Más valen conocidos que conocimientos. Montó una telaraña de conexiones empresariales y políticas, que murieron con él al amanecer del 10 de agosto del 2019, cuando lo encontraron colgado del cuello en su celda, en Nueva York.
Resulta que el reo, Jeffrey Epstein, sabía demasiado, sobre demasiadas personas, demasiado poderosas y demasiado embarradas en líos sexuales con niñas. Muerto el perro, se acabó la rabia.
El suicida no era cualquier zaguate callejero. De la nada amasó la bicoca de $500 millones y para ser su amigo –y participar de sus francachelas con chiquitas de 14 años para abajo– había que poseer mil millones en la cuenta.
Antes de ser arrestado por algo tan aséptico como “conspiración sexual”, los “amiguis” de Jeffry eran Donald Trump, Jeff Bezos, Bill Clinton, El príncipe Andrés, Mohamed bin Salmán, Mort Zuckerman y Sergey Brin.
Quien sea alguien en este planeta sabrá el fuste de esas personalidades, quienes estaban en una libreta junto a una bola de celebridades de Hollywood, uno que otro don nadie para despistar y hasta Stephen Hawking.
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Tantas conexiones le valieron a Jeffrey vivir en el paraíso de la impunidad, a pesar de la montaña de denuncias en su contra; ni los del Me Too se atrevieron a tocarlo. Solo había tres razones: dinero, poder y secretos.
El coto privado de caza lo tenía en su mansión neoyorquina, adonde llevaba a sus presas para favores sexuales. Era una fortaleza equipada con sistemas de seguridad y cámaras, para filmar sus perversiones y las de sus invitados.
La habitación de Jeffrey estaba decorada con ángeles estilo Rafael, nubes y múltiples pinturas con mujeres desnudas en posiciones obstétricas.
Aguas oscuras
¿De dónde salió Epstein? De la nada, por generación espontánea, solamente cayó donde y en el momento en que debía. El hijo de Seymour, jardinero, y Pauline, ama de casa, vino al mundo el 20 de enero de 1953, en Brooklyn.
Fue a la escuela pública como cualquier hijo de vecino; a los cuatro aprendió a tocar el piano. Asistió a la elitista escuela superior Dalton y ahí, para ganarse unos centavos, impartió lecciones de cálculo y física a los hijos tontos de los ricos.
Entre ellos estaba Pete, el hijo de Ace Greenberg, presidente del banco Bear Stearns; también conectó con Lynn, la hija; aspiró el olor del dinero y nunca más pudo olvidar ese aroma embriagador.
A los 23 años dejó los estudios. Obtuvo un empleo en Bear, llegó a ser socio y asesoró -con éxito- a muchos clientes sobre las implicaciones fiscales de sus inversiones.
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Llegó al corazón de la élite yanqui, dejó la empresa y fundó la propia, que en menos de lo que se peina un calvo llegó a ser un imperio. Nadie conocía a los clientes, todos eran archimillonarios y con gustos poco ortodoxos.
Su primer, y casi único cliente conocido, fue Leslie Wexner, del congomerado de lencería Victoria’s Secret. Con ese buque insignia cazó piezas más grandes, sobre todo por el valor agregado que ofrecía: Lolita Express.
Mala levadura
El lector ingenuo tal vez piense que se trataba de un novedoso servicio de entregas rápidas. Era algo así pero con niñas y para satisfacer los apetitos malsanos de su extensa lista de amigotes hipermegapoderosos.
Lo de Lolita era en alusión a la homónima novela de Vladimir Nobokov; la trama gira en torno a la relación incestuosa y pedófila de un adulto de 50 años y su obsesión sexual con su hijastra, una chiquita de doce años.
Ya comprenderán por donde van los tarros. Para apuntalar sus negocios, daba a las amistades un tour de inducción por sus residencias en Mar-a-Lago, Palm Beach, un rancho en Nuevo México y una isla caribeña.
Cuando Jeffrey bajó de su Boeing 727, con capacidad para 26 pasajeros, asientos forrados en terciopelo rojo, alfombras color arena y habitación privada con cama extralarga, nunca pensó que acabaría guindando del cuello como una gallina.
Unas horas más tarde la policía botó la puerta de su mansión de $80 millones, siete pisos y 40 habitaciones. Encontraron pilas de dinero, decenas de diamantes, pasaportes y cientos de videos de niñitas desnudas.
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Muchos hombres comenzaron a sudar frío y no por miedo a que sus esposas los mandaran a dormir al sofá; todos arrugaron la cara, negaron conocerlo y Jeffrey pasó a ser un apestado y marcado para morir, entre más pronto mejor.
En su defensa alegó: “No soy un depredador sexual, solo cometí un delito. Eso es la diferencia entre un asesino y una persona que robó una rosquilla.”
El hombre que sabía demasiado
- La ley es dura. Cuando Jeffrey Epstein vio las terribles condiciones de su encierro, donde solo tenía una hora de luz solar diaria, ofreció al juez una fianza de $569 millones, usar una tobillera y quedarse en su mansión de siete pisos.
- A prueba de fugas. El Metropolitan Correctional Center, en Manhattan, fue la prisión en que recluyeron a Epstein; es un búnker de hormigón, rodeado de alambre tipo espino, cámara de videovigilancia, diseñada para encerrar a criminales de muy elevada peligrosidad.
- Última voluntad. Dos días antes de aparecer muerto Jeffry redactó un testamento de 21 páginas. Traspasó su inmensa fortura a un fondo fiduciario, un instrumento financiero que opera en las sombras, confidencial y en el que nadie sabe quién es el beneficiario.