Hurgar en la vida del Dr. Eduardo Arias Ayala, fallecido el pasado 13 de agosto en el hospital México, tras librar una batalla de varias semanas contra la covid-19, es un ejercicio en dos escalas: la del dolor va en descenso y la de la admiración, se dispara en un escalón de amor hacia el infinito encabezado por su familia primaria, su esposa y sus dos hijos, y secundado por decenas de familiares, amigos, compañeros de trabajo y muy en especial, por sus pacientes, a muchos de los cuales atendió vía celular incluso durante sus últimos días, ya postrado y luchando, hasta el momento en que ya sus problemas respiratorios se agravaron previo al desenlace final.
Con 53 años y casado desde hace 26 con su colega, la Dra. Lydiana Ávila, neumóloga pediatra y jefe del Departamento de Medicina del Hospital Nacional de Niños, y padres de Mauricio (25) y Esteban (22), el Dr. Arias reveló el ímpetu que dominaba su ADN desde muy pequeño, en su querido barrio de crianza, Paso Ancho.
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Hijo de una ama de casa y de un taxista, ya en los primeros grados de escuela decidió que “de grande” sería médico y desde entonces trazó su ruta en la educación pública de la que siempre se enorgulleció, pues tras cursar la secundaria en el Liceo de Costa Rica, ingresó exitosamente a la carrera de Medicina en la Universidad de Costa Rica (UCR), donde conoció a quien sería su buena amiga de estudios, sin que ninguno se imaginara en aquel momento que pocos años más tarde nacería un amor a toda prueba mientras ambos coincidieron haciendo el servicio social en la zona de Quepos y Parrita.
Se casaron en 1994 y desde entonces conformaron una hermosa yunta en la que trataban de jalar parejo con las especialidades que estaba cursando cada uno y porque se convirtieron en papás de su primogénito cuando no habían cumplido ni el año de casados.
Aquello fue echarle canfín al fuego, pues el currículum de la Dra. Ávila es impresionante, tanto como el de Eduardo, quien lidió con un (hermoso) contratiempo toda su vida: se enamoraba tanto de lo que hacía, que le costaba despegarse de las diferentes instituciones en las que dejó huella a lo largo de estas décadas, en cuenta el Centro de Atención para Personas con Enfermedades Mentales en Conflictos con la Ley (Capemcol) y el Hospital Siquiátrico, hasta que fue reclutado por la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS) y, desde hace dos años, lo nombraron en su adorado San Juan de Dios en vista de sus atestados académicos y personales.
Esta página se queda corta para nombrar la cantidad de homenajes póstumos que recibió el doctor, incluso –muy importante--, por parte de sus estudiantes, pues la docencia también era uno de sus tantas pasiones.
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Pero entre todo lo académico y lo laboral, trascendía aquella hermosa vida en familia que conformaron los cuatro integrantes del clan Arias-Ávila, o bueno, mejor dicho, siete, pues Eduardo, Lidyana, Esteban y Mauricio condimentaban su sólida vida en familia con dos perritos y una gata.
Ni para qué decir esa pasión impresionante que le profesaba a la lectura y, también a los devenires de la historia: era un estudioso permanente y voraz.
La doctora Ávila está precedida no solo por el octanaje que le imprime a su vocación y profesión, sino también por su don de gente, su personalidad que desborda amor por el prójimo y paciencia y serenidad… y atenida a estos atestados le envié un Whatsapp en el que le explicaba cautelosamente si podíamos construir una historia de vida de su esposo, a partir de sus decires.
La respuesta inmediata constató que los dos megaprofesionales se convirtieron en un bastión de generosidad, pues siendo un asunto tan reciente y delicado, su “sí” no solo fue rotundo, sino entusiasta hasta la médula.
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Luego desgranamos anécdotas por más de una hora (la versión completa de este reportaje se encuentra en nuestra edición de nacion.com), pero en esencia ella destaca con una admiración que es totalmente necesaria cuando existe una relación de amor… ahí, en medio de su agitadísima agenda de trabajo, sacó su rato para contar que por la naturaleza de sus profesiones, ambos habían conversado sobre los temas de los riesgos inherentes al estar, literalmente, en el frente primario de la guerra contra la pandemia.
El Dr. Arias era un gran deportista, además muy responsable, pues andaba “la seca y la meca” junto con su adorada esposa en cuanta carrera de 10 kilómetros hubiera, pero él padecía de hipertensión, por un tema hereditario, y entonces prefería disfrutar su ‘hobbie’ atlético sin excederse ni exponerse al máximo.
Entre el 20 y el 26 de julio empezaron a manifestarse los síntomas en lo que la Dra. Ávila describe como una “hipoxenia silenciosa”, que es una baja en la saturación de oxígeno. Finalmente, fue trasladado a lo que entonces ya constituía su segunda casa, el HSDD, pero no había camas disponibles, entonces lo trasladaron al Hospital México. Dicho sea de paso, este hecho enaltece la solidez moral de la mayoría de servidores de la CCSS, pues siendo el Dr. Arias uno de los suyos, la regla se aplicó pareja y él recibió la atención de emergencia (la máxima y mejor posible, asegura una y otra vez su esposa) en el México.
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Ella, por su parte, tuvo también que lidiar con una cuarentena que le impedía ir a verlo, aunque si mantuvieron contacto por videollamada hasta que las fuerzas de Eduardo así lo permitieron.
El impetuoso, estudioso, empático y multifacético Doc, ese que se robaba el show en las noches de karaoke con familia y amigos cantando a Javier Solís o parodiando a Juan Gabriel, se mostró como lo que siempre fue: un roble. Preparó a su familia y logró manifestarle a su esposa, antes de que lo intubaran, ya bastante complicado, que los amaba y demás declaraciones personales, pero en especial una que, hasta el día de hoy, llena a la queridísima doctorcita Lidiana Ávila, de una gran paz y un tremendo fuelle para seguir adelante, aún sea sin su compañero de vida, con el que se pegaba aquellas caminadotas los sábados desde Rohmorser hasta la Feria Verde de Barrio Aranjuez, donde se tomaban su batido o café o lo que fuera, todo para ir a “escorar”, cual par de quinceañeros, al Mall San Pedro.
Tras ser informados del fallecimiento, madre e hijos se fundieron en un prolongado abrazo íntimo, en el que asumieron la partida de aquel hombrón que les dio todo el arsenal espiritual y emocional que requerirían en momentos como este, el de su propia partida.
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“Fue más, una demostración de ese amor que todo lo puede y lo trasciende. Fue más como despedirlo en paz. Nos duele mucho su ausencia, pero Eduardo fue un ser humano y un padre y esposo tal, que logró prepararnos para asumir su partida así como lo estamos haciendo: en paz, unidos los tres, recordándolo (risas) ¡es que no sabés el personaje que era! Y bueno nos llena y fortalece demasiado todo lo que nos dice tantísima gente que él marcó, para bien, en su paso por este mundo”, agrega Lydiana, quien a todas luces seguirá iluminando vidas, tal cual lo hacía su esposo, solo que con él convertido en un espíritu benigno que todo lo ganó en vida, y también le ganó a la covid-19: ahora, su ejemplo se erige ante todos y tantos. Y eso, en estos caóticos tiempos, es un caldito espiritual para el corazón.