torres, un corazón salsero en la barra
El primer rostro familiar en Los Tucanes, el que da la bienvenida al restaurante y sirve la bebida de su preferencia es Sergio Torres Salazar, un corazón salsero dispuesto a que el lugar también conquiste el gusto musical de los visitantes.
Este hombre sexagenario se da gustos hablando de su colección musical: en la nube tiene más de 1.200 GB de pura salsa; es decir, unas 225.000 canciones que ha logrado recolectar a lo largo de una vida dedicada a su pasión por esta música.
Además, en físico tiene infinidad de discos compactos, acetatos y hasta casetes, que ha ido digitalizando.
Todo comenzó allá en la década de los años 80 cuando iba a bailar a las tardes juveniles de la Discoteque Talamanca, que quedaba sobre la avenida central de San José, frente al también extinto Cine Capri. Una cosa llevó a la otra y empezó a trabajar en el lugar como parte de la seguridad hasta que aprendió a manejar la cabina y a programar la música.
Fue entonces cuando empezó su fiebre de coleccionista de salsa. Ahora se precia de tener la música completa de grandes figuras y grupos salseros clásicos como la Fania All Stars, Héctor Lavoe, Cheo Feliciano, Frankie Ruiz y el Gran Combo de Puerto Rico.
“Estoy muy orgulloso de esto. Todos los días hay más música y hay que innovar. Paso buscando música”, afirma Torres, quien conoció a doña Corina cuando ambos trabajaron en La Caribeña.
Como herencia de aquellos años como DJ, tiene mezcladora en el teléfono y más de 32 gigas de pura música solo para entretener a los clientes de Los Tucanes. Trata de poner música de todo tipo, pero por supuesto reina la buena salsa.