Germán Valverde, también conocido como “Maromero”, vive bajo una ley que rige su línea de pensamiento. Para él, es como una luz que lo guía todo el tiempo:
“Siempre hay algo que hacer, desde agarrar una escoba y barrer. Barrer es un arte por hacer; que no te ensucie los pies. Por eso se barre para el frente”.
Su padre, don Antonio solía recitarle esta frase desde que estaba muy pequeño, y sobre esa normativa construyó una carrera y un nombre que le permitió conocer “toda América”, grabar ocho discos compactos con música interactiva infantil del Grupo Maromero, escribir siete folletos de trabajo que llevan títulos como El joven discapacitado y la recreación y sabe cantar Feliz Cumpleaños en 21 idiomas.
En 1979 Germán se graduó como bachiller en Educación Física de la Universidad Nacional (UNA).
Durante esa época estudiantil, jugó como centrocampista con Puriscal donde recibía un pago y alimentación; así se pudo costear los estudios.
En su pueblo, Salitrillo de Aserrí, fue conocido por ser un gran jugador. “Siempre estuve en la posición de servir al otro, como me enseñó mi papá”, asegura.
Durante los fines de semana, cuando no tenía clases o entrenamientos, comenzó a dirigir campamentos con compañeros de la U y con amigos.
Desde un inició trabajó con niños que tenían alguna discapacidad especial.
Su fin era demostrar que existía una educación alterna para estas personas, que estaba fundamentada en la recreación al aire libre.
“La educación al aire libre es aprender español o mate con palo y piedra. Ver formas y colores”.
Como estudiante, Germán se enamoró de la metodología de sus profesores, desde los que tuvo en la escuela hasta los maestros de la universidad; siempre tuvo claro quien quería ser: “Un transformador”.
Por eso, cuando le dieron la oportunidad de trabajar como profesor en el Centro de Enseñanza Especial, en Oreamuno de Cartago, en 1980, no tuvo duda alguna en aceptar el puesto. Eso sí, sintió muchos temores.
Seguía viviendo en Aserrí, había realizado hasta el momento cuatro campamentos con esta población, y tenía apenas 22 años cuando lo nombraron asesor regional de la disciplina.
Así fue como comenzó a trabajar en instituciones que atendían a niños y jóvenes con alguna discapacidad; personas que tenían desde un mes hasta los 18 años.
“Yo sabía tocar guitarra, entonces durante los últimos 15 minutos de la clase, tocaba y los niños que estaban acostados, o con sus músculos atrofiados, comenzaban a moverse”.
Germán siguió el consejo cuando le sugirieron que debía escribirle cartas al Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) con el fin de tener más y mejores métodos que aplicar. A los meses recibió folletos y guías de la organización para continuar su trabajo.
Eventualmente, todos los talentos y destrezas de Valverde se unieron para crear lo que es el Grupo Maromero, uno de los actos musicales infantiles más exitosos en el país desde la época de los noventa. Durante los últimos 20 años, han promocionado “la participación, la creatividad, la formación personal y profesional” a través de juegos.
Germán no lleva una cuenta de cuántas fiestas infantiles ha participado, pero su magia ha llegado a millones de niños de todo el país.
Su currículum vitae, enumera a lo largo de seis páginas, una gigantesca cantidad de cursos especializados y talleres que ha llevado en el país, pero también en Estados Unidos, Canadá y Centroamérica.
Este año, Germán decidió retirarse como director de campamentos. Lleva 38 años trabajando en eso y el esfuerzo físico y mental que requiere se va comiendo energías que, a los 61, necesita poner en otro lugar.
Hace poco tuvo su primera nieta de su hijo mayor, Daniel. Su esposa acaba de pensionarse, y tiene una cantidad innumerable de amigos por revisitar. Además de que continúa presentándose con el grupo Maromero, ahora junto a sus otros dos hijos Diego y David, quienes también son fundadores del grupo musical Chillax.
"El 'show' es una cultura de fe, de creérsela, de juegos, de alegría
Maromero nunca fue, según Valverde, una intención. “Solo pasó”, asegura. El personaje, por decirlo así, se creó durante los años en que Germán trabajó como profesor de Educación Física, específicamente, cuando conoció en 1993 a Carlos Navarro, fundador de Los Hicsos.
