Dos de los principales recuerdos que tengo de Raúl lo ubican a él sobre la arena de la playa: el primero es de cuando era un bebé, como de dos años, a inicios de los años 80. En las fotos que guardan nuestros padres de aquellos años, se le ve caerse, se le ve levantarse. Raúl estaba apenas de meses cuando la meningitis lo atacó, causándole condiciones particulares de salud y desarrollo que le acompañarían hasta el último de sus días y que, en aquella temprana edad, pusieron su vida en grave riesgo. Por eso, aquellos pasos titubeantes sobre la arena significaron mucho, demasiado, pues contra todo pronóstico, Raúl se levantó y conquistó.
El otro recuerdo es mucho más reciente: Raúl corre con agilidad y buen paso sobre la arena, sonriendo hacia la cámara que capturó el instante. Corre sin camisa, como era su costumbre, mostrando un abdomen tan perfectamente marcado que, como decía Emma Stone en una película, parece hecho con Photoshop. El pasaje es en medio de una de las tantas ediciones que él completó sin problemas de la clásica Sol y Arena. A su alrededor, miles de otros atletas van como él en pos de la meta ubicada en el Paseo de los Turistas, sin sospechar que ese muchacho que corre a su lado es un milagro ambulante, un testimonio vivo de que el partido no se acaba hasta que se acabe, y que el jugador más valioso no tiene que ser siempre la estrella.
A Raúl la vida le arrojó una y otra vez pruebas, y él las superó todas. Su condición de salud hizo que las cosas para él siempre fueran más difíciles, más retadoras. El mundo tampoco se la puso fácil, el entorno solía serle hostil pero él igual no se arrugaba, aún ante el bullying más cruel y estúpido, Raúl siempre contestó, nunca se dejó, y más de un carajillo lamentó haberse tomado a la ligera al Macho, para quien la convivencia solía ir de la mano con la supervivencia.
A nuestros papás, Víctor y Aura, la sociedad trató de frenarles las aspiraciones con Raúl. Quien les dijo que mi hermano no iba a pasar de kínder subestimó al niño y a sus padres, como bien demuestran sus dos carreras universitarias, en publicidad y relaciones públicas. Quien demeritó sus habilidades físicas infantiles erró al no prever que Raúl moldearía su cuerpo en los gimnasios y devoraría miles de kilómetros de asfalto en sus eternas rutinas de atletismo. Quien lo vio por encima del hombro porque escribía “mal” con lápiz y papel no lo creería a escucharlo con su perfecto dominio del inglés, mismo que le ayudó a ganarse la vida en distintos call centers.
Más saprissista que el Monstruo Morado y aficionado devoto de la Selección Nacional, para Raúl el fútbol fue religión, y en las graderías encontró su entorno natural, siempre acompañado por nuestro papá, tan fiebre como él y cómplice en las frecuentes idas al estadio. Sus fines de semana se dividían entre la práctica del ejercicio y el análisis de cuanto partido pasaran por televisión: su manejo de estadísticas y alineaciones de campeonatos de todo el mundo fue enciclopédico y podía pasar horas pegado a la señal de ESPN y Fox Sports. Igual de impresionante es su colección de camisas de equipos de fútbol, traídas de todas partes del mundo por familiares y amigos sabedores de sus pasiones.
Raúl tenía una risa escandalosa y le encantaba soltar la carcajada sin importar la ocasión. Desde chiquillo le hicieron gracia las malas palabras y por años él, Fabián (mi otro hermano) y yo nos reímos de recordar a la vecina que llegó chivísima a darle quejas a Má, pues cuando Raúl pasó en bicicleta por su casa y ella lo saludó con algún término cursi, él le respondió con una mala seña. Tenía seis años y al final hasta nuestros papás terminaron riéndose con el episodio.
El 26 de agosto, Raúl cumplió su rutina: salió de la casa de mis papás en Curridabat para ir al gimnasio (no perdonaba dejar las pesas) y luego a trabajar al call center, en un edificio de oficinas en San José centro. Iba y venía en bus, y no evidenciaba síntomas en particular, aunque luego una amiga contaría que días atrás él le externó que tenía algo de dolor de cabeza. Raúl era epiléptico y falleció de modo súbito el 27 de agosto de este 2020, mientras dormía. Luego supimos que la prueba de covid-19 que le hicieron horas antes había resultado positiva.
Faltaban tres días para que cumpliera 41 años. Nadie pudo despedirse de él; simplemente estaba ahí y al día siguiente ya no.
Para Raúl hacer amigos no era sencillo, y por eso quiso con toda el alma a quienes le prodigaron su amistad. En los días posteriores a su muerte el teléfono de la casa sonó una y otra vez: amigos y amigas que no conocíamos y que no salían del shock ante su repentina partida. A la puerta igual llegaron muchas personas que le quisieron, a compartir anécdotas y relatos de su relación con él; cada una de sus memorias ha sido un bálsamo en el corazón de nuestros padres.
Raúl superó todas las expectativas de los demás, pero no las suyas, pues era disconforme por naturaleza. Siempre quiso más, y nunca se dio por menos. Cualquier carencia la compensó con resistencia, con una negativa a aceptar que debía ser menos, que debía conformarse con menos.
Quienes lo conocieron por encima pudieron quedarse con la impresión de que Raúl Ernesto Fernández Gutiérrez era “diferente”. En cambio, quienes tuvieron la dicha que ver dentro de su alma saben que se trató de un guerrero, de un titán, de un disconforme y un osado.
En las semanas transcurridas desde su partida, me sorprendo pensando con frecuencia en Raúl, quien fue un buen tío para nuestras hijas; las chicas fueron su orgullo. Quiero creer que efectivamente está en un lugar mejor, uno donde sus particulares talentos se aprecian más que nunca; donde le es permitido exhibir los cuadritos, y que cuando se pone camisa es solo porque la prenda es morada o blanco-rojo-y-azul.