A simple vista, Liam, es un niño que apenas se repone de una gripe. Su mirada se ve decaída y por su nariz fluyen con insistencia los mocos que constantemente su mamá limpia con un calcetín negro. La criatura de contextura menuda apenas tiene dos años y la fortaleza de un guerrero que, sin comprenderlo, ya luchó por su vida durante cuatro días en las condiciones más desfavorecedoras.
Entró a una selva cruel y peligrosa que en nada se parece a la de los coloridos libros de cuentos en los que los cocodrilos se ven sonrientes y amigables. Él resistió a la enfermedad en el Tapón del Darién, la inmensa región entre Colombia y Panamá que se ha convertido en esperanza o muerte para miles migrantes, provenientes sobre todo de Venezuela, que buscan llegar a Estados Unidos con el sueño de una vida mejor.
Darle una mejor existencia a sus hijos fue lo que motivó a Rismary López y a su esposo Johnny Blanco a migrar y a atreverse a entrar al Darién. Hoy, la mujer, de 26 años, mira atrás y jura por lo más sagrado que si el tiempo pudiera devolverse, ella jamás pondría un pie allí.
Cruzo la selva por sus hijos, Liam y Johnnymar (8), pero es por ellos mismos que hoy se retractaría. Estuvo a punto de perderlos a ambos y, ni siquiera la desesperación por la carencia de alimentos y recursos en su país es peor que pensar una vida sin sus niños.
Esta familia de cuatro es parte de una estadística que cada día se vuelve más fría, en la que hay números pero no rostros. Los Blanco López representan a migrantes venezolanos que en los últimos meses han salido masivamente de su patria o de países aledaños persiguiendo la idea de una vida mejor en Estados Unidos.
Según datos brindados por la Dirección General de Migración y Extranjería, “entre el período comprendido del 8 de septiembre del 2022 al 25 de octubre del 2022, se han detectado, a nivel nacional, 2.745 personas menores de edad (PME) migrantes”.
Costa Rica se ha convertido en un paso casi que de alivio para los miles de seres humanos que migran en busca de oportunidades, tras salir de Venezuela, pasar por Colombia, sobrevivir al Darién, cruzar Panamá, llegar a suelo tico y continuar por Nicaragua para pasar por Honduras, Guatemala, México y finalmente alcanzar la frontera con Estados Unidos.
Nuestro país se vuelve un lugar de estancia corta en el que generalmente los venezolanos reciben alimento preparado por personas de buen corazón, o de repente albergue temporal en organizaciones como las Obras del Espíritu Santo, a cargo del Padre Sergio Valverde, mientras consiguen dinero para continuar con el periplo. Del Darién salen sin nada, pero vivos, y eso ya es una hazaña.
Liam, el guerrero
Liam no se queja por el sol ni tampoco por no tener un lugar para acostarse. El único malestar que lo hace sollozar es haber perdido un carrito con el que estaba jugando. Su mamá le dice que ya no está y él poco a poco se distrae con las palomas que están en la Plaza de la Cultura, en San José centro.
Él, sus padres, su hermana, su tía y su primito Michael, de cuatro años, esperan ante un destino incierto. Apenas hace dos días están en la capital de Costa Rica y aún en medio de todo lo malo, incluida la noticia de que el gobierno de Joe Biden, presidente de Estados Unidos, anunció que deportará a México inmediatamente a todas las personas migrantes que ingresen irregularmente a esa nación, este grupo mantiene optimismo, siempre pensando en los niños.
Para Rismary, de 26 años, y quien relata todo lo que han vivido, fue “como un balde de agua helada” enterarse de que luego de atravesar el horror del Darién difícilmente podrán ingresar a Estados Unidos. Su frustración se convirtió en llanto cuando el 12 de octubre se enteró de que al país del sueño americano podrán entrar migrantes venezolanos, sí, pero solo aquellos que lo hagan de manera regular, por la vía aérea. Ella y sus acompañantes ni siquiera cuentan con pasaporte. La pena la superó al enterarse de la noticia, pero a la vez, en su corazón no cabía la gratitud al ver a su niño mejorar, luego de ser atendido en un hospital costarricense.
Por el Darién, Rismary y su familia padecieron, lucharon y sobrevivieron por ocho días. Tomaron la ruta larga. Hay un trayecto en el que se tarda menos de la mitad del tiempo en el que “la ayuda” de quienes hacen negocio dentro de la selva es muchísimo más costosa ($300 por persona), además, por esos otros trillos hay mayor exposición a abusos sexuales, robos y otras maldades. Entre montañas, pantanos, ríos caudalosos y cadáveres de quienes no pudieron más, ellos transitaron persiguiendo la esperanza. Si ya de por sí el periplo es un riesgo letal, realizarlo con niños duplica la angustia.
