Sin plata, sin fama; solo miseria. Ese fue el legado que el rey de los vampiros heredó de Drácula –su sanguíneo primogénito- quien pasó sus postreros días pobre, desahuciado y aterrorizado por los terribles secretos que oscurecieron su vida.
Las lenguas infectas propalaron que Abraham –Bram– Stoker no murió atravezado por una estaca, como su maligna creación, sino de algo todavía más vil e infamante: sífilis.
Padecer el “morbus gallicus” o “mal francés” no era una broma; más allá de la agonía diaria que sufría la víctima, el repudio social lo convertía en un paria; sobre todo, porque a Stoker lo ligaron en amores cabríos con Oscar Wilde y Henry Irving.
El escritor –nacido en Irlanda el 8 de noviembre de 1847– vivió bajo la bota de la sociedad victoriana inglesa, y su obra sombría reflejó la moral conservadora de aquellos días. El vampiro es un símbolo de la sexualidad reprimida.
Los lectores modernos asocian a Stoker con Drácula, pero ignoran que escribió varias obras de terror y muchos cuentos para niños; que fueron sepultados por la fama que el cine de todos los tiempos le concedió a su ópera prima.
A los 25 años publicó La copa de Cristal, después La cadena del destino; más tarde El país del ocaso y El paso de la serpiente. Creó mundos fantásticos y personajes siniestros, ocultos y sobrenaturales, extraídos del folklore irlandés.
Su madre Charlotte, casada con Abraham Stoker; le contaba esas historias para entretenerlo, mientras convalecía de sus continuas dolencias infantiles. Los primeros siete años de su vida los pasó en la cama.
Hijo de las hadas
Ningún médico pudo explicar por qué Bram era incapaz de sostenerse en pie; y menos cómo se convirtió en un gigante atlético de un 1,90 cm, quien ganó torneos de atletismo y remo. Veneraba la belleza del cuerpo masculino.
En la niñez lo vistieron como mujer; así los irlandeses creen confundir a los duendes, aficionados a robarse a los varoncitos. Eso forjó una ambivalencia sexual en el pequeño, que se manifestó en toda su obra.
El escritor David J. Skal, autor de una controvertida biografía de Stoker, asegura que este era “un masoquista con una perspectiva vehementemente transgénero, reprimida por las convenciones de su tiempo.”
Otros tampoco le niegan palo y hurgan, como perros en la basura, en el oscuro pasado del irlandés, a quien señalan por mentir en su hoja de vida pues nunca obtuvo el “cum laude” en matemática, en el Trinity College. Aseguran que falseó las notas porque era un pésimo estudiante, lo cual no lo deshonra tanto como sus extrañas relaciones con Wilde, quien fue novio de Florence Balcombe, su joven esposa; al parecer había un trío erótico medio enrollado.
Del colegio pasó a inspector de un tribunal de primera instancia; a los pocos meses lo contrataron como sirviente civil en el castillo de Dublín, gracias a la ayuda paterna.
El salario de hambre y los ritos burocráticos lo aburrieron; por eso consiguió un segundo empleo –sin paga– en el Dublin Evening Mail; aquí despertó su vocación literaria y pudo columbrar su genio.
El poder oscuro
Al cabo de 10 años dejó el Castillo de Dublín y fue gerente del famoso Lyceum Theatre de Londres, al amparo de su fiel amigo Irving; otra relación que fue la comidilla de los chismosos de la prensa de albañal.
Con Drácula, publicado en 1897, logró notoriedad; pero fue Florence –con el olfato de un yuppie de Manhattan– quien logró potenciar la novela con un detonante que nunca falla: el sexo vende.
A la muerte de Stoker defendió como una arpía los derechos de autor; casi logró parar la venta de Nosferatu, en 1922.
La obra la coció Stoker en el caldero de una bruja medieval; era un menjungue que mezcló el horror de Carmilla, de Joseph Sheridan Le Fanu; agregó los crímenes de Jack el Destripador, la crueldad de Vlad Tepes y mucho erotismo.
Ningún monstruo desplegó tanta carnalidad y violencia. El maestro del terror, Stephen King, sentenció que Bram revitalizó la leyenda del vampiro porque “jadea con auténtica energía sexual”.
Los últimos años de Stoker fueron terribles. Hasta Van Helsing, el nemésis de Drácula, habría sentido piedad por aquel buen hombre, quien sobrevivió gracias a la caridad de sus amigos y quemó toda su correspondencia oculta.
El 20 de abril de 1912 su corazón se paralizó. Por supuesto que su cuerpo no se deshizo en cenizas, ni lo sepultaron en un ataúd con tierra de Transilvania, pero su alma navegará por siempre en el oceáno de la eternidad.
Drácula en el cine
Clásico horroroso. Le cabe a Nosferatu, de F.W. Murnau en 1922, iniciar el género vampírico, con su extraordinaria cinta muda, que todavía hoy hay que verla escondido debajo de la cama.
El eterno vampiro. Hasta un niño asocia el personaje de Drácula con Bela Lugosi, quien en 1931 -con el filme homónimo- creó la imagen arquetípica del vampiro aristocrático, sangriento y diábolico.
Amor y sangre. Francis Ford Coppola humaniza al vampiro en su película de 1993; ganó un Oscar y Gary Oldman encarnó al depredador, enamorado como un colegial de la bellísima Mina, Wynona Ryder.