A finales de enero el mundo supo, entre estupor y horror, que el terrorífico personaje del Ejército Islámico (EI) que ha ejecutado las decapitaciones sistemáticas de rehenes extranjeros desde agosto pasado no es ni sirio ni iraquí, si no un británico que se ha convertido en un irónico emblema del extremista grupo rebelde.
Apodado en ese momento como “el yihadista John”, pronto se convirtió en el centro de atención y de investigación de los servicios de inteligencia occidentales y es así como en las últimas semanas se dio con el perfil del joven de 27 años que hasta hace 10 jugaba al fútbol con sus compañeros de secundaria, en un suburbio de Londres, como un adolescente común.
Si bien la información se ha ido develando a cuentagotas, poco a poco se va afinando la certeza de la identidad que se le endilga al amenazante hombre vestido de negro que sacudió al planeta en setiembre cuando se inició la seguidilla de los brutales videos propagandísticos al decapitar al periodista estadounidense James Foley.
Se trata del inglés de origen kuwaití Mohamed Emwazi, de 26 años, un joven a quien sus antiguos amigos recuerdan como “amable y alegre” –una imagen totalmente divorciada de la del aterrador cortacabezas yihadí– que viene de un hogar de clase media, tiene dos hermanas y un hermano, con un padre dedicado a una empresa de taxis y una madre que siempre ha sido ama de casa y no ha dejado de llorar desde que su mundo se volvió de cabeza, a fines de febrero, cuando cientos de periodistas rodearon su casa para tratar de obtener más información sobre su hoy tristemente célebre hijo.
Y es que los familiares de Emwazi son, según un perfil de la agencia AFP, “una familia apreciada en el barrio de Queens Park, que no tiene nada que ver con la pobreza que se suele vincular a la radicalización de muchos jóvenes de guetos musulmanes de las grandes capitales europeas”.
Justo este miércoles trascendió, según varios medios europeos, que un joven que actuó como traductor para el EI confirmó por primera vez la sospecha que se daba por cierta. De acuerdo con el diario español ABC.es, John el yihadista no solo es el maestro de ceremonias de los videos y las ejecuciones, sino que además decapita personalmente a los rehenes extranjeros. John habría sido visto por el traductor asesinando al periodista japonés Kenji Goto, de 47 años, cuya muerte se conoció el 31 de enero. Sería el quinto rehén foráneo degollado a cuchillo por Emwazi desde que en agosto mató a Foley.
Siempre según ABC.es, el antiguo traductor es un desertor del EI y permanece oculto en Turquía.
Su testimonio es, hasta ahora, uno de los más reveladores. Encapuchado y conmocionado casi hasta el llanto, ofreció su testimonio al canal Sky News, que lo identificó con el seudónimo de Saleh.
Es así como explicó uno de los grandes enigmas que rodean las decapitaciones, y es la extraña pasividad que muestran las víctimas cuando están a punto de morir.
“John me decía ‘Diles que no hay problema, que es solo un video, no queremos matarlos, que no tenemos problemas con ellos, son nuestros visitantes. Solo es un aviso para sus gobiernos, para que dejen de atacar Siria”.
Según el decir del traductor, Emwazi ordenaba someter a los rehenes a varias ejecuciones simuladas para que, cuando llegue la verdadera, piensen que se trata de una prueba más y no se lo esperen. De esa forma, la “solución final” es más perturbadora, mediáticamente hablando.
Saleh cuenta que Emwazi es el jefe del grupo que custodia a los rehenes, y que es respetado por ser el verdugo: “A un sirio allí lo mata cualquiera, pero a los extranjeros, solo él”.
Efecto dominó
Paralelo al descubrimiento de la identidad –y nacionalidad – de John el yihadista, empezaron a detectarse más y más casos de jóvenes mujeres y hombres provenientes de Occidente y en su mayoría, de Europa, que dejan sus a menudo cómodas vidas de clase media en urbes y se desplazan directo a Siria o Irak, centros neurálgicos de la recalcitrante agrupación islamista que tiene al mundo en vilo.