Cuando las fuerzas se rinden tras caminatas de hasta 12 horas, los bienes y alimentos con los que se empieza el camino se van compartiendo o dejando. Para el cuarto día Rismary y su esposo ya no tenían agua para darle a sus hijos. Liam empezó a tener fiebre y les faltaba la mitad del recorrido.
“Cómo empezó a tener calentura y no sabíamos qué más hacer, nos vimos obligados a darle agua del río. Lo hicimos en el nombre de Dios y nos la tomamos todos por si llegaba a pasar algo”, recuerda Rismary.
El agua era turbia, café; pero ante el desasosiego de no saber cómo ayudar a su hijo que se estaba deshidratando, tomaron la decisión. Poco después de consumirla, el niño tuvo más calentura y diarrea.
“Un indio de la selva nos contó que río arriba había un hombre muerto y que seguro esa agua venía contaminada. Mi bebé se enfermó a mitad del camino”.
El pequeño continuó mal. Entre vómitos, fiebre y diarreas pasó por cuatro días hasta que poco a poco la familia sentía que ya estaban cerca de salir del horror de la selva. Tras pasar un campamento llamado el Abuelo y pagar $25 por cada integrante, emprendieron un viaje de tres horas en canoa para llegar a Panamá. Liam resistía en las caudalosas aguas en las que había caimanes. Rismary solamente le rogaba a Dios.
Llegaron a Panamá. Aún continuaban en zona del Darién pero lo peor ya había quedado atrás, pagaron unos dólares más y fueron trasladados a un pueblo donde la Cruz Roja le dio suero al niño que se encontraba muy deshidratado. “No me comió por cuatro días por lo mal que estaba”, lamenta la mamá.
Si bien los peligros selváticos ya no estaban, la agonía de una madre ante su bebé enfermo la mantenían en el terror: “Yo gritaba al cielo: ‘tanto que he luchado para que me lo quites aquí”.
El camino debía continuar y el dinero ya no existía. A la familia le dijeron que si Johnny, el papá, realizaba labor social con eso se ganarían viajar en el pasillo de un autobús hasta Paso Canoas, en la frontera con Costa Rica.
“Cuando llegamos a Paso Canoas un señor me vio, era un señor bueno que preguntó por mujeres con niños. Él tocó la cabeza de mi bebé y me dijo que tenía mucha fiebre. Como yo estaba mojada porque antes estuve pidiendo (mientras llovía) para comprar comida, no percibí que estaba con calentura. Él no comía. Fue entonces cuando me ayudaron a llevarlo al hospital”, rememora.
Liam, de dos años, fue diagnosticado con una bacteria en el estómago y una infección respiratoria. Rismary recuerda que en ocasiones al caminar por los ríos se hundía y su niño con ella. Salían y continuaban, malsecándose en el camino.
Liam, el guerrero, se recupera y en su mundo de fantasía sonríe cuando los chorritos de una fuente saltan en la Plaza de la Cultura. Su mamá lo ve con nostalgia.
“Si pudiera retroceder el tiempo no lo haría, no migraría ni pasaría por el Darién. Me arrepiento por mis hijos. Él (Liam) no era así, ahora está más delgadito. Lo veo y me siento como viendo esos niños de África que muestran las películas. Aquí dormimos en la calle y hay que esperar para comer”, musita con la voz entrecortada.
Aún con su pena, Rismary manifiesta su gratitud, primero con aquel hombre que la llevó hasta el hospital, también con los médicos que atendieron a Liam y sobre todo, con una doctora que incluso la ayudó a conseguir ropa y hasta algunos juguetes para los niños.
La Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) atiende a los niños, niñas y adolescentes que lo requieran. En el caso de la niñez migrante, la institución expresó, a través de la gerencia médica, que tanto a nivel internacional como nacional existe una normativa que vela por la protección de las personas menores de edad ante cualquier situación de riesgo o vulnerabilidad, “tal y como la presenta la población migrante”, declaró.
