Jacinta fue acusada por su esposo de abandonar el hogar. Las autoridades la apresaron y la llevaron a la Penitenciaria Central, a la temible Peni.
Ella dijo que su esposo la agredía y que prefería pasar un tiempo presa antes que volver con él. Y así fue: Jacinta fue una de las mujeres que a inicios de los años 1900 estuvo recluida en una de las cárceles más peligrosas de la región. El mismo centro penal donde la banda de Los hijos del diablo se hizo “célebre” por sus atrocidades; el mismo lugar donde los reos una vez jugaron a hacer series con el corazón que le sacaron a un hombre.
El nombre de Jacinta es ficticio, pero su historia es real. Así lo confirmó Karina Acuña, trabajadora social del Museo Penitenciario, espacio dedicado a la conservación de la historia de la Penitenciaría Central y que está ubicado en el Museo de los Niños, en San José.
Filomena, una mujer cartaginesa, fue denunciada por vender licor a horas indebidas. A Amelia también la acusaron, pero a ella por mantener la puerta de un establecimiento abierta también a horas indebidas. Posiblemente estas mujeres terminaron en la Peni, eso sí, si incurrían por segunda vez en los delitos.
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La Peni, la cárcel donde los presos comían ratas con tal de darle al cuerpo algo de proteína y donde se sabe que se violentaron los más básicos derechos humanos, también sirvió como centro penal para otras poblaciones como las mujeres y los niños. Si, los niños.
No hay un registro sobre la cantidad de mujeres que terminaron en la Peni, pero se sabe que fueron recluidas en este lugar hasta el año 1912. Las costumbres de la época dictaban que a las mujeres se les debía de ayudar a enmendar sus “errores o delitos” antes de llevarlas a la cárcel, así que quienes llegaban a la Penitenciaría Central era porque incurrían nuevamente en la falta.
La primera medida era ubicarlas en una casa de recogimiento. Las familias que las aceptaban les enseñaban labores que en ese momento se consideraban propias del género femenino como cocinar, limpiar, planchar, coser; pero aquellas que no aprendían la lección terminaban siendo reclusas.
“Había todo tipo de delitos. Por supuesto se daban robos u homicidios. En el momento se determinaba cuál era el tipo de medida a aplicar y si había reincidencia se ingresaban”, explicó Acuña.
Pero como Jacinta, Filomena y Amelia, otras faltas cometidas por las mujeres de la época eran estar en las cantinas a altas horas de la noche, abandonar a sus familias o ser escandalosas. También se les acusaba por vagancia (principal delito que se cometía), hurto, ratería, mala conducta, vida licenciosa y amenazas; según explicó la revista Trabajo Social en un documento titulado Mujeres y privación de libertad: una aproximación desde el trabajo social en el Centro de Atención Institucional (CAI) Buen Pastor.
Las mujeres que no cumplían con el ideal impuesto por los ticos de aquellos tiempos y que rompían con los patrones y roles de género, eran consideradas perjudiciales para el buen desarrollo de la sociedad costarricense.
“La mujer tenía que ser buena, honorable, se suponía que no cometía delitos y cuando lo hacía se escondía. Si había una falta, se recluían primero de manera simbólica en las familias que les enseñaban los trabajos del rol femenino”, agregó Acuña.
Cuando una mujer era llevada a la Penitenciaría se hacía el proceso de admisión y la respectiva requisa (por mujeres policías) en la comisaría mixta. A ellas no se les ubicaba en los sectores donde estaban los hombres, pero aún así, las barbaries que se cometían en el reclusorio no escapaban de su conocimiento.
Aunque en Costa Rica hubo otros centros de reclusión para las mujeres (Cartago, Limón y otro en el Hospital San Juan De Dios), varias de las infractoras pasaron por la temida Peni, recordada tal vez junto a San Lucas, como la cárcel más temible del país.
En la Penitenciaria Central las mujeres estuvieron recluidas hasta 1914 cuando, junto a la sección de profilaxis venérea, fueron trasladadas a otro inmueble en las afueras de la ciudad de San José (específicamente en San Sebastián); lugar que estaba bajo la vigilancia de las hermanas del Buen Pastor, indican las autoridades del Museo Penitenciario en un recorrido virtual por sus instalaciones y que está publicado en YouTube.
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Las visitas conyugales
Otro sector femenino que tuvo que relacionarse de manera íntima con la Peni, eran las mujeres que tenían esposos o parejas dentro de la cárcel.
Afirma Acuña que a estas mujeres también se les considera parte de la población penitenciaria, ya que ellas sí ingresaban a los pabellones donde estaban los privados de libertad y se relacionaban con el ambiente interno de manera directa.
“Ellas estuvieron recluidas de manera simbólica, son una expresión de la feminidad que estuvo en la Penitenciaría”, afirmó.
Hasta la década de 1950, las mujeres que ingresaban a la cárcel para hacer visita conyugal, lo hacían directamente a las celdas de sus compañeros sentimentales. Según los relatos que han recopilado en el museo, hay información de que muchas fueron contagiadas con enfermedades de transmisión sexual y que eran requisadas por las policías sin ningún tipo de cuidados sanitarios.
