I
La clínica estaba vacía. En estos días, con el nuevo coronavirus en su punto más alto en Costa Rica, nadie quiere ir a centros médicos. Mi abuela no podía esperar.
Mi prima y yo la llevamos a Emergencias. 30 minutos antes le avisó a mi mamá que tenía sensación de ahogo.
La senté en una silla de ruedas y esperamos a que nos llamaran. Una amable enfermera empezó a tomarle los signos y la presión arterial. Llegó el doctor, preguntó qué pasaba y sus antecedentes médicos. Sin decirnos mucho, nos llevaron a una zona aparte.
“Ahorita viene otro doctor a valorarla. Mientras le vamos a poner oxígeno”. Eran casi las 2 p. m.
II
Poco después llegó un enfermero y le colocó el oxígeno a mi abuela. Eso la hizo sentir un poco más aliviada. Ahora la molestia era el viento que pegaba en su espalda. La tarde estaba gris y nos habían llevado a esperar al parqueo de la ambulancia.
Mi abuela lucía tranquila, tenía los ojos llorosos por la sensación de ahogo. En la nariz una manguerita le llevaba oxígeno y por encima tenía una careta plástica que le pusimos para protegerla en la clínica, aunque poco después entendí que a quienes querían “proteger” era a los demás pacientes. Nos aislaron porque todo apuntaba a que mi abuelita podía tener coronavirus.
En los minutos posteriores llegó otro doctor, auscultó a mi abuela y la envió a hacerse una placa. Tenía la saturación de oxígeno en la sangre muy baja: 82, cuando lo normal es entre 95 y 100.
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Un funcionario ayudó a llevar a mi abuela a rayos X. Era muy atento y cordial. Luego supimos que trabajaba en el hospital geriátrico Raúl Blanco Cervantes y entendimos su trato especial con los adultos mayores.
Mientras pasaron a hacerle la radiografía de pulmones a mi abuela, sentí, por primera vez, unos ojos que me veían con cierta molestia; no pude ver el semblante, pues la señora llevaba una mascarilla. Antes la habíamos visto cuando entramos y sentí que nos seguía, esta vez usaba guantes y una bata protectora. La señora llegó a desinfectar el lugar por el que habíamos pasado, venía haciéndolo hacía rato y no lo notamos. No culpo su mirada, yo también sentiría miedo. Creo que no hay quien ahora no lo sienta, sobre todo cuando se trabaja en un centro médico.
Cuando mi abuela salió, nos pidieron ir a esperar afuera nuevamente, solo que esta vez tuvimos que salir por detrás, pasar por un tipo de patio con césped y llegar al lugar. Como en todo momento, el funcionario vestido de verde y armado con su mascarilla N95, nos guió.
Nos instalaron en un toldo blanco fuera del edificio, apartado de todo lo demás, y creí que ahí le harían la prueba de la covid-19 a mi abuela, y en la de menos a mí, pues había estado en contacto con ella, aunque yo estaba usando mascarilla y careta desde que salí de mi casa.
Me sentí tranquila porque ella estaba más sobrepuesta gracias al oxígeno; me comentaba sobre lo amables que estaban siendo los funcionarios.
Cuando yo imaginaba cómo le iría a abuelita con el hisopado, me llamó el doctor para que le reconfirmara algunos datos de ella. Ya la placa estaba lista y sus pulmones se veían limpios. La alerta estaba encendida: adulta mayor, con problemas respiratorios, vecina de un cantón con alerta naranja, diabética, hipertensa y cardiópata. El médico había llamado a un colega del hospital San Juan de Dios, quien le dijo que era mejor tratar a mi abuela en ese centro médico josefino.
III
Volví donde mi abuela y le expliqué que la iban a llevar en ambulancia al hospital, que allí, probablemente, le iban a realizar la prueba de la covid-19, pues tenía varios síntomas que alertaron a los doctores.
“Yo no tengo el coronavirus. Dios me cuida, además, yo evito el contacto con las personas. Su mamá me protege mucho”, dijo.
Esperamos unos minutos. El doctor dijo que él y un enfermero tenían que prepararse para acompañar en el recorrido a mi abuela, que ellos “tenían que vestirse de blanco”.
Cuando llegaron el doctor y el enfermero, habían cubierto su uniforme verde quirófano con enterizos blancos protectores que tienen gorro y les cubren hasta la frente. En los pies llevaban botas especiales y en las manos guantes de látex; sobre el rostro un tapabocas y una careta. El conductor de la ambulancia también siguió el protocolo de vestimenta. Iban a transportar a una señora sospechosa de coronavirus y las medidas se extreman.
En ese instante sentí escalofríos y empecé a pensar lo peor. Mi abuela se fue sola con ellos en la ambulancia porque yo no podía dejar mi carro. El doctor me sugirió que me fuera detrás de ellos para llegar juntos. Fueron 10 minutos larguísimos: aunque mi abuelita iba muy bien acompañada, sentí miedo de que algo le pasara. Mi prima iba como mi copilota y llevaba lista una manta para ponerle en la espalda a nuestra abuela.
