La vida debería ser, sobre todo, como los almuerzos de doña Juanita Fallas. La vida debería ser como el pollo con papas, como el picadillo de chayote, como el fresco de mandarina, como la ensalada de repollo que prepara doña Juanita. Debería, más que ninguna otra cosa, ser como este arroz blanco con zanahoria que preparó “para que se viera más lindo”.
No lo es, claro. La vida es otro montón de cosas mucho menos bonitas que el almuerzo casero que esta mujer, matriarca de una familia que vive, casi en su totalidad, en las cercanías de la zona de Quebrada de Arroyo. La vida es estrés, trabajo, fechas de entrega, deudas, cobros, dinero. Ese montón de inventos que hemos aceptado como parte de nuestra existencia pero que no son más que palabras sin significado tangible.
Aquí, en el corredor de la casa de la familia Mora Fallas, esas palabras no son más que eso: letras unidas, sin relevancia para la vida. En estos momentos, lo que importa es el almuerzo, la convivencia, la lluvia que cae ahí afuera, el recuerdo de las cataratas que rompen con furia el silencio de la finca Mulguri, que acabamos de visitar.
Este es el punto final de un viaje que comenzó solo tres días antes. Este almuerzo, esta confirmación de lo que realmente vale la pena en la vida y lo que no, es la despedida de Quepos y de Manuel Antonio, dos nombres por lo general asociados con la playa. Sin embargo, playa fue lo que menos vimos.
Fue lo que menos extrañamos.
Un gran balcón
El Hotel Si Como No tiene una vista privilegiada, una de esas que no se pueden ver cuando se rueda por la calle que conecta Quepos con Manuel Antonio. Una de esas que le hacen a uno preguntarse por qué era que seguía viviendo en la ciudad. La brisa marina sopla y abraza desde que uno pone pie en la recepción, que bien podría pasar por un gran balcón desde el cual se puede apreciar el océano Pacífico en su magnífica inmensidad.
Nuestra primera actividad, sin embargo, no tuvo nada que ver con el mar. Uno de los atractivos del Si Como No se encuentra cruzando la calle, dando la espalda al mar. Su refugio de vida silvestre es amplio y llevo de actividad salvaje.
Un amplio mariposario brinda albergue a una infinidad de larvas y mariposas de toda suerte de especies, que revolotean en una caótica danza que dificultó durante un buen rato la labor de mi compañera Mayela, fotógrafa que fue parte del viaje. No es fácil capturar con el lente a una sola mariposa, pero el espíritu agradece la tranquilidad que estos insectos voladores transmiten.
No son los únicos animales en el refugio, sin embargo. Se pueden ver ranas, tortugas y –lo más impresionante– cocodrilos: uno no tiene consciencia de cuánto son cinco metros hasta que los ve flotando en una laguna, con dientes afilados y piel acorazada.
Si el refugio de animales fue un espacio de calma y tranquilidad, el tratamiento en el spa fue un pináculo de relajación y liberación de estrés. El menú de tratamientos es variado y amplio, pero puedo dar fe de un par: el masaje relajante y el masaje con barro, además de un rato en el jacuzzi. Es un trabajo difícil, este, pero alguien tiene que hacerlo.
Pacífico
Si bien nuestro objetivo durante este viaje era destacar la riqueza de Manuel Antonio y Quepos más allá de sus bondades ya harto conocidas –la playa, el mar y el Parque Nacional más visitado del país–, sería torpe ignorar que están allí.
Así, una opción particular y llamativa para quienes cantan el coro ultraconocido de que en el mar, la vida es más sabrosa, es la de embarcarse en un viaje en catamarán. Iguana Tours, una agencia de recorridos ya tradicional en Quepos, ofrece uno de los viajes más atractivos pues, además del viaje en la embarcación, también permite a apreciar de cerca la riqueza submarina de la costa gracias a sus opciones de snorkeling.
Sería torpe ignorarlo: la palabra catamarán es todavía un mal recuerdo en el imaginario colectivo costarricense, por la tragedia ocurrida en el 2015 en aguas de nuestro Pacífico. Sin embargo, lo cierto es que es uno de los tipos de embarcaciones más seguros que existen, y la riqueza de la experiencia sin lugar a dudas vale la pena.
Refugio
El último punto de nuestra agenda fue el hotel San Bada. Ubicado justo a un costado de la entrada al parque nacional Manuel Antonio, el San Bada es muy similar en su apariencia a un hotel de ciudad: un edificio de seis pisos que aglutina todas las habitaciones, una piscina con bar, un restaurante con vista a los jardines.
La atención, cabe mencionar, fue maravillosa desde el punto de partida: todo recuerdo memorable debería comenzar con un cóctel de frutas en la recepción.
Luego de una noche tranquila y sin apuros –y de un chapuzón obligatorio en la piscina–, despertamos temprano para la última actividad del viaje, y sin duda la mejor.
Andrés, nuestro guía, nos recogió en la recepción del hotel apenas pasadas las 8 a. m. Lo que siguió fue un recorrido hacia el interior de Quepos. Lejos de la playa, el cantón de Aguirre se extiende montañas adentro, allí donde pocos turistas llegan pero abundan las vistas que dejan la boca abierta, la fauna se despoja de timidez y la riqueza vegetal es tan abundante que parece infinita.
Después de Londres de Quepos, lo que sigue se llama Quebrada de Arroyo, un pueblo que coquetea con los límites provinciales de San José y Puntarenas, y que es regado por el río Savegre. Allí se ubica la propiedad Mulguri, donde se llevan a cabo los recorridos de aventura del hotel San Bada.
Tras bajar del vehículo de cuatro ruedas, abordamos uno de cuatro patas. El recorrido a caballo puede atemorizar a algunas personas, pero en realidad es sencillo y, luego de poco rato, uno se acostumbra al trote del animal.
Lo que se forma entonces es una especie de comunión entre el equino y el jinete, y que se extiende al entorno: no hay mayor conexión con la naturaleza que la de sentir el calor de un ser vivo mientras los ojos engullen la milenaria exuberancia de un caño lleno de árboles y quebrado por el correr de un río.
Luego de un refrigerio rápido y antes del almuerzo casero preparado por doña Juanita, nos dirigimos a los senderos de la propiedad y visitamos cada una de las cuatro cataratas que forman parte de ella. Como un segundo spa , pero esta vez natural, la caída de agua no solo resultaba hermosa a la vista, sino al oído: su bramido salvaje puede hacer que cualquiera se sienta pequeño, desempoderado.
Y eso está muy bien.