Es por ello que, en este contexto, y en el marco del Código de la Niñez y Adolescencia, la institución manifestó que “vela por el interés superior de las personas menores de edad y ante cualquier requerimiento, en el marco de nuestras competencias institucionales, se les brinda la atención integral de manera oportuna en cualquiera de los establecimientos de salud de la Red de Servicios, logrando de esa manera acceder, con cobro al Estado, a la oferta institucional acorde a sus necesidades”.
Rismary destaca la bondad de este país. “En Costa Rica son buenos y estamos agradecidos. Aquí en la noche nos metemos debajo de los techos (las marquesinas) de las tiendas y apenas amanece recogemos todo para no molestar a nadie y que no se enojen, no queremos que piensan que venimos a ensuciar”, dice la madre migrante.
Justo cuando destaca la bondad de los costarricenses aparece por el bulevar con dos hieleras Roxana Murillo Piedra, una mujer a quien le nació preparar alimento para llevarle a las personas migrantes de Venezuela que se han ido asentando en San José, lugar en el que piden ayuda para continuar su periplo.
Ver que reparte alimentos alerta a Rismary y a sus familiares, quienes de inmediato le piden que por favor les dé para los niños. La mujer le entrega una burbujita con gallo pinto y salchichas en salsa a cada integrante de la familia. Para los chicos lleva además gelatinas en bolsa.
Doña Roxana reparte comida por cuenta propia, no pertenece a ninguna organización. Eso sí, contó que hay personas cercanas que le han dado dinero para que ella realice esta obra.
“Soy una mujer cristiana. Estoy aquí porque Dios me puso en el corazón traerles alimento”. Ese 13 de octubre ella llegó con 130 cajitas de almuerzo que entregó con cariño a lo largo de la Avenida Central josefina.
Liam, quien se va reponiendo, comió los bocados que le dio su madre. Ella lo sentó en su regazo y continuó hablando de sus planes.
“Ahora que estamos aquí no sabemos qué hacer. Nos sentimos a la deriva. De momento quisiéramos tener permiso para trabajar. Devolvernos por esa selva no es opción”.
En medio de su incertidumbre, Rismary y su esposo Johnny tratan de hacerles ver a sus hijos que viven una aventura. Liam no encontró su carrito, pero se animó con una bolsa de maíz que compraron por ₡100 a un vendedor que ofrece ese producto para llamar a las palomas.
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Al migrar, aún junto a sus familiares, los niños corren diferentes riesgos como sufrir hambre y frío en su trayecto, de padecer enfermedades, sin tener acceso a servicios de salud, de ser explotados por el crimen organizado y de ser detenidos, además de otros tipos de violencia y discriminación por parte de la población de los lugares que atraviesan, resalta la UNICEF.
Johnnymar, la exploradora
Johnnymar Blanco estaba en tercer grado cuando sus padres decidieron migrar. Hacía poco más de dos años que vivían en Perú, país al que llegaron desde Venezuela, luego de que una noche sus papás no tuvieran que darle para cenar. Ni siquiera la vecina que vendía fiado les pudo ayudar y los padres pensaron que eso no podía volver a pasarles. La crisis socioeconómica que lastima a Venezuela en los últimos años se volvió insostenible para esta familia.
En Perú, tanto Rismary como Johnny empezaron a trabajar; tiempo después se embarazaron y nació Liam. Decidieron que ella se quedara en casa junto a los niños, pero el dinero empezó a faltar. Lo que ganaba el papá apenas alcanzaba para cubrir el alquiler. En la escuela, “la miss”, como le llaman a la maestra, le daba doble ración de alimentos a la niña para que llevara a la casa. Aún así, la situación se tornó más dura y cuando se enteraron de que existía la posibilidad de empezar de nuevo en Estados Unidos, decidieron dejar lo que tenían.
La familia salió con sus dos hijos y $500 hacia el Darién. A ellos se unió Keylimar Silva, de 20 años, hermana de Johnny y mamá de Michael, de cuatro.
Conocían el peligro al que se enfrentaban, pero fue hasta que pisaron la selva que lo dimensionaron. Allí, con apenas tres días de caminata, sintieron el terror y no por escuchar a un jaguar rugir en la montaña, sino porque Johnnymar tuvo un ataque de asma en un lugar inhóspito en el que no había vuelta a atrás.
Mientras sus padres narran su vivencia, la niña ve emocionada un show cultural que llegó a ofrecer un grupo de teatro. A su lado hay dos pequeñas de edad parecida peinadas con colitas y glitter en el pelo, que cargan muñecas y que usan bolsos de colores. Son tres pequeñas con realidades muy diferentes pero con las mismas ilusiones. Todas aplauden al ver el espectáculo.