“Las oficiales usaban los mismos guantes para revisar a una persona y a la otra. No había un respeto real al cuerpo de las personas que ingresaban”, recordó Acuña.
Además, estaban muy expuestas a todo tipo de abusos en lo interno del penal.
“Imagínese una mujer que ingresaba a una celda colectiva con aproximadamente 16 hombres para estar con su pareja. Ahí podía pasar cualquier cosa”, agregó la experta.
Aunque había ciertos códigos y acuerdos de convivencia entre los privados de libertad, muchas veces no se respetaban. Si bien algunos salían de la celda para permitir la intimidad de la pareja lo cierto es que muchas veces había riñas si algún preso sentía atracción por la visitante y, solo por “hacer el daño”, se saltaban los acuerdos e ingresaban a la celda a agredir a la mujer. Hubo muchas violaciones, confirma Acuña.
Con el paso de los años, estas agresiones propiciaron la creación de una celda de vista conyugal que estaba ubicada cerca de la recepción de la Penitencia, y que se instaló ahí en caso de que se necesitara una vigilancia más directa por parte de los guardas.
Acuña confirmó que hay muy poca información sobre la historia de las mujeres en la Penitenciaría Central y que desde el Museo Penitenciario están haciendo esfuerzos por recopilar investigaciones y entrevistas para ubicar esta etapa dentro de la propuesta museográfica.
Niños
Son vagos los muchachos forasteros de cualquier edad que anden en los pueblos prófugos, errantes o sin destino y los mayores de siete años que sirven de lazarillo o guía a los mendigos. También lo son los mayores de 14 años y menores de 21 que no sirven en sus casas ni en el público. Que escandalicen por sus malas costumbres y poco respeto a sus padres o guardadores, o los que viven faltando a sus obligaciones escolares y entregados a la ociosidad.
Palabras más, palabras menos; pero así es como reseñaba la Ley de la vagancia de 1867 de Costa Rica a los vagabundos. Por esta ley es que muchos niños terminaron reclusos en la Penitenciaria Central hasta aproximadamente 1940.
“La aparición del Patronato Nacional de la Infancia (1930) es esencial para la defensa de los derechos de los niños y las niñas”, explicó Acuña. Sin embargo, mientras las leyes se ponían en orden en temas de infancia, en la Peni había niños (no hay registro de que hubieran niñas en ese penal).
“Los niños no se ubicaban en instituciones para su cuido, sino que eran colocados en estos espacios, privados de libertad, desde los ocho o nueve años. Podían estar de un día para otro, una semana o un mes. Estando aquí (en la Peni), tenían que aprender a lidiar con el ambiente”, agregó Acuña.
A muchos niños los apresaba la policía porque deambulaban en las calles, estaban en estado de abandono y porque para subsistir cometían hurtos de comida o vendían en la calle artículos robados. Se les juzgaba de la misma manera que a una persona adulta.
“Los niños también vivían a flor de piel la violencia y todo lo horrible que pasaba en la Penitenciaría. Muchas de las historias pictográficas que tenemos evidencian en las facciones que había personas muy jóvenes”, explicó Acuña.
De acuerdo con la información, obtenida del programa de recorrido virtual por la Peni, a esta población se les conocía como menores rateros o viciosos pervertidos.
No había ningún tipo de división en la cárcel para ubicar a los niños y jóvenes. Por esta razón, en muchas ocasiones también los menores fueron víctimas de los abusos y agresiones que se cometían dentro de la cárcel.
El famoso llamado de “llegó barco”, que se hacía cuando ingresaban nuevos reclusos, le erizaba la piel a cualquiera y, si los menores no contaban con protección adentro o si alguien no se apiadaba de ellos, pasaban a ser también parte de lo que se conoce como “carne fresca”.
Las autoridades cayeron en cuenta de que no era viable que los niños y jóvenes compartieran espacio con hombres adultos con delitos de suma gravedad y violencia, y a partir de ahí comenzaron los trabajos para construir espacios especiales para los menores.
El reformatorio de varones, bautizado con el nombre San Dimas, comenzó a operar en la década de 1940. La institución estaba ubicada en San José, donde actualmente está el liceo José María Castro Madriz.
Este reformatorio fue un centro de reclusión para menores en donde los muchachos aprendían prácticas de trabajo para aplicar en la vida. Además, también se comenzaron a ubicar en el Hospicio de huérfanos de San José, porque la constante eran niños en condición de abandono que vivían en las calles.
De acuerdo con un documento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, específicamente el que corresponde al XVI Congreso Jurídico Nacional “Diez años de Justicia Penal Juvenil: Perspectivas hacia el futuro”, las primeras leyes para la protección de la infancia en Costa Rica se emitieron el 15 de agosto de 1930; el último registro que se tiene de menores de edad conviviendo en cárceles junto a los reos mayores, data del año 1935.
