Un día como este, hace diez años, Roberto Guerrero murió. Hoy lo recuerda como si hubiese sido ayer.
Como una revelación, un mes antes de que su corazón se detuviera, había tenido un sueño, uno que lo había hecho levantarse de madrugada y correr al cuarto de su madre.
En el sueño, Roberto estaba en una cama de un hospital muy antiguo (de los años 40, asegura). Estaba en un catre de metal, al fondo del último salón del edificio.
Era de noche. Entre las sombras —de la oscuridad del lugar y del sueño mismo— una figura iluminó la habitación.
La soledad dejó de sentirse y Roberto, acostado en aquel catre, vio una cara que se le hacía familiar. Se quedó mirándola hasta que la reconoció: se trataba de doña Susan, una antigua amiga de su madre que había fallecido cuando él tenía 10 años de edad.
Veinticuatro años habían pasado de cuando aquella señora murió. Desde entonces, doña Susan no se le había aparecido ni de asomo en ningún otro sueño. En su casa, tampoco había retratos de ella ni alguna otra reminiscencia sobre su existencia. Solo quedaba el rostro de doña Susan en la memoria de Roberto.
En el sueño, la señora se le postró al pie de la cama, lo miró a los ojos y le habló, como si le revelara una epifanía. Le dijo: “tranquilo, usted aún tiene muchas cosas por hacer”. No fue en vano: hoy cuenta su cuento.
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Revelaciones
Roberto Guerrero nació en 1978 en San José, Costa Rica, donde ha permanecido toda su vida y ha sido feliz. Era feliz antes de morir, el 15 de diciembre del 2012, pero era una felicidad que transitaba entre calles corroídas, desgastadas, que tarde o temprano lo llevarían a una ruta inevitable que implicaba que su corazón se detuviese.
Creció abrazado con el amor de su madre, quien siempre lo motivó a ser bueno, a ser aplicado. En la escuela fue de los primeros promedios cada año, en la secundaria también. Eso sí: en el colegio lidió con el barullo del bullying que sacaba tentáculos y quería hacerlo su víctima.
Aún así, no dejó de destacarse. Cursó con éxito la secundaria y decidió sacar un técnico en artes gráficas. Se vio con talento, tanto como para imaginarse una vida dedicada de lleno a la cultura y a la creatividad.
¿Por qué no entrar a la universidad?, se preguntó. Su madre le dio el apoyo necesario y decidió enrolarse en la facultad de Bellas Artes de la Universidad de Costa Rica, en la carrera de Artes Plásticas. De allí se graduaría con el enfoque de diseño gráfico pero, tras años de universidad, de conocer toda clase de gente, se animó en hacer proyectos y más proyectos.
Que gestión cultural, que exposiciones, que fotografías, que afiches, que meterse al gym, que seguir estudiando, que dar clases, que sacar tiempo de la semana para amigos y familia. Como suele pasar cuando se prueban las mieles de la adultez, Roberto quiso ser muchas cosas.
Por supuesto, dividirse en mil pedazos para cumplir con todos los propósitos no sería sencillo pero, acostado en el viejo refrán de “a todo se acostumbra uno”, Roberto creyó que sería posible mantener ese estilo de vida.
El parteaguas de su cotidianidad llegó en un día de gimnasio. Roberto estaba con su entrenador de funcionales en un gimnasio en Zapote.
Llevaba una vida saludable, de constante ejercicio a sus 34 años.
Apenas acabó la sesión de ejercicios, su entrenador se fue. Roberto se despidió de él, pero se quedó en el gimnasio. Partió hacia los vestidores, con una toalla en la mano y se sentó en una banca. Allí, aplanado, empezó a sentir que alguien lo acuchillaba en el estómago.
Por supuesto, no había nadie. “Tiene que ser reflujo, algo que comí y me cayó mal”, pensó al momento.
