Una caravana con globos, trasmisiones en vivo por medio de Facebook, personas a lo largo de la calle esperándolo con carteles y decenas de bolsas con diarios de comida afuera de su casa, son tan solo algunas de las muestras de afecto que reflejan lo que Gerardo Jiménez Alvarado representaba para su pueblo, Palomo, en Orosi de Cartago.
Él fue el primero de esta comunidad en fallecer a causa de covid-19 y su ausencia ha dejado a sus vecinos en silencio, de luto y con la ausencia de la sonrisa más amable y el espíritu más alegre del barrio.
Don Gerardo era una de las personas más queridas por los vecinos de Palomo, allí, todos, en algún momento compartieron con él una anécdota, un confite o una galleta.
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En su casa no era muy diferente: él siempre fue el alma de la fiesta, siempre estaba dispuesto a divertirse. En sus celebraciones nunca podía faltar la música de la banda Chiqui-Chiqui y si había pelucas, anteojos o sombreros, él era el primero que se disfrazaba.
“Se apuntaba a todo, bailaba reguetón, cantaba con el mariachi y si había comparsa, bailaba con la comparsa. En las fiestas de Navidad era el primero que festejaba. Él era el alma de la fiesta y cuando terminaba la fiesta se ponía a hacer café y repartía, nos daban la 1 a. m. Ya después se quedaba recogiendo todo, uno le decía que se fuera a descansar pero no se iba hasta que todo quedara acomodado y limpio”, recuerda su hija, Rosaura Jiménez.
La última celebración fue el 22 de mayo, cuando cumplió 73 años. Junto a él estuvieron sus ocho nietos, sus cuatro hijos y su esposa Sarah Peña; fue una actividad pequeñita, pero llena de mucho amor y alegría, en la que vio a su familia reunida.
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Para él la familia era lo más importante y tener a sus hijos sentados alrededor de una mesa comiendo, era lo único que necesitaba para sentirse completo. Esa unión siempre los caracterizó.
“Fue un hombre que luchó siempre por su familia, nos dio una buena educación, nos enseño cosas muy buenas, nos dio el estudio a todos y nos enseñó a ser una familia creyente en Dios. Y aunque tenemos nuestros errores, como todo ser humano, somos muy unidos y nunca peleamos ni nada de eso y eso fue gracias al ejemplo que él nos dio”, detalla su hija Rosaura.
Con su esposa Sarah vivió una historia de amor desde que eran unos jovencitos y la llegada de la pandemia solo hizo que se enamoraron y compartieran más. Constantemente se decían que se amaban e incluso, días antes de que lo trasladaran al hospital Calderón Guardia, cuando ya tenía los primeros síntomas del coronavirus, doña Sarah recuerda que la sacó a bailar un bolero en la cocina.
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Su historia terminó el 3 de agosto, cuando don Gerardo perdió la batalla contra la covid-19, día en el que justamente cumplían 52 años de casados.
Don Gerardo y su esposa contrajeron nupcias cuando tenían 21 y 19 años, respectivamente. Ambos son oriundos de Palomo y se conocieron gracias al trabajo que tenía él como salonero en el Hotel Río Palomo, pues desde allí la veía pasar todos los días.
El trabajo en el restaurante era de lo más preciado para don Gerardo, allí laboró toda su vida como salonero y tras pensionarse, aún iba unas cuatro o cinco horas al día a trabajar. Era inquieto y no podía estar sin hacer nada y por eso minutos antes de las 11 a. m. siempre estaba listo para irse al hotel. Sin embargo, con la llegada de la pandemia y el cierre de restaurantes, se quedó sin trabajo.
Eso no significaba que se levantara tarde: a las 6 a. m. ya estaba sirviéndole el café a su esposa, para después irse a dar una vuelta por su finquita, de la que siempre regresaba con un racimo de bananos, con unos limones o con unos chayotes.
“Era demasiado activo, no podía estar tranquilo, teníamos que decirle que se quedara quedito porque pasaba haciendo zanjones, chapeando, sembrando matas de maíz, de ayote. Él andaba por todo lado cortando lo que se le atravesaba y mi mamá todo el tiempo estaba detrás de él, porque él agarraba un cuchillo y cortaba todo. Cuando regresaba de trabajar, como a las 4 p. m., usted lo veía con una pantaloneta, un cuchillo guindando y ya se iba a ver las gallinas, a cortar matas o a hacer mandados”, relata Rosaura.
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Los únicos momentos en los que ya descansaba era los viernes cuando se sentaba a ver La Pensión: las risas que el programa le sacaba se escuchaban por toda la casa.
Y ni qué decir de los partidos de la Liga Deportiva Alajuelense (el equipo de sus amores). Era un amante del fútbol y cuando el cuadro manudo jugaba, él siempre estaba frente al televisor gritando como un técnico dando instrucciones y aunque no se sabía el nombre de los jugadores, celebraba cada gol y se enojaba con cada derrota.
Don Gerardo era conocido en su pueblo porque siempre tenía una broma que hacer o un chiste que contar. En la gasolinera, el supermercado, la carnicería y en la parada de taxis tenía amigos a quienes les compartía un dulce, e incluso, durante la misa de los domingos sacaba los confites, para repartirle a los niños que se encontraba.
Por ser tan activo y tener tantos amigos era que rara vez lo llamaban por su nombre. Siempre lo llamaban ‘Repollo', ‘Tarantas’ o ‘Rumildo’.
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Su humildad y generosidad fueron las que se ganaron el cariño de un pueblo que llenó de carteles el cementerio con mensajes de amor hacia el salonero. Mientras estuvo enfermo, varios vecinos le dejaban en la entrada de su casa una bolsa de comida y un bollo de pan,
“Eso habla muchísimo de él porque a casi tres meses aún nos está dando de comer, gracias a como él fue con la gente.Y en medio del dolor, esos gestos nos dan fortaleza", dice Rosaura.
Lo cierto es que en Palomo hay un vacío que nadie podrá llenar y en el que vive el recuerdo de una persona que con un gesto o una palabra tenía la capacidad de sacar una sonrisa en un mal día.