“Antes de esta fecha ya esto representaba un problema para las autoridades pues ‘el lugar era completamente inadecuado para ellos: no había seguridad, el espacio era antihigiénico, carecían de ropa adecuada y condiciones mínimas para la vida diaria, no tenían ninguna instrucción y estaban sujetos a las malas influencias de los adultos’”, dice la Corte.
El bombillo rojo
Otra de las poblaciones de la que se habla poco en la historia de la Penitenciaría Central son los travestis.
Eran los hombres que asumían un rol femenino o que se autodenominaban mujeres dentro del penal. No eran transexuales porque no se hicieron cambios físicos, pero sí asumían ese rol, explicó Acuña.
Muchos de ellos ya eran convictos, pero otros ingresaban a propósito para ejercer la prostitución dentro de la cárcel y para lograrlo cometían delitos contra el orden público, como exhibicionismo. Como eran hombres vestidos de mujer, caminaban por la calle y se levantaban la enagua con tal de ser detenidos e ingresar a la Peni.
“Manejaban esa dinámica, ingresaban por unos días, ganaban dinero adentro al ejercer la prostitución y luego salían”, narró la especialista.
Tanto los travestis internos como los externos tenían un protocolo especial para atender a sus clientes. Había incluso una celda de citas que tenían acondicionada y la adornaban con lo que se pudiera: con guirnaldas y hasta con un bombillo de color rojo que se encendía para indicar que la celda “estaba ocupada”.
Los travestis utilizaban vestidos llamativos, se colocaban turbantes en la cabeza (los policías no les permitían usar pelucas), o se dejaban el cabello largo. También usaban maquillaje.
Como cumplían un rol femenino dentro del espacio, ellos eran los encargados de limpiar las celdas e incluso organizaban actividades en el famoso salón París (un espacio que hicieron los reos para su propio entretenimiento). Había presentaciones artísticas, bailes y música. También en épocas de concursos de belleza, como Miss Costa Rica o Miss Universo, ellos hacían su propio certamen dentro del penal.
Dentro de la sociedad de la Peni, los travestis jugaron un papel muy importante en los temas de relaciones afectivas. Acuña explicó que en el reclusorio hubo parejas que hasta se casaron de manera simbólica y otras que mantenían una relación basada en el poder y la protección.
“Estaban los jachudos que eran estos hombres que representaban la masculinidad hegemónica, muy fuertes, los machos. Tenían un gran liderazgo y se hacían de una pareja. Nadie les podía decir nada por su preferencia sexual, sino, había problemas”, recordó Acuña.
Estos jachudos también aprovechaban a sus parejas para explotarlas sexualmente, pero contaban con su protección cuando eran víctimas de agresiones o abusos.
“El jachudo tenía su pareja y había que aceptarlo. Era como su objeto. Las parejas entraban en la dinámica de hasta pedirles permiso para salir de la celda para reunirse con sus compañeras”, contó Acuña.
Otras prácticas sexuales dentro de la Penitenciaría abarcaban a “la zorra”, quienes eran abiertamente homosexuales y bisexuales. Ellos se prostituían.
También estaban los denominados “güilas”, que no eran homosexuales pero accedían a estar con los jachudos para tener protección, y al aceptar la relación pasaban a ser de su “propiedad”.
La prostitución dentro del penal se daba principalmente a cambio de dinero, cigarros y drogas.
Uno de los problemas más delicados en el lugar eran las violaciones, las cuales eran constantes y había maneras específicas para lograrlas. Por lo general, estos ataques sucedían cuando llegaban reos nuevos y se violentaban para robarles sus pertenencias y también para imponer autoridad sobre los nuevos.
Las violaciones ocurrían de manera individual y también colectiva. En algunos casos incluían dar choques eléctricos a las víctimas para que se desmayaran y proceder a la violación, así como meterlas en sacos de gangoche para perpetrar el abuso.
¿Las autoridades se metían en este tipo de relaciones? Se sabía que existían, pero había tanto hacinamiento que era muy difícil tener control de los espacios.
Una historia de terror
La Penitenciaría Central abrió sus puertas en 1910 y fue cerrada en 1979.
Tras su construcción, como un presidio cerrado, se esperaba que la persona que cometía un delito y fuera ingresada al reclusorio, meditara entre cuatro paredes sobre su falta y así se reformaría. Sin embargo, con el pasar del tiempo, el hacinamiento fue el eje que generó los grandes problemas adentro.
Guillermo Munguía, en su documental de cine La Peni, el fin de una vergüenza explicó que al principio la población penitenciaria estaba constituida por campesinos y algunos presidiarios de diferentes partes del país que cometieron hurto, contrabando, lesiones y estafas. Más adelante, los delitos se ampliaron a robo de ganado, ebriedad, injurias, falsificación y abandono, entre otros.
El penal había sido diseñado para 350 personas y antes de su cierre, la población triplicaba dicha cifra. Tras clausarla, los reos fueron trasladados a la cárcel La Reforma.