Llegamos al hospital. Ya la incertidumbre me había invadido. Seguí a la ambulancia y me parqueé detrás, estábamos entre la acera y las barandas que colocaron afuera del hospital para restringir el paso; mi prima se bajó porque creímos que iba a poder acompañar a mi abuela.
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Mientra mi prima estaba esperando escuchó al conductor de la ambulancia decirle a los oficiales de seguridad del hospital que le autorizaran el ingreso porque “traigo un covid”. Mi prima se consternó, pues a mi abuela no le habían hecho ninguna prueba. Aparte de la impresión, al otro lado del portón del hospital un funcionario le dijo a mi prima que ni pensara que podía entrar, que nadie podía estar con mi abuela y que teníamos que botar cualquier cosa que ella hubiera tocado.
Mi abuela continuaba en la ambulancia que aguardaba a que otra saliera para poder ingresar. Yo aproveché para ir a un parqueo cercano que funciona las 24 horas y llegué hasta donde mi prima aguardaba.
Allí me golpeó otra vez la realidad. Ingresaron a mi abuela acostada en una camilla y solo la vimos ir. El acceso era restringido. Impaciente intenté averiguar un poco más y topé con la fila de personas que esperaban a que les hicieran la prueba del coronavirus.
Me corrí como en automático. Las personas formadas junto al toldo blanco itinerante ubicado en el parqueo del San Juan de Dios, tenían cara de desgano. Todos usaban mascarilla.
Traté de buscar ayuda con el guarda. Insistió que aunque mi abuela es adulta mayor, nadie podía ingresar a acompañarla. En tiempos de pandemia se toman medidas extremas. Me compartió un cuadrito de papel en el que venían un par de números para allí solicitar información. Mi abuela había dejado su celular en su casa.
Mi prima y yo estábamos frente a un portón que además de no dejarnos pasar, nos llenaba de dudas. Allí llegaron los peores pensamientos. ¿Sería esta la última vez que íbamos a ver a mi abuela?
Este virus cruel ha provocado que muchas familias no puedan despedirse de sus seres amados. Si mi abuela realmente estaba contagiada, era adulta mayor, hipertensa, diabética, cardiópata y muy débil por un derrame cerebral que le arrebató el 75% de su capacidad, y además tenía problemas respiratorios, que sabemos es uno de los síntomas más alarmantes de la covid-19, ¿qué iba a pasar? Lo que medianamente nos tranquilizaba era que, según dijo el doctor que valoró y acompañó a mi abuela, la prueba a personas sintomáticas arrojaba su resultado dos horas después. Al menos saldríamos rápido de la duda. Creímos.
IV
En la acera del hospital había personas distanciadas. Con protectores faciales. El reloj marcaba poco más de las 4 p. m., pero parecían las 6. Era domingo, pero se sentía como Viernes Santo; lo desolado de la zona lastimaba el ánimo.
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Por las restricciones sanitarias, cerca del hospital, en el centro de San José, lo único abierto era un supermercado.
Compramos algo en el súper para almorzar y esperamos en el parqueo, muchos otros tuvieron que aguardar de pie afuera del hospital. Todos, con diferentes angustias personales, coincidíamos en algo: esperábamos una noticia.
40 minutos después llamamos al centro de información. No había datos de mi abuela, el sistema solamente registraba su ingreso a la clínica a la que llegamos por emergencia y no de su llegada al hospital josefino.
Insistimos. En las próximas llamadas la angustia crecía. No sabían donde estaba mi abuela. Hubo quien sugirió que probablemente la habían subido a un salón, pues al ingresar como sospechosa no podía estar en contacto con otros pacientes en emergencias y tampoco tenía las condiciones para hacer fila en el toldo del exterior.
Gracias a dos funcionarias serviciales y comprensivas con la angustia de quienes desconocen información de su familia, logramos saber que mi abuela estaba en Observación 3, aislada y “de cuidado”.
V
Pasaron unas cinco horas y la supuesta llamada que informaría el resultado de la prueba que le harían a mi abuela en el hospital no llegaba. De mi celular salieron unas 15 llamadas. Unas atendidas y otras no.
Finalmente, cerca de las 10 p. m., en información me dijeron que mi abuelita iba a quedarse internada en observación. Si se quedaba allí era porque la prueba había salido negativa.
Mi abuelita salió del hospital dos días después. Su falta de aire se debió a que sus pulmones estuvieron a punto de llenarse de agua. Ella y toda la familia estamos muy agradecidos por la atención oportuna y las medidas preventivas de los funcionarios de la Caja Costarricense de Seguro Social.
Sintiéndose aliviada me dijo: “Es duro que se confundan y piensen que algunos síntomas son el coronavirus, ya ese virus tiene mucho tiempo aquí”.
Luego me agregó: “Deberíamos escribir un reportaje de la película que vivimos y de como nos aislaron juntas en el toldo blanco”.
*Las imágenes que acompañan este artículo se tomaron, inicialmente, para compartir con la familia cómo se desarrollaba todo durante nuestra estancia en el centro médico. El departamento de comunicación de la CCSS autorizó su publicación.
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