Bromista, vividor, audaz. Parece más un villano sacado de una novela de Charles Dickens, que el hijo de la Reina de Inglaterra; clavado en el octavo puesto de sucesión al trono de la pérfida Albión y el ojito derecho de su graciosa majestad.
Al menos eso afirma la prensa chismosa sobre el tercer retoño de Isabel II y Felipe de Edimburgo, quien –como buen noble– responde al cuádruple apelativo de: Andrés Alberto Cristián Eduardo.
Si alguno de los lectores se lo encuentra en la esquina y tiene algún grado de confianza bastará con el diminutivo Andy, o bien “Air Miles Andy”, uno de los tantos motes ganados por su afición a los viajes gratis.
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El duque de York, Conde de Inverness, Barón Killyleagh, Caballero de la Orden de la Jarretera –no de la jareta– Gran Cruz de la Caballería y otras yerbas y sahumerios, nunca ha trabajado ni existe ese verbo en su léxico.
De ahí los enredos en que se ha metido desde jovencito, por su voraz gusto por la vida fácil y a todo mecate; si bien es el consentido de “mami”, los contribuyentes ingleses están hasta las narices de tolerarle sus panteradas.
La venerable anciana vive a salto de mata con las andanzas de Andy; cuando no está envuelto en un escándalo sexual por orgías, lo pescan abusando de sus cargos oficiales en beneficio propio.
Los tres hijos de la Reina fueron un tiro al aire. En 1992 destaparon la olla de los grillos y casi matan a la pobre mujer. La princesa Ana se divorció del apuesto Mark Phillips, igual hizo Andrés con Sarah Ferguson y lo mismo Carlos con Lady Di.
Niño bonito
El Palacio de Buckingham brilló el 19 de febrero de 1960 cuando nació Andrés; era un querubín: machito, blanquito, regordete y una carita de diablillo, que con los años daría uno que otro quebradero de cabeza a sus padres.
Evitaremos a los envidiosos el relato de los lujos persas que lo rodearon desde la niñez; la esmerada educación que adornó su juventud y sus heroicas acciones como piloto de combate, durante la Guerra de Las Malvinas, en 1978.
Brillaba como un diamante al lado del adusto Carlos y la amargada Ana, resentidos con él porque era el preferido de la Reina, quien le reía todas sus chulerías.
Una de ellas fue su boda y tempestuoso divorcio de Sarah, la amiguita que le presentó Diana. De esa unión nacieron Beatriz y Eugenia, bien casadas con nobles arios de probada sangre azul.
Al interior de la familia real hay una rebatiña porque Andrés teme que su hijas sean opacadas por los duques de Cambridge –Guillermo y Kate– y los de Sussex –Enrique y Meghan–, además de sus augustos retoños.
Pese a las intriguillas palaciegas, el pícaro Andy –a sus 60 años– es un sobreviviente, aferrado a las enaguas maternas adonde acude cuando la prensa sensacionalista destapa sus penosas amistades o turbios negocios.
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El Daily Mail lo acusó de ser el escudero del corrupto y dictatorial gobierno de Kazajstán, que le pagó suculentas comisiones para sostener el ostentoso tren de vida y los caprichos del insaciable Andrés.
Amistades peligrosas
El príncipe es una cesta agujereada; para llevar el pan a la casa lo nombraron representante real de los intereses del Reino Unido en todo el planeta; se dedicó a viajar a todo tren, además de coleccionar amigos de cuestionable reputación.
La Cámara de los Comunes lo despojó del cargo, por usar el puesto para sus negocios personales o bien irse de vacaciones a costillas de los contribuyentes británicos.
Ser un bueno para nada no ha sido lo peor, lo horrible es la lista de amiguetes; entre ellos Tarek Kaituni, un libio traficante de armas, compinche de orgías en Túnez y quien lo conectó con el impresentable de Muamar Gadafi y su hijo Saif Al-Islam.
A ellos agregó a Timur Kulibayev, yerno del presidente de Kazajstán, quien le compró al príncipe su casa en Berkshire. La mansión estaba valorada en $12 millones; le pagaron 15 y está desocupada. ¿Qué raro?
La puntilla a tanta trapacería fue comer de la mano de Jeffrey Epstein, el multimillonario estadounidense quien lavó sus culpas colgándose del cuello, en la celda donde descontaba una condena de 45 años, por prostituir a decenas de chiquitas.
Según Virginia Roberts, cuando ella tenía 17 años, tuvo sexo obligado en tres ocasiones con el duque de York, y él “sabe lo que hizo”.
Ni las denuncias de pederastria, ni las francachelas, ni las deudas, ni los desplantes de su hermanito Carlos y menos los compinches, quitaron a su Alteza Real el “joie de vivre”, en cristiano, el gusto por vivir.
Los demonios de Andrés
Casa de los horrores. La mansión de cuatro plantas, en Manhattan, del fallecido pedófilo, Jeffrey Epstein, era el escondite adonde llevaba a las niñas que ofrecía a los instintos de sus poderosos amigos, entre ellos el príncipe inglés.
El ardiente. La afición del Príncipe Andrés por las mujeres explosivas data de sus amororíos con Koo Stark, una actriz porno que le quitó parte del buen nombre conquistado en la Guerra de Las Malvinas.
Suma fatal. El hambre, Andrés, y las ganas de comer, Sarah Ferguson, se casaron en 1986 y en lugar de calmarse se remató porque la chica fresa era y es un polvorín, que todos los días alimenta de carnaza a los periodistas.