El dolor se agudizó y fue como si cuchillos cayeran desde la torre más alta de la ciudad hasta su ombligo. Roberto sentía un crujido demoledor en sus entrañas, uno por el que valía la pena asustarse.
Pero trató de mantener la calma. Respiró. Profundo. Seguido. Exhaló aún más profundo.
Con el dolor a cuestas, se levantó y se fue hasta su casa. Buscó a su madre. No estaba. La casa se sentía sola; él solo estaba acompañado por su dolor.
Entonces fue que decidió “no jugársela”. Se fue a la clínica, se acercó al mostrador, dijo su cédula en alta voz y pluf. Nada. El vacío. Roberto cayó al suelo, sin saber que se había desvanecido. Unos segundos después, murió.
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Y llegó el médico
El doctor Elliot Garita, uno de los criujanos de tórax y cardiovascular más renombrados del país se esfuerza en recordar. Él sabe que en algun espacio de su memoria está esa carpeta mental con el nombre de Roberto Guerrero y su paro de corazón, pero son muchos años de dedicarse a la medicina (lleva 32 calendarios de ejercer).
Aún así, no le es difícil hablar sobre Roberto porque hablar de muertes súbitas es más habitual de lo que uno podría pensar. El país registra 100 muertes súbitas por cada millón de habitantes, una cifra colosal. “¿Quién puede sufrir un evento como este? Quien esté vivo. Así de fácil”, asegura el médico, de 52 años.
¿Qué pasó aquel día de hace diez años con Roberto? Pues, tras ser recogido del piso, fue velozmente diagnosticado con un paro cardíaco. Se le dio reanimación con un desfibrilador externo automático, una maravilla de la tecnología que registra la condición del paciente y le da golpes eléctricos.
“Lo que a él le pasó es que los latidos del corazón se le desordenaron, como un motor que se destiempa”, ilustra el doctor. “En esos casos, el latido no es eficaz, entonces su cuerpo se resetea y hay que darle un masaje a su corazón”.
Las palabras son crudas. El médico dice que actuaron rápido por la sencilla razón de que el cerebro va deteriorando su función conforme pasan los segundos. “Cada minuto que pasó, las posibilidades de sobrevivir que tuvo Roberto fueron menores”, asegura. “Que él pueda contar la historia es increíble porque imaginate que por cada muerte súbita que se diagnostica y se ‘vuelve a la vida’ hay veinte personas que no sobrevivieron por no tener un hospital cerca. No es algo menor”.
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Volver a la vida
“No vi nada”.
—¿No viste la luz al final del túnel?
—Nada —dice Roberto—. Me desconecté y me volvieron a conectar.
Roberto se despertó en una cama de hospital evidentemente distinta a la que había soñado un mes antes. No era el hospital militar de los años cuarenta que le había aparecido mientras dormía sino una cama de cuidados intensivos del Calderón Guardia.
Al notarlo despierto, una enfermera se le acercó despacio, lo vio a los ojos y le sonrió.
Como si nada hubiese sucedido, Roberto solo acató a hacer una pregunta: “¿a qué hora me puedo ir?”.
—Qué va, muchacho. Usted no se me puede ir así no más.
—¿Por qué?— le preguntó él, extrañado.
La enfermera le explicó que sufrió un paro cardíaco, que un coágulo de sangre le quitó la vida por “un tiempito” y que entonces lo habían enviado a sala de operaciones para colocarle un stent (un pequeño tubo de malla de metal que se expande dentro de una arteria del corazón).
Al hablar con ella, cayó en cuenta que su última memoria —la de estar diciendo su número de cédula en la clínica— había sido el sábado en la noche y que ahora era domingo en la mañana. “Que ella me dijera que había muerto me dejó frío”, rememora.
Desde aquel momento, Roberto entró en una nueva vida. De hecho, él le llama “sobrevida”. “Saber que tu cuerpo te falló por alguna circunstancia es algo difícil de asimilar”, reflexiona hoy.
