La imagen es casi celestial. Ana Lucía Castillo Chaves, en su lecho de muerte, esbozó una sonrisa y así se despidió de este mundo.
Lucy, como la llamaban de cariño, cerró sus ojos para siempre dejando claro que la alegría verdadera es una llama que no se apaga nunca. Incluso, arde e ilumina más, en los momentos más oscuros.
“Lucy se fue como siempre era ella, feliz. Eso me consuela. Para mí ella era una santa, un ángel que Dios puso en Tilarán para alegrarlo, y que me espera en el cielo con sus bracitos abiertos”, expresó sollozando su valiente madre, Hermelinda Castillo, quien debido a las restricciones sanitarias por la Covid-19 no pudo verla en sus últimos momentos.
“Un día me llamaron y me dijeron que ya no podía verla más, que tenía Covid. Ese día sentí que me la arrebataron, pero Dios me dio la fuerza para pasar por todo esto y le doy gracias infinitas a Él que me dio una hija como Lucy”, agregó convencida.
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De hecho, todo el pueblo de Tilarán agradece por la extraordinaria vida de Lucy. Allí todos la recuerdan con estremecedor cariño. Era la chica que, sin proponérselo, tenía el poder de sacar del hoyo de la tristeza a cualquier cristiano.
¡Nadie se resistía a sus encantos!.
El propio monseñor Vittorino Girardi -a quien Lucy adoraba con el alma y solía llamar ‘el abuelo’ cuando iba a misa-, no tardó en reconocer las virtudes de la niña de la sonrisa eterna: “ella vino a este mundo para señalarnos un camino a todos, un camino por dónde transitar”.
La dura llegada.
La pequeña Lucy, quien murió el 15 de agosto a los 21 años, fue una guerrera desde el día en que vio la luz. Fue un 25 de marzo de 1999 cuando su madre pudo conocer su diminuto rostro, lo que la convirtió en testigo de la primera batalla de su hija.
El parto de Lucy fue muy atropellado. La cesárea a la que debía ser sometida su madre fue retrasada de manera indebida y eso iba a tener dolorosas consecuencias para ambas.
“No me la sacaron a tiempo. Ella quiso salir, pero como no me la sacaron a tiempo se devolvió y entonces tragó líquido amniótico, tuvo sufrimiento fetal y entonces pasó lo que pasó”, recordó su madre.
Lucy, por el trauma enfrentado, nació con parálisis cerebral.
“Yo lloré, porque uno siempre espera que los hijos nazcan sanos, pero desde el día que supe la noticia le pedí a Dios que me diera la fuerza para nunca esconder a Lucy, ni mucho menos avergonzarme de ella porque, lamentablemente, mucha gente eso hace con los niños especiales, los esconde”, agregó su progenitora.
Y la fuerza que pidió al cielo le fue otorgada. No hay nadie en Tilarán que no recuerde el orgullo desbordante de doña Hermelinda por su hija y los esfuerzos sobrehumanos para que la niña de la sonrisa eterna tuviera una mejor vida.
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Es que doña Hermelinda no solo nunca ocultó a Lucy, sino que la hizo parte de las fuerzas vivas de Tilarán y de casi todos sus eventos sociales. Estar en silla de ruedas, sufrir graves convulsiones cada cierto tiempo y tener algunas dificultades para comunicarse, nunca la hicieron quedarse en casa.
Lucy escuchaba las bombas de las fiestas patronales o las campanas de la misa y de inmediato ya le estaba pidiendo a su madre salir para la calle.
“-Talán, talán, mamá, talán talán-, me decía cuando oía las campanas", recordó doña Hermelinda.
Por la iglesia, Lucy sentía un especial cariño. No se perdía las procesiones de Semana Santa y soltaba la risa todos los Miércoles de Ceniza, cuando veía a las personas con la cruz medio pintada en la frente. Se bautizó e hizo la primera comunión, pero eso no le bastó, se convirtió en una misionera infantil.
“Todos los años los misioneros infantiles hacían una colecta para mandarle a los misioneros que van a países lejanos. Entonces Lucy tomaba una alcancía y se iba pedir por todo lado. Donde fuera que ella salía, a pasear o donde fuera, se llevaba la alcancía: -pata aquí- le decía a la gente con su tremenda sonrisa", narró doña Hermelinda entre risas.
“Yo, eso sí, siempre procuraba que entregara la alcancía llena. Viera la felicidad de ella. Ella siempre pelaba las encías, nunca estaba triste”, agregó.
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Pero no era su única pasión. El Día del Niño, por ejemplo, era su día más feliz. Se vistió de Minnie, una conejita, Caperucita roja, de payaso, hada, princesa y su último disfraz fue de la Doctora Juguetes.
A su forma bailó típico y ballet, y su comida favorita era la pizza, las papas fritas, el pollo y la Coca-Cola. Ahhh, y también el ‘catetito’, porque era bien cafetera.
Además amaba ir a los topes, bailar con las cimarronas, ver los toros a la tica por televisión y no se perdía un solo partido de su amado Saprissa.
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“Yo no sé de dónde se hizo saprissista, porque aquí en la casa nadie lo es. Pero ella era fiebre y tenía las camisetas. Si Saprissa perdía al otro día amanecía como bravilla”, mencionó sonriendo su madre, quien lamenta no haberle podido poner la última camisa del 'monstruo’ que le compró.
Lo que sí es cierto es que Lucy era “saprissista de corazón, católica y bien pelotera para todo”, concluyó vacilando doña Hermelinda.
El legado
Según su madre, Lucy hizo varios milagros. El primero fue cambiar la vida de toda su familia.
“Usted no sabe, mi familia era muy desunida, de uno por aquí y otro por allá. Pero cuando ella nació todo cambió, ella se convirtió en el centro de la casa y mi familia fue otra distinta”, contó Hermelinda.
Además, Lucy logró ensanchar el alma de su madre, inyectó de alegría a todo un pueblo y, tal parece, logró transformar más de un corazón.
“Ella unió a todo el mundo. Gente que nunca había doblado rodillas, dobló rodillas por ella. Tras su muerte yo recibí como 7.000 mensajes y ninguno decía: -lo siento-. Todos eran mensajes hablando de la felicidad de Lucy, de lo que reflejaba, por eso yo digo que era una santa”, finalizó.
Así era Lucy, en poquísimas palabras: porque su enorme sonrisa y todo lo que fue, jamás cabrá en este artículo.