
Nadie le llegó a la suela de los zapatos. Y eso que no sabía actuar, ni cantar, tenía una barbilla como la proa de un trasatlántico y estaba pelón. Un director de Hollywood escribió que la única gracia del famélico aspirante era bailar un poco.
A puro ritmo y perfección en los movimientos pasó de plebeyo a un aristócrata del baile.
Como suele suceder en estos cuentos de sapos que se transforman en príncipes este se llamaba Frederik; el apellido original –Austerlitz– olía a pólvora. Esos tufos napoleónicos jamás le abrirían ni la puerta de una letrina, así que tomó prestado el Astaire de un familiar y usó el apócope Fred, que combinados sería la piedra filosofal de las comedias musicales gringas de los años 30.
Al principio pasó por el aro como todos; con ocho años formó yunta con su hermana Adele; si bien tuvieron que suspender algunas giras para evadir las leyes laborales infantiles de aquellos días.
Sus hagiógrafos afirman que, a los 18 años, debutó en Broadway con Over the top; los fanáticos aseguran que en 1915 filmó Fanchon, The Cricket, con Mary Pickford, pero no existen registros de ese filme.
Más grandecitos, la pareja cruzó el charco y actuó en Londres, pero Adele encontró un partidazo y se casó con Charles Cavendish, hijo del duque de Devonshire. Mandó a su hermanito a pelar monos y se quedó chineando al flemático inglés.
Ritmo loco
En solitario Fred realizó una prueba en la RKO y poco faltó para que lo sacaran a patadas; con malas caras firmaron un contrato. Apenas tuvieron ocasión lo traspasaron a la Metro y con 34 años grabó de gratis su primera cinta, Alma de bailarina –junto a Joan Crawford– la depredadora de machos.
Después regresó a su anterior patrono y el mandamás del celuloide –David O´Selznick– metió cabeza y lo matriculó para el filme Volando a Río, para que le hiciera piruetas a su favorita Dolores del Río.
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Como pareja de baile le asignaron a una rubia principiante, Ginger Rogers, y lo demás es un cuento de las mil y una noches, contado y recontado mil veces por las plumas a sueldo de Hollywood.
En menos de lo que se fríe un espárrago, Astaire pasó de ser un pelagatos a convertirse en una supernova artística; la única persona que forjó una leyenda con los pies. La revista Variety profetizó: “la pantalla lo quiere y como bailarín llega donde los otros no llegan”.
Sus coreografías transformaron las cintas musicales; su yunta con Ginger produjo algunas de las cintas más memorables del cine.
Como el éxito genera envidia Katharine Hepburn dijo de esa relación: “Él le daba clase. Ella le daba sexo”. Las dos se llevaban de las greñas; la Hepburn tenía fama de bisexual y adúltera, por sus amoríos con el agazapado de Spencer Tracy.
La hora final
El despegue artístico de Astaire ocurrió en 1933; también encontró al primer amor de su vida: Phillis Livingston Potter, con quien tuvo dos hijos: Ava y Fred.
La mujer del bailarín aportó al matrimonio una dote derivada de una jugosa herencia; el lector comprenderá que este detalle no hizo brillar los ojos a Fred, a quien esas minucias le resbalaban.
De todas maneras Phillis demostró ser una fenicia para los negocios y asumió el control financiero de su marido; ella revisó los contratos e invirtió con acierto las ganancias de Astaire.

Vivieron juntos 21 años y en 1954 Phillis murió; el marido quedó desolado, al punto de considerar su retiro de los escenarios. La pena le duró 25 años y con 81 años dejó de sufrir gratis.
A esa edad, sin fuerzas ni para meter el pie en los zapatos de claqué, se casó con Robyn Smith; una exuberante amazona de 35 años que fue la primera mujer en ganar una de las carreras de caballos más importante en Estados Unidos.
El padre de Robyn la abandonó y la madre –de 17 años– fue internada en un hospital psiquiátrico; a la niña –que era conocida como Melody Down Miller– la enviaron a un hospicio. La adoptaron y bautizaron como Caroline Smith.
Tras una complicada batalla judicial fue devuelta a su mamá biológica y cuando de nuevo recayó en sus desvaríos la devolvieron a sus padres adoptivos. Finalmente la remitieron a un hogar para niños.
Con 24 años destacó como jockey, a pesar de que era más alta y fornida que sus rivales ecuestres.
Una historia tan intensa atrajo a Fred y se casaron en 1980. Siete años más tarde –el 22 de junio– una neumonía lo mató.
Asi se marchó el niño que hacía piruetas ante sus padres y un día se calzó las zapatillas rojas, como en el cuento de Andersen, y nunca paró de bailar.
Alas en los pies
Muchos disputaron la silla vacante de Fred Astaire; de todos Gene Kelly fue quien más se acercó al genio de los pies rápidos, si bien reconoció que estaba lejos de su mentor.
El bailarín tenía sus manías, odiaba bailar con actrices que no eran bailarinas profesionales, porque llegaban al set intimidadas por el resplandor del titán. A veces era encantador, pero casi siempre exigente y perfeccionista.
También aborrecía por completo bailar con frac y chistera; era un atuendo incómodo para sus coreografías, solo que lucía bien y era su marca de fábrica.