“Resultó que Carlos había estado en convivencias, en algo más espiritual, y a raíz de eso llegó a la Escuela de Enseñanza Especial de Cartago a presentarse para los chicos. Para mí era un famoso, así que fue muy emocionante que colaborar con él”.
Para ese entonces, Germán ya tenía grabado un casete de canciones que recopiló durante los campamentos que dirigía. Todos los miércoles Valverde impartía clases en esa escuela.
Por ello, la música que cantaba junto a Navarro era la que “Maromero” tenía escrita. El dúo comenzó a ser famoso entre las profesoras.
La cosa llegó a tal punto, que en 1995 unieron fuerzas y a través de un amigo cercano de Carlos, lograron grabar “profesionalmente” un casete en la reconocida disquera del momento, Indica.
Lo vendían a ¢200 y en beneficio de la escuela.
“Yo lo veo así: Maromero es un profesor de Música y un profesor de Educación Física. Yo me especialicé en juegos, y así comenzó nuestro pequeño show”.
Pasó un año y el grupo cobraba más fama. Un día Germán consultó con su esposa Rosa, a quien conoció en un campamento de 15 días, si debía dedicarse solo a los shows, y con el visto bueno de ella, Valverde comenzó a presentarse en el Mall San Pedro, en fiestas y en escuelas.
“Ya tuvimos que pensar en una imagen y en un vestuario. Cuando Carlos se va de Maromero, llega otro muchacho, José Miguel, y con él le ponemos más sabor, más salsa y así nace la canción Periquito”.
Con el tiempo, Maromero se convirtió en el acto por excelencia en todas las reuniones infantiles.
Además capacitó –en aquellos años– a los trabajadores de McDonald’s, Burger King, del Parque de Diversiones, a payasos, maestras de preescolar, y demás.
“¿Adiviná qué música cantábamos?”.
Así, su sonido comenzó a replicarse por todo el país.
La gran variedad de sus temas infantiles proviene de los años en que Germán asistió a los campamentos, donde siempre conocía a personas de distintas partes del mundo, quienes traían sus cánticos para compartir alrededor de la fogata. Germán prestaba atención.
“Fui recopilando, inventando canciones que me ayudaran también a dar las clases. Tuve la habilidad de escuchar, de guardar, tenía una grabadora y lo grababa todo”.
Pero además, el grupo tuvo la fortuna de que, durante sus tiempos de más y mejor, llegaron a Costa Rica avances de la tecnología, como lo fue un piano que era propiedad de Carlos.
“Adentro tenía 14 músicos. Llenábamos los supermercardos Rayo Azul así”.
Uno de los logros más grandes que recuerda Valverde como “Maromero” fue presentarse ante 35 mil niños en el Estadio Nacional con las Obras del Espíritu Santo.
“Yo en este momento estoy recogiendo una cosecha que no había imaginado que sembré. El show es una cultura de fe, de creérsela, de juegos, de alegría, de sueños, de que seamos jocosos y vacilemos. Despeine al que está a la par”.
"Yo empecé una película, la sigo viendo y solo yo la veo"
Germán creció en Salitrillo de Aserrí donde aprendió a bañarse en el río, y a subir árboles para poder comerse las frutas.
Su mamá, doña Berta, le prohibía golpear los troncos.
“Mis padres fueron gente buena, solidaria, humilde, colaboradora. Me enseñaron valores muy fuertes sobre la vida con hechos, no con palabras”
Germán tiene 15 hermanos. Primero nacieron 8 mujeres, y luego 8 hombres. “Yo soy el número 14”.
Como es de suponer, su crianza fue al aire libre.
“De noche no había luz, entonces contábamos historias de miedo con una candela. En el verano nos tirábamos a la calle con trompos, bolinchas, la mejenga. En el invierno, jugábamos la sortija, ahí vienen los moros... Era juego, juego, juego”.
Cuando buscaba solitud, Valverde caminaba su montaña. Entre paseos escuchaba vecinos tocar la guitarra y dar serenatas.
Su abuelo y su papá eran músicos, pero nunca los pudo ver tocar. “Pero ves, en la sangre algo suena”, me aseguró, mientras conversábamos en la terraza de su casa.
Su hogar es un espacio armonioso invadido por plantas, el jazz de la emisora 95.5, pisos de madera, libros sobre la educación, novelas de Paulo Coelho, las figuras en miniatura de la Selección Nacional, y un fólder que fue nombrado “pensamientos”.
