La cámara lo enfoca y aparece en la pantalla. Ahí estaba yo, no sé cuántos metros por encima pero sí los suficientes para que su 1.98 de estatura parezca poco. Emocionada, lista para vivir ese esperado momento, para tomar la foto o el video que, jamás imaginé, iba a repasar tanto durante este misterioso 2020.
No considero haber llegado a la palabra idolatría, pero en gran medida él es el culpable de mi amor por el baloncesto. ¿Eso era suficiente para tragar grueso y retener una que otra lágrima cuando la noticia de su muerte me levantó de la silla?
Quedé en shock. “De fijo es otra de estas fake news”, pensé. Pero no, ni siquiera me dieron tiempo de dudarlo.
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Debo confesarlo: quería entender por qué me estaba sintiendo así. Nunca me había pasado, fue como ocultar sentimientos, obligarlos a quedarse dentro mientras la trágica noticia le daba la vuelta al mundo.
Fui parte de una generación que creció queriendo hacer un movimiento como Kobe Bryant, y ante las obvias limitaciones, me conformaba, a mucha honra, con cerrar el puño y mover el brazo de arriba hacia abajo en señal de celebración.
Mientras sentía toda mi infancia pasando como un carrusel de emociones pensé en una persona que podía entender esa tristeza, hasta ese entonces inexplicable.
No hubo respuesta en el mensaje, aunque ese silencio sí me dijo mucho. Si hablamos de admiradores de la carrera de Kobe Bryant, tengo un amigo capaz de comprender todo e incluso llevarlo a otro nivel.
A cuatro años de su retiro, la magnitud del legado apenas se empezaba digerir y de repente, también, estábamos lamentando la partida de una de sus hijas.
Tan indescifrable el destino, después explicado por su esposa, Vanessa Bryant: Kobe no podía irse de este mundo dejando a Gigi, y viceversa. Ahí la palabra ídolo o modelo toma notas muy diferentes.
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Vestir una única camiseta de color púrpura y amarillo fue parte de la huella de quien nació en Filadelfia pero se convirtió en hijo de Los Ángeles. Eso lo hizo diferente, y claro, también los cinco anillos, ser el cuarto mejor anotador histórico de la NBA o los 81 puntos que anotó en un juego del 2006.
Podría seguir la lista y luego entonces vendría la discusión de quién es el mejor de la historia. En ese caso dejo botada la objetividad, porque para gustos los colores.
Incluso, ni siquiera es tanto de gustos, sino de qué forma y en qué momento se empieza a seguir a un personaje, un influyente. Kobe creó una marca con su forma de ver el juego y la vida en general. Lo entendí muchas veces, aunque más desde enero de este año.
Mentalidad Mamba: los secretos de mi éxito. Ese es el libro que escribió y publicó en el 2018, y el cual llegó a mis manos como un regalo de cumpleaños en abril anterior, cuando estábamos confinados en nuestras casas.
Desde las primeras páginas pensé en cómo me hubiera gustado leer esos textos antes del 26 de enero de este año, cuando Twitter me “lanzó” unos de sus cuantos caracteres más difíciles de leer.
Cada palabra, cada imagen, cada sentimiento... todo lo contenido en esas 206 páginas fue un viaje por su carrera, de altas y bajas pero, sobre todo, un repaso de su mayor fortaleza, y de ahí el título.
Y digo haber preferido leerlo antes de su muerte porque desde la primera línea me hizo sentir como si Kobe estuviera aún en esta tierra, hablándonos en presente sobre los planes después del retiro.
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Hoy, escribiendo estas líneas, vuelvo a ver esa tapa negra con letras amarillas y blancas para seguir comprendiendo cómo una persona con la que nunca compartí se puede sentir tan cercana. Al final ni necesito ni existe una explicación lógica o correcta.
Ya sé que la vida (o la muerte) nos recuerda de forma insistente la importancia del aquí y el ahora, pero existen circunstancias que nos impactan diferente. En ocasiones lo hacen mucho más personal, otras sucede con quienes sentimos haber conocido, aunque se tratara de una relación unilateral.
Seguí la carrera de Kobe desde que empezó mi afición por el baloncesto, o seguí el baloncesto desde que se inició mi afición por Kobe. No lo tengo claro.
En 1996, cuando fue elegido en el draft de la NBA, yo apenas tenía cinco años, pero dos o tres años después ya estaba con ese balón de cuero entre las manos. Conforme iba aprendiendo y entendiendo el juego, la promesa angelina se convertía en ídolo.
Recorté muchísimas de las fotografías publicadas en este periódico o el extinto Al Día. No solo de él, sino de diferentes jugadores, pero se pueden imaginar quién figuraba en la primera plana del fólder que me inventé para coleccionarlas.
Siempre quería jugar con el número 8 y conforme crecí me hice una promesa, que a decir verdad veía un tanto lejana: ver a Kobe en vivo.
En eso pensé el 13 de abril de 2016 en el aeropuerto de Los Ángeles, donde esperaba mi vuelo de regreso a Costa Rica. El 80% (cálculo a lo tico) de las personas en esa terminal aérea buscábamos un televisor para seguir el partido de despedida de quien durante 20 años pisó el Staples Center.
¡60 puntos! Realmente él no conocía otra forma para decir adiós.
Nunca un retraso de avión pudo ser tan buena noticia. Ya para ese momento había cumplido con el propósito del viaje, pero perderme ese momento era como dejar un rompecabezas incompleto.
Soy seguidora de Los Lakers porque ahí estuvo Kobe, no hay ninguna otra razón. Y por eso también visité la ciudad angelina una semana antes, para verlo en su penúltimo juego en ese escenario.
Y sí, evidentemente el deseo era estar con él en el día del adiós definitivo de las canchas... hasta que buscamos los precios. Pequeño detalle. Sigamos.
Frente a ese escenario que tantas veces imaginé sentí escalofríos, aunque se queda muy corto al momento en que Mamba salió a calentar, fue presentado o anotó unos cuantos puntos.
Hice lo que alguna vez me prometí, literalmente en la última oportunidad. No había más tiempo, la carrera acabó.
Las canastas en el último segundo, las miradas de ganador, de insistente, de perfeccionista, los anillos y las celebraciones. Era el momento de decir #BlackMambaOut con una nostalgia que sería poco o nada en comparación a lo que sentiría cuatro años después.
Presenciarlo desde la ciudad que hizo grande se convirtió en la respuesta para cerrar dos ciclos: el de la niña y adolescente idealizada con su baloncesto y el de la adulta tratando de entender el dolor ante su trágica muerte.
La autora es periodista.