Hace unas semanas estuve vacacionando cinco días en Nicaragua, algo impensable para mí por solo el hecho de ejercer mi profesión de periodista, ya que en esta nación la libertad de prensa está limitada por la dictadura de Daniel Ortega y los reporteros son perseguidos, amenazados y golpeados, por lo que muchos deben huir a otros países como exiliados.
Para cualquier periodista extranjero identificarse como tal en los controles fronterizos nicaragüenses es sinónimo de rechazo o, al menos, una muy mala experiencia.
Como hacer el viaje por mi cuenta me parecía arriesgado, me apunté con una agencia de viajes costarricense que preparó un tour para 40 personas, del 11 al 15 de julio anterior. El paquete incluía transporte en bus desde San José, desayunos, hospedaje en hoteles y entrada a distintas actividades turísticas en suelo pinolero, todo por un costo de $405 por persona.
Días antes de partir, varios colegas me alertaron que era muy posible que no me dejaran pasar de Peñas Blancas en virtud de mi profesión. Sin embargo, necio, aún así me animé y gracias a eso hoy puedo escribir esta crónica.
Traté de ser muy discreto y no dar muchos detalles a los coordinadores del paseo, pero un día antes de partir me sinceré y les comenté a qué me dedico. De inmediato llegó su advertencia: “todo bien, nada más no diga que es periodista, por nada del mundo lo diga”. Los guías me comentaron que ya habían tenido problemas con otros viajeros que habían dicho la verdad en Migración al indicar que eran comunicadores y no les fue para nada bien.
“Hace poco una muchacha dijo que era periodista y tuvo bastantes problemas. Se la llevaron para una sala aparte y la hostigaron con demasiadas preguntas. Al final la dejaron pasar, pero le hicieron pasar un muy mal rato”, contó el líder de la agencia de viajes minutos antes de pasar por la frontera. En ese momento, sentado en el bus junto a los demás viajeros, dudé porque me dijeron que tenía que inventarme cualquier otra cosa para no decir que era periodista. “Diga que trabaja en servicio al cliente o cualquier otro trabajo, nada más en serio no diga nada relacionado a periodismo”, me recalcaron.
Al final, por ser un grupo tan grande de turistas y haber un flujo tan denso de personas, los encargados nicaragüenses de Migración solo le preguntaron su profesión a unos pocos del tour y, por suerte, no estuve entre ellos.
Al cruzar la frontera me topé algo muy distinto a lo que esperaba, porque conforme consumíamos kilómetros de carretera me di cuenta que la dictadura se logra camuflar en las calles o al menos se oculta muy bien a los turistas.
En las grandes carreteras no era extraño ver a uno que otro policía, pero las filas de militares no era la tónica. De hecho conversé con un taxista de San Juan del Sur que me dijo que los militares nunca están en la calle. Me contó que aquellos con los puestos más bajos en las fuerzas armadas ganan un “buen salario” de $500 al mes (muy por encima de la remuneración mínima en el país), mientras que los altos mandos tienen salarios de miles de dólares.
Caso contrario es el de los agentes de la Policía Nacional, cuyos salarios son mucho más bajos. “A los militares incluso les construyen condominios o les dan las casas y carros que le quitan a los narcos. Aquí los tienen muy bien cuidados”, dijo el señor, quien prefirió no identificarse.
Otro transportista en Granada también me contó lo que está pasando con los templos religiosos en su país. En las noticias vemos cómo el régimen de Ortega cierra iglesias y encarcela a sacerdotes, pero en las calles, muchos ciudadanos piensan otra cosa. “Aquí en esta zona todos los templos están abiertos, en algunas partes de Nicaragua han cerrado unos pero por hacer cosas en contra del Gobierno, no por vivir su religión. Aquí no se está castigando a los religiosos, solo a los que se portan mal y dicen cosas contra el Gobierno”, aseguró el taxista.
Por todo eso, para los turistas no es sencillo percibir la dictadura tan dolorosa y marcada que existe en este país de Centroamérica, ya que los sitios que los reciben están configurados para ocultar cualquier tipo de represión. En mi caso, apenas entramos a Nicaragua, el tour primero nos llevó a un restaurante hermoso donde desayunamos un platillo muy similar al pinto que se come en Costa Rica, servido por trabajadores con una sonrisa de oreja a oreja que elogiaban constantemente su país.
Luego recorrimos las calles del departamento de León, pero por una ruta muy bien definida que solo permitía ver a comerciantes alegres que vendían souvenirs en el centro de la ciudad, junto a la histórica catedral que recibe a cientos de extranjeros a diario. Pinturas y monumentos mostraban la historia de un país rescatado por unos cuantos y en donde todo parece estar bien, al punto de que entre mis compañeros de tour solo había sonrisas y las ganas constantes de fotografiar cuanta cosa se toparan.