Un análisis de agosto del 2014 por la cadena británica BBC Mundo, solo unos días después de la “decapitación inaugural” (Foley, 19 de agosto) daba cuenta de diversas aristas de este fenómeno.
El tema puso en la agenda mediática una realidad en la que las policías europeas llevan trabajando años, pero que hasta ahora no había tenido la exposición pública y trascendencia diplomática que adquirió tras la decapitación de Foley: miles de los combatientes de la yihad –guerra santa– en Medio Oriente son ciudadanos europeos.
Un reportaje de El País de España publicado hace dos semanas afirma que Europol, la policía europea, conoce la identidad de 3.000 yihadistas europeos que han luchado en Siria e Irak, “la mayoría de los cuales se ha radicalizado de forma extrema y puede cometer atentados a su regreso”.
Rob Wainwright, director de la organización policial, afirmó que el escenario puede ser mucho peor, pues la cifra real podría superar los 5.000 y todos representan una amenaza real para sus países de origen.
Debido a la dificultad de rastrear, no hay cifras oficiales sobre la cantidad total de yihadistas extranjeros peleando en Siria. Sin embargo, según BBC Mundo, a diciembre del 2013 había entre 3.300 y 11.000, según datos del Centro Internacional de Estudios de la Radicalización.
Se estima que entre un 30% y un 40% proceden de países occidentales, como Francia, Bélgica, Reino Unido, Alemania y las naciones nórdicas.
Es aquí donde se plantea la gran pregunta ¿cómo llega un joven occidental a pelear la “guerra santa”?.
Según una investigación realizada por la Policía de Nueva York y señalada por varios expertos como una de las más completas para entender el fenómeno de la radicalización de jóvenes occidentales, los aspirantes a convertirse en militantes islamistas son, en su mayoría, hombres musulmanes entre 18 y 35 años. Casi todos se habían convertido –o comenzado a practicar el Islam– recientemente y no habían partido como fanáticos.
Generalmente pertenecen a la segunda o tercera generación residente en el país occidental de origen. Es decir, sus padres o abuelos son inmigrantes.
El caso de Emwazi (John el yihadista) arroja un poco de luz sobre las razones de la metamorfosis que finalmente los hace enrolarse con el EI. De acuerdo con un perfil de la agencia AFP, el hoy decapitador apenas sabía inglés cuando llegó con seis años a Londres, pero eso no le impidió integrarse y hacer amigos, con los que jugaba al fútbol en el colegio. Profesores y amigos lo recuerdan como un muchacho “diligente, trabajador, responsable y tranquilo”.
El inicio de su radicalización se habría producido al comenzar sus estudios de informática en la Universidad de Westminster en el 2006, cuando cumplió 18 años. Sus conocidos señalan que, aunque vestía ropas occidentales, empezaba a dar síntomas de religiosidad y cada vez acudía con más frecuencia a la mezquita. En el 2009, tras viajar a Tanzania con dos amigos, dijo sentirse acosado por las autoridades de Reino Unido, que lo habrían acusado de intentar unirse a las filas del grupo islamista somalí Al-Shabab y trataron de captarlo como colaborador de los servicios secretos (MI5), según Asim Qureshi, responsable de Cage, organización que defiende a los musulmanes.
Luego, las autoridades británicas siguieron vigilándolo y “hostigándolo”, en términos de CAGE, que culpa a los servicios de seguridad de su radicalización.
Qureshi afirmó que el Emwazi que él conoció era “un joven hermoso”, “amable”, que dista mucho del Yihadista John.
“Cuesta mucho imaginar la trayectoria” entre uno y otro, “pero nos resulta familiar”, añadió, insistiendo en el papel que jugó el acoso de las autoridades.
La posición de Milena Uhlmann, investigadora de la Universidad Humboldt de Berlín, experta en conversión y radicalización parece avalar la apreciación de Qureshi.