En uno de los cuartos, Valverde archiva todo lo que construyó durante casi 38 años que trabajó como profesor y director de campamentos. Durante toda su vida adulta llevó seminarios como el de “Medicina Deportiva”, un curso sobre la “Evaluación y Tratamiento Motor del Niño con Daño Cerebral”; y en el 1983 asistió a un congreso centroamericano y del Caribe sobre retardo mental.
La lista sigue y sigue.
Valverde, un hombre que muchas generaciones recuerdan casi como una figura paterna, es una persona con carisma y energía que se extiende por sus manos, las cuales no dejar de mover para gesticular. Ahora, viendo su trayectoria con distancia, reconoce que su éxito proviene de él; y de quienes siempre apoyaron sus ideas y le tendieron una mano. Empezando por su papá.
“Lo más importante fue mi actitud ante todo. Yo fui muy receptivo. No me perdí mucho. Yo empecé una película, la sigo viendo, y solo yo la veo, nadie más. Es mi película. Tengo que disfrutarla”.
Los jardines de Maromero
Germán Valverde suele asistir al Hospital de Niños para cantarle a los más pequeños. La actividad lo desgasta emocionalmente. “Uno solo puede tratar de hacer que ellos sonrían, pero nada más”.
Cuando llega a su casa después de esas visitas, entra a su habitación para estar con “dios”, o camina por su patio, el cual comenzó a construir hace 18 años, cuando llegó por primera vez a esa casa; un lugar que se ha formado por personas de distintas nacionalidades, que llegaron hasta ahí para dejar la bendición de las buenas energías.
Su hijo mayor Daniel recuerda que durante toda su adolescencia siempre hubo algún invitado en la casa. “Sino eran extranjeros que papi acogía de los campamentos, era un amigo mío o de la familia que estaba en una situación difícil y necesitaba donde dormir. Valverde Murillo somos solo tres, pero la familia es grande”.
El patio de Germán es su santuario más preciado por el momento. Se conoce todos los nombres de las plantas, el año en que las sembró, los beneficios de los frutos, las propiedades de las hojas...
“En la escuela había huerta, y no sé porqué, mi maestro siempre me decía: ‘Valverde vaya y trae rábanos, ayote, apio, culantro, y se lo lleva a Irene’, que era la cocinera. Me encantaba sembrar, entonces mi maestro me enseñó”.
Ahí, sobre ese suelo fertil, caminan los años que vivió junto a su familia en Salitrillo, donde sus palmas recogieron mucha sabiduría. “Mi papá era una persona muy virtuosa, y por una historia de vida, me correspondió compartir mucho con él, entonces además lo ayudé a sembrar café y ayote”.
En en su jardín, “Maromero” encuentra su silencio, la terapia, un momento para pensar. Ahí recuerda su primera casa, el río, sus padres, las plazas para mejenguear. Sembró en hilera varios pinos que quiere molderar en forma de animal para su nieta.
Crecer rodeado por naturaleza, le dio a Germán otra visión de este mundo. Por eso, en parte, decidió construir su gran sabana, porque ahí es donde -además de su cuarto- se conecta con su dios.
“Ese dios es algo que brota. Que lo sentís en diferentes circunstancias. A mi me han puesto las manos en la cabeza porque me quieren convertir, y yo no siento nada. He estado cantando en la mañana villancicos, y a las 7 p. m. estoy en la sinagoga cantándole a Jeús. Entonces ¿qué es dios? Una energía. Tiene que haber algo”.
Esta inclinación espiritual que percibe Germán la alimentó durante los muchos campamentos en donde recibió lecciones de vida que va desojando mientras recoge naranjas del suelo. Él le llama “oportunidades de servicio”.
“En los campamentos con personas con discapacidad me di cuenta que quien no veía era yo. Ellos me enseñaron a escuchar, a ver y a caminar”.
Valverde ha realizado desde campamentos de 15 días con chicos que estaban encarcelados, hasta de tres con 60 niños ciegos en Curridabat, en tiendas de campaña, al lado de un río. Recuerda, ahora que ya dejó atrás esa faceta, y va cerrando portones, una vez en particular cuando sus destrezas se salieron de control.
“Hicimos un campamento donde le dijimos a los chicos, que eran no videntes, que íbamos ir al universo. Cada grupo era un planeta. Cuando acabó todo, los niños llegaron a la casa diciendo que habían estado en Jupiter, haciendo una fogata. Porque los hechos son más que las palabras”.