“En el Darién los dos primeros días son de puro monte. Luego de eso llegamos a playa Armila al tercer día. Ahí se camina por cuatro horas. Saliendo de la montaña a Johnnymar le dio un ataque de asma. Solamente le llevábamos el inhalador, ahí no había dónde acampar”, cuenta Johnny, el papá.
Rismary continúa con el relato que le estruja el corazón.
“Ella me dijo que le dolía el pecho. Ahí si te da algo te mueres. No hay forma de tener ayuda. Recuerdo que se le pusieron los deditos morados. Ella lloraba y nosotros llorábamos. Le aplicamos el inhalador y fue volviendo poco a poco”.
Luego del susto, continuaron el camino con mucho más cuidado. Johnnymar siguió muy bien y recuerda su paso por la selva. En sus piernas son notorios los piquetes de insectos y también las heridas que quedan luego de las intensas caminatas, el contacto con el barro y meterse en los ríos. En su inocencia ella vive una aventura, una que reconoce ha sido cansada.
“El viaje ha sido bonito pero largo. La selva ha sido cansada. Recuerdo que siempre me caía en el pantano. Mi mamá también se cayó en el río (fue salvada por un grupo de hombres luego de ser arrastrada)”, dice la niña, quien está fascinada con las palomas que la rodean.
Durante un viaje difícil y que se vuelve eterno, a los padres les motivan sus hijos e hijas y a los infantes, la fantasía. Cuando Johnnymar sentía que no podía más, su mamá le recordaba que ella era una niña exploradora capaz de subir montañas y atravesar pantanos. La pequeña lo creía y continuaba.
Esa parte de la mañana y tarde en San José, mientras esperaban sin saber qué esperar, Johnnymar no se quejó ni una sola vez. Estaba tranquila y atenta a su alrededor, compartía con su papá, con quien dice es muy apegada, y de repente acariciaba la cabeza de su hermanito.
La niña tiene la ilusión de seguir un recorrido, que cree le permite conocer el mundo junto a su familia, y de regresar pronto a la escuela.
Michael, un niño fuerte
Keylimar Silva migró siendo menor de edad. Dejó Venezuela cuando tenía 17 años, a esas edad no lo hizo solo por ella, sino pensando en Michael, su bebé.
Hoy esta joven mamá tiene 20 años y su niño cuatro. Llegaron hace poco a Costa Rica y por horas el pequeño se ha entretenido con los chorritos de agua que salen de una fuente de piso. Llora porque tiene sed y un corazón bondadoso que está cerca le compra agua a él y a sus primitos Liam y Johnnymar, ante la impotencia de una madre que no tiene cómo y qué se resigna a esperar en un país desconocido.
El pequeño regresa a la fuente. Se emociona cuando el agua se dispara verticalmente y disfruta mojándose. Se agacha, se incorpora y se vuelve a sentar mientras parece analizar en qué momento volverá a salir el chorrito.
Regresa donde su madre y se queja porque la camisa de pijama que tiene puesta está mojada y se siente incómodo. Ella se la retira para ponerla al sol y ver si se seca, pues es la única que tiene, sin embargo, un guarda de seguridad le indica que para permanecer en el sitio el niño no puede tener el torso descubierto. Inmediatamente se la pone. La misma persona que le compró agua, reacciona y va por un abriguito para él y sus primos a la tienda más cercana.
A Michael le encanta su camisa nueva pero no sonríe. Su mirada solo transmite fuerza. Él llegó con su mamá a Costa Rica luego de pasar por el Darién. Keylimar lo cargó durante los ocho días de recorrido.
“A él no le pasó nada, gracias a Dios. Solo perdió los zapatitos. Salió descalzo”, dice la mamá, quien decidió unirse a su hermano Johnny, de 28 años, cuando supo que podían llegar a Estados Unidos y ahí tener una vida buena para su niño, a quien muchas veces le cubrió los ojos para que no viera la tristeza de la selva.
Ella tiene grabados dos momentos: uno en el que se perdió y no encontró por un día a su familia, pero por suerte se quedó con otras personas y pasó la noche abrazada a Michael mientras los arropaba una bolsa plástica. Pese a todo lo vivido el pequeño solamente tuvo una gripe de la que ya se recuperó. Lo que más le duele a Keylimar es ver cómo su criatura perdió dos kilos.