Ella le aseguró a BBC que existe una característica que se repite en varias de las familias de los yihadistas que provienen de padres o abuelos inmigrantes: trataron de integrarse, de suavizar su contexto para no tener problemas en la sociedad donde se insertaron.
Sin embargo, especialmente después de los ataques a las Torres Gemelas en el 2001, las sociedades occidentales no terminaron de aceptar como propias a las comunidades musulmanas.
“Sus hijos sienten que hay algo que está mal, que sus padres fallaron en el esfuerzo. Porque no están completamente integrados y se sienten estigmatizados por ser musulmanes y están decepcionados de Occidente. Utilizan el Islam como un medio para posicionarse contra su estatus de ‘occidentales’. No obtuvieron lo que querían, no se sintieron en casa ni tuvieron un sentido de pertenencia”.
“Irse a pelear la yihad a Siria es una forma de retribución. Ya no necesitan su contexto anterior”, explica la experta.
Para el escritor y periodista libanés Hazem al-Amin, los yihadistas occidentales están fascinados por su demostración de fuerza “tipo Hollywood”. Supone una vía de escape para su rutina de trabajos precarios. Las decapitaciones, ejecuciones y conquistas de territorios les hace ser protagonistas.
Mayor frecuencia
Las noticias sobre la incorporación de occidentales en la guerra santa han ido en aumento. En los últimos meses se ha exacerbado también el fenómeno que incluye a mujeres, incluso a menores de edad, en lo que se ha dado en llamar “las novias occidentales del Estado Islámico” (ver recuadro).
En abril pasado, por ejemplo, Sabina Selimovic, de 15 años, y Samra Kesinovic, de 17, dos adolescentes austriacas decidieron dejar el colegio, a su grupo de amigos en Viena y a su familia para viajar a Raqqa, la capital del califato instituido por el Estado Islámico (EI) en Siria, y convertirse al Islam, cubrirse con un tupido pañuelo negro su larga y rubia melena y ser concubinas de yihadistas.
Según un informe especial del diario colombiano El Tiempo , esta aventura adolescente se ha convertido en un peligroso viaje sin retorno para estas dos chicas, que ahora están embarazadas y difícilmente podrán abandonar Siria. Con la misma voluntad y decisión insospechadas, la francesa de origen magrebí Nora El Bathy, de 15 años, abandonó a su familia para casarse con un combatiente del EI.
A estas alturas, la prensa especializada asegura que no se trata de casos aislados, sino de un fenómeno que se expande por toda Europa, Estados Unidos e incluso, Australia. Y en Latinoamérica misma. En julio del 2014, tras la difusión de un video emitido por el movimiento Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL) aparece un miliciano llamado “Abu Safiyya” que se identificó como chileno. Luego se sabría que se trataba de Bastián Basquez Vásquez, de 25 años, de nacionalidad noruego-chilena, pues sus padres emigraron al país europeo cuando él estaba pequeño.
La vida de Bastián cambió cuando se juntó con Mohyeldeen Mohammad, un noruego islamista de descendencia iraquí que se hizo conocido a través de los medios por amenazar con realizar un ataque de proporciones en su país. La influencia sobre el joven fue total. Hoy se hace llamar Abu Safiyya y cambió totalmente su apariencia. Actualmente usa barba y pelo largo, porta armas y reconoce, con orgullo, ser un yihadista del Estado Islámico. Tiene una causa pendiente por haber publicado un video con amenazas contra la familia real de ese país en el 2012. El abogado público que lo representó, John Christian Elden, afirmó que “él se convirtió en musulmán cuando comenzó a conocer las injusticias que se cometían en contra de los civiles en Afganistán e Irak”, una razón que se considera otra de las motivaciones de muchos de los jóvenes occidentales que hoy integran las filas del EI. Lo peor es que, según coinciden expertos a lo largo del planeta, esta guerra apenas empieza.
Y es posible adivinar lo difícil que será librarla mientras pululen, solapada o abiertamente, miembros del enemigo provenientes del propio seno de este lado del planeta.