Al caer la tarde nos llevaron en vehículos 4x4 hasta la cima del volcán Telica, donde pudimos observar un atardecer de película que hasta el día de hoy me genera sentimientos.
En la noche nos recomendaron lugares muy específicos para cenar y también otros para disfrutar la fiesta nocturna que es amenizada por una gran mayoría de extranjeros y pocos locales.
Al día siguiente, la aventura continuó en el volcán Cerro Negro, donde hicimos sandboarding con una adrenalina que jamás había experimentado.
Horas después, cuando cayó la noche, llegamos al volcán Masaya y pudimos ver un espectáculo de fuego que le pone a cualquiera los pelos de punta. Luego de este majestuoso episodio, nos llevaron a un colorido hotel en el departamento de Granada donde nos sirvieron cortes de carne muy jugosos que cerraron el segundo día de viaje con broche de oro. Hasta ese momento en la conversación de los viajeros ticos solo había elogios para Nicaragua y también dudas sobre porqué decían que ahí había dictadura.
La represión al parecer nadie podía percibirla y se notó aún menos cuando a la mañana siguiente nos llevaron a dar un paseo en una especie de carruaje movido por caballos para mostrarnos “la Nicaragua colonial” que ofrece la ciudad de Granada.
El guía local comentaba que están agradecidos con todos los extranjeros que llegan a comprar ahí terrenos para construir sus casas de verano, ya que son su principal fuente de ingreso y lo que les permite comer del turismo que se mueve en esta zona.
Cerca del mediodía pudimos disfrutar del “tour de chocolate” en un lugar que también estaba lleno de trabajadores que solo comentaban maravillas de su país. Luego almorzamos un vigorón en el parque central de la localidad, donde en cada esquina se podía llegar a un puesto de un comerciante con un sinnúmero de objetos con la cara de Ortega estampada en la mercadería.
En la noche hubo una fiesta en “la calzada”, otra zona “de lujo” a la que evidentemente llevan a todos los turistas. Ahí nada afea la vista, todo está bien.
El cuarto día del tour tomamos un ferry para llegar a la isla Ometepe, otro paraíso con un volcán en medio del majestuoso Lago de Nicaragua que comprueba el atractivo que tiene este país para cualquier turista norteamericano o europeo. El atardecer en este sitio fue aún más magnífico que el anterior, ya que se ofrecían kayaks para meterse en el agua y tratar de alcanzar el sol con las manos.
Valga decir que el bajo precio de la comida y la alta calidad de los platillos en los restaurantes que visitamos también era otro atractivo que no dejaba de impresionar, especialmente viniendo nosotros de uno de los países latinoamericanos donde es más caro “comer afuera”.
Al final, el último día del paseo en el departamento de San Juan del Sur fue solo otro recordatorio de que la dictadura es invisible para aquel que no la quiere ver: las hermosas playas que ofrece este sector deslumbran a cualquiera que pueda darse el lujo de visitarlas, principalmente aquellos que se pueden hospedar en los hoteles de lujo de la zona.
Al montarnos al bus y emprender el regreso a Costa Rica, la tónica entre los viajeros era la misma: “¿Y dónde quedó la dictadura de aquí?”.
No lo voy a negar: Nicaragua Turístico fue un paseo inolvidable, aunque en algunos momentos sentí cierta culpa por pasarla bien en un país que está bajo el zapato de un régimen al que no le importa nada más allá de sus intereses.
Es doloroso ver cómo un pueblo de personas trabajadoras y gentiles debe hacer frente a la pobreza con tan pocas herramientas. Y es más triste llegar a Nicaragua como turista y ni siquiera percibir la crisis, dado lo bien oculta que está a la vista de los despreocupados visitantes foráneos.
Muchos nicaragüenses reciben a los turistas con sonrisas. Saben que las cosas no están bien, pero no pueden decirlo, no pueden chistar porque las consecuencias podrían ser fatales como lo han verificado distintas organizaciones defensoras de los derechos humanos desde hace años.
Cuando le pregunté a los integrantes del grupo de viajeros ticos, muchos dijeron que no notaron nada raro. Eso es más preocupante de lo que suena, porque significa que el régimen ha logrado implantar el miedo y autoritarismo con tanto esmero que hasta cuesta identificarlo en las calles, al menos para aquellos turistas que son llevados por una fotográfica ruta donde todo asemeja estar “bien”.