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Cuando el doctor Garita pasó en la ronda mañanera, topó con la sorpresa de verlo animado. Literalmente revivido en todo el sentido de la palabra. “Usted es afortunado”, le dijo. “En personas jóvenes no es habitual sobrevivir a algo así”.
Roberto estaba feliz de la mejoría, se sentía con fuerza. Tras un tiempo de observación, el doctor Garita le permitió tratar de caminar.
Él, feliz, se levantó de la cama. Se sorprendió al verse fuerte, sostenido por su propio cuerpo. El doctor y la enfermera también se entusiasmaron. La sonrisa apareció.
Pero una escalera cambió ese curso de felicidad. Roberto subió un par de gradas para calcular su estado de salud y sintió un desliz. De repente, el frío regresó y el sudor fue inevitable: volvió a sentir aquellos punzonazos agudas que vaticinaban lo peor.
El doctor Garita tomó la decisión inmediata de llevarlo de nuevo a sala de operación, de forma urgente. No había margen de espera; no podían jugarse el chance de que la tragedia volviera a alcanzarlo.
Y lo operaron. Un segundo stent certificó que su corazón podía estar tranquilo. “Uno está programado a pensar que todo lo que me pasó tiene un sentido”, medita Roberto, “y al pasar por algo así, uno quiere creer que uno está para algo en la vida”.
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La realidad es otra
Con las memorias fuera del baúl, Roberto encara una verdad: el trauma más grande de su vida también es su momento más luminoso.
Por eso, sentado en la sala de su casa, habla con tranquilidad, como si hubiese detrás un proceso terapeútico exitoso.
“Cuando uno sabe que murió y regresó a la vida”, dice, “todo lo demás en la vida se multiplica por cero. De todo lo que te había importado antes, ahora nada realmente importa. Solo el bienestar de uno”.
Aquellos días de la vida preinfarto, cargadas de jornadas interminables, de ojos rojos por tanto trabajar en la computadora y de espalda torcida por estar en un escritorio, son cenizas del pasado. Ya nada de eso queda.
“Creo que el mundo nos educa a ser muy intensos, a tener un ímpetu que confunde el sobreesfuerzo con las ganas de salir adelante”, comenta. En sus recuerdos piensa en aquel niño que se extraforzaba a sacar buenas notas en la escuela y que continuó con una senda de exigencias que duró más de veinte años, hasta que su cuerpo no aguantó más y lo obligó a parar.
Hablar de toda esta elucubración, admite, le genera ciertas complicaciones. De hecho, ante la propuesta de hablar sobre su vida para este texto, Roberto meditó si debía hacerlo. “Es que yo no quiero sonar como que estoy predicando”, dice riendo. “Muchas veces los testimonios de vida parecen aleccionamientos y eso no es lo que quiero hacer”.
“Mi vida es otra, es lo que quiero decir”, aclara.
En sus ojos, la mejor manera de ver el cambio de vida está desde su arte. Roberto, quien ocupa sus días principalmente como profesor de fotografía en la Universidad Veritas, ha desarrollado una larga carrera como artista y expositor.
Cuando voltea a sus trabajos previos al infarto fulminante, encuentra en su arte sombras, oscuridades, siluetas que hacen guiños con los sentimientos más azules, al punto que se sorprende a sí mismo.
Posterior al infarto, Roberto ve en sus obras más color, más humor. Su camino se hizo luminoso, asegura, sintiéndose más satisfecho con su trabajo e inclusive siendo reconocido con galardones como el Premio Nacional de Cultura en Artes Visuales.
El mejor ejemplo para atestiguar este cambio lo propone el mismo Roberto con la exposición que le dio el galardón. Se trata de la muestra Vergüenza ajena, la cual revisionaba muchas de sus obras y, especialmente, ponía el lente en sentimientos como la culpa y la autorecriminación por su orientación sexual.