“Me siento mal. Venía con la esperanza de darle un mejor futuro. Ya no sé qué hacer. Él es mi prioridad. En Costa Rica nos tratan bien. Hay gente buena, pero no sabemos qué hacer”.
Keylimar se reencontró con su familia en el bosque y juntos presenciaron una tragedia que no olvidan. Cerca de ellos había un hombre que venía desde Haití y que viajaba con sus dos niños. Por desgracia, el río arrastró a uno de los pequeños y ante el colapso, el señor lanzó al otro al agua. Poco después personas de la zona tomaron la justicia por sus manos.
Cerrar los ojos no es fácil para Keylimar y probablemente para ninguna persona que ha vivido el trauma de recorrer lugares donde abundan los peligros y la desesperación. Sin embargo, su hijo le da fuerzas. La energía de Michael, quien corretea a las palomas, le recuerda que la lucha debe continuar.
Mientras Keylimar conversa, Michael coloca una figurita del Capitán América sobre una lata de garbanzos. Se entretiene jugando.
“Es duro esperar la noche para que los niños puedan descansar. No los podemos acostar en cualquier lado porque luego nos regañan”, dice Keylimar. Michael continúa en lo suyo.
Antonella, la risueña
Antonella y sus papás migraron cuando la pequeña estaba por cumplir dos meses y medio. Hoy tiene tres y pasa la mayoría del tiempo recostada sobre su mamá, Jennifer Camila Tovar, quien una tarde de octubre permanecía en un rincón bajo el techo de una venta de comida rápida en la Avenida central y se acompañaba por un letrero en el que anunciaba que era migrante venezolana y que requería ayuda.
Ella y la bebé llegaron a Costa Rica junto al papá de la niña, Jonaiker Tovar, quien durante el día intenta trabajar en lo que puede. Aún así, en ese momento no habían conseguido dinero suficiente para poder costear algún lugar con cama para poner a descansar a la niña. Solamente cuentan con una carpa sin colchoneta y por ello es que Antonella pasa todo el tiempo sobre su confortable mamá.
La historia de los Tovar no es demasiado distinta a la de la mayoría de migrantes venezolanos que dejan su vida atrás en busca de nuevas y mejores oportunidades. Para llegar hasta aquí esta familia de tres pasó por el Darién. Antonella salió ilesa y en suelo costarricense fue atendida en un centro médico.
Jennifer recuerda que ni ella ni su esposo pudieron comprarse botas para entrar a la selva, por lo que caminaron con zapatos comunes y se caían todo el tiempo. Por eso, la pequeña fue trasladada, la mayoría del camino, por un amigo de ellos. La joven cuenta que algunas veces cuando ella cargaba a la niña se cayeron al agua. Aún así, Antonella nunca se puso mal.
“Yo le di leche materna todo el camino, creo que eso la ayudó. Por tres días no tuve para comer nada y no me salía la leche, pero pudimos resistir”, cuenta la joven, de 23 años, y quien en Venezuela tiene tres hijos maś. Dos viven con el padre de ellos y uno con la madre de Jennifer.
Aunque su mamá cree que la criatura no podía percibir lo que pasaba, ella le cubría los ojos ante situaciones inhumanas que se presentaban en la selva. Jennifer recuerda cómo vieron agonizar a un hombre que sufría esquizofrenia y que tuvo una crisis en el camino.
En el Darién cada quien sigue su recorrido. Pocas veces hay tiempo para solidarizarse. Solo un familiar acompañó a ese hombre que no pudo más. Luego de elevar una oración por su alma, la persona siguió caminando. El recuerdo está presente en Jennifer, quien se siente tranquila al pensar que Antonella no tendrá esas imágenes en su mente.
La muchacha tampoco olvida a los cientos de menores de edad en la selva, el llanto de muchos y de cómo ella tuvo que ponerle a su bebé la camisa del papá ante la inexistencia de pañales. Son recuerdos duros pero que no se comparan a la paz que le da ver a su hija bien, luego de haber pasado pantanos en medio de la oscuridad. Antonella no deja de mirarnos y su sonrisa no se agota. Mientras contempla a su hija, Jennifer, de mirada taciturna, sueña con un futuro mejor para la niña y sus hermanitos.
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Al final de la tarde, una esperanza momentánea abrazó a una de las familias. El Padre Sergio Valverde gestionó un espacio para recibir en un albergue, habilitado por Obras del Espíritu Santo, a Liam, Johnnymar, Michael, a sus mamás, a Johnny el papá y a un amigo que se les unió en la travesía del Darién. Una microbús llegó por ellos. Su futuro es incierto, pero al menos, por algunos días tendrán alimento, abrigo y un lugar para bañarse. El camino pronto continuará.