Desde varios años antes, el artista había sido abierto con ser homosexual, pero con el paso de los años considera que aquel evento fulminante provocó que cambiara su manera de asumir el hecho de “sentirse diferente”.
“Me di cuenta que había mucha violencia, mucha culpa, mucha autorecriminación dentro de mí”, reflexiona. “Esa exposición (Vergüenza ajena) fue un proceso de ir de la oscuridad hacia la luz, de sentirse bien por ser quién uno es. No dudo que el hecho de morirme cambió mi impresión al respecto”.
—¿Te referís como a un cambio de expectativas hacia el mundo?
—Es que después de saber que te moriste, nada importa, en el mejor sentido de la palabra. Tus prioridades cambian porque ahora te enfocás en vos. Uno acaba alejándose de amigos, gente cercana, porque también llevaba un estilo de vida que hizo que mi cuerpo me pidiera detenerme.
—¿Cuán complejo fue afrontar ese cambio?
—Siempre quise verlo como un proceso de transformación hacia la liberación, hacia la luz. Yo tenía una visión preinfarto en la que el mundo me exigía siempre más, hacer y hacer, sacar buenas notas, no parar... Pero lo que estaba haciendo era cargar un bulto lleno de piedras.
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Algunas reflexiones médicas
El doctor Elliot Garita respalda las palabras de Roberto. Hay un elemento que precondiciona las muertes súbitas: el estrés extremo. “No hay que estar enfermo del corazón para sufrir un ataque de estos”, aclara.
Él, naturalmente, aconseja como mecanismos de prevención ir a hacerse chequeos médicos, aprender a manejar el estrés, controlar emociones, no olvidar el consumo de medicamentos para pacientes que los requieran, tener dietas sanas, dormir adecuadamente, generar momentos que ayuden a bajar la tensión, convivir con amigos y familia, así como tomarse un rato para caminar de forma rutinaria.
En sus ojos, historias como la de Roberto van más allá de la inspiración y son un recordatorio sobre el cuidado cardíaco. Según un estudio publicado por el médico e investigador Pedro Brugada —y facilitado por el propio doctor Garita— el 12% de todas las muertes naturales ocurren repentinamente y un 88% de ellas son de origen cardiaco.
Tal frecuencia hace que Garita viva sus días luchando por los cuidados del corazón. Él es uno de los directores de la Fundación Internacional del Corazón, una organización que promueve la creación de zonas de seguridad cardíacas, o sea, espacios donde haya disponibles desfibriladores automáticos.
Naturalmente, el deseo del doctor es colocar estos dispositivos en sitios de “alta adrenalina”: gimnasios (donde empezó a sentir síntomas Roberto), aeropuertos, centros comerciales, estadios de fútbol y, por supuesto, hospitales.
El aparato actúa por sí mismo: se le aplican unos parches al paciente y el dispositivo indica la condición y lo que se tiene que hacer. “El desfibrilador le dice a uno: ‘quítese porque hay que reanimar’”, explica Garita.
Para apoyar a la fundación, puede hacer donaciones monetarias en el sitio web funicor.org.
Además, el médico Garita también promueve la cultura de cuidado al corazón promoviendo los cursos llamados Salvando corazones. Se trata de una serie de charlas y capacitaciones para el público general donde se aprende qué hay que hacer en el momento en que alguien cercano está sufriendo un ataque.
Desde el 2022 se realiza este curso y la próxima ocasión en que se impartirá, junto con especialistas, será en el Mall San Pedro el 11 de febrero.
La capacitación se efectuará de 9 a. m. a 5 p. m. y habrá bomberos y cruzrojistas especializados en maniobras cardíacas, quienes compartirán su conocimiento con los asistentes. Participar no tiene costo alguno y pueden asistir personas de todas las edades.
“Suena a un cliché”, finaliza el doctor Garita, “pero es que realmente a todos nos podría pasar algo así”.