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Si usted desea brindar trabajo o ayuda a estas familias, puede comunicarse con Jennifer Tovar al 7086-6169 y con Keylimar Silva al 6152-7339, su hermano Johnny tiene experiencia en diferentes oficios.
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¿Hay ayuda para la niñez migrante?
Si bien el presidente Rodrigo Chaves ha expresado que buscan implementar maneras para que el pasó de los migrantes venezolanos por el país sea rápido, también expresó que desde su gobierno no “brindará facilidades a los venezolanos en tránsito para evitar que se queden más tiempo en el país, pues no se tienen las condiciones fiscales para hacer inversiones en recursos públicos con ese objetivo, por lo que solicitó a la comunidad colaborar en medio de la crisis”, informó La Nación el 16 de octubre.
Chaves también se refirió a que quieren evitar, entre otras cosas, que los niños y niñas que migran junto a sus familias vendan en las calles. En los últimos meses ha sido común que las personas migrantes ofrezcan confites en busca de ganar dinero. En muchas ocasiones están acompañados por sus hijos.
Consultado el Patronato Nacional de la Infancia (PANI) sobre cómo dan acompañamiento a la niñez migrante, a través de su oficina de comunicación se informó que han tenido acercamientos con las familias migrantes, explicándoles que “no pueden explotar a los niños, niñas y adolescentes, que no los pueden poner a pedir en la calle, ni a vender”.
“En Costa Rica eso está prohibido. Se les está dando la información de un modo amigable, pero de algún modo se está haciendo una advertencia para que esto no siga ocurriendo”, dice en un video la presidenta ejecutiva del PANI, Gloriana López.
Además, agregaron que han realizado un trabajo preventivo y educativo en la parte recreativa, de entretenimiento y juegos para “que disfruten su niñez en las condiciones limitadas en las que están”.
Entre otras acciones, destacan que la niñez migrante se ha referido para que reciban atención médica en el Hospital Nacional de Niños. Asimismo señalan que han coordinado para que les brinden alimento en los CEN-CINAI a menores de edad y mujeres embarazadas.
El Patronato también verifica que las personas menores de edad cuenten con la compañía de su padre o madre, entre otras medidas.
Por su parte, Patricia Portela de Souza, representante de UNICEF en Costa Rica, expresó que se trabaja para que las niñas y niños que abandonan su hogar y sus países, algunas veces solos y muchas otras con sus familias, reciban la protección, atención y toda la ayuda y los servicios necesarios para salir adelante, sin importar cuál es su lugar de origen, dónde se encuentran o cómo llegaron hasta aquí.
“En tiempos de la difícil crisis humanitaria, apoyamos junto al ACNUR (Agencia de la ONU para los Refugiados) y OIM (Organización Internacional para las Migraciones) las acciones del gobierno de Costa Rica en la defensa de los derechos humanos de la niñez y adolescencia, especialmente su protección”, dijo Patricia Portela de Souza, representante de UNICEF en el país.
Asimismo, UNICEF expresó que los niños, niñas y adolescentes migrantes en condición irregular se enfrentan a muchos desafíos para su desarrollo e integración social, ya que, muchas veces, son excluidos o enfrentan dificultades para acceder a servicios básicos como salud, educación y protección.
“En este momento resultan ser en su mayoría provenientes de Venezuela con destino a Estados Unidos de América. Sufren varios tipos de violencia, principalmente en el cruce del Darién en Panamá”, añadió la organización.
Datos compartidos por UNICEF Panamá detallan que por día en ese país están cruzando entre 1.700 y 3.000 migrantes.
Las niñas, niños y adolescentes migrantes son el 14% de las personas migrantes en tránsito por Panamá. De estos el 50 % son menores de 5 años, alrededor de un 30-40% están en edades entre 6 y 13 años y el grupo de adolescentes fluctúa entre el 10 y el 20%. Diariamente están llegando no acompañados más o menos entre 7 y 10 adolescentes.
Por la ruta que llevan, podría creerse que muchas de esas personas menores de edad ingresan posteriormente a Costa Rica.
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Mientras tanto, en rincones de Paso Canoas, San José, o la Zona Norte, sobresalen caritas curiosas de niños y niñas que permanecen tranquilos al lado de sus papás, mamás o familiares. Ninguno tiene idea de su futuro.