Fausto de la moda. Vendió su alma al diablo a cambio de los goces mundanos. La suculenta fortuna que amasó cosiendo telas la podría heredar la única amiga que toleró sus impertinencias: Choupette, su gata birmana.
Para que lo maldigan en voz alta como si estuviera todavía aquí, la minina podría arañar $190 millones y comprarse varias cajas de arena de oro. Según Save the Children, cada minuto muere un niño en el mundo por desnutrición severa.
Qué culpa tiene la felina de las extravagancias de su amado Karl Lagerfeld, acostumbrado a sumar enemigos día a día.
Los derrochadores, como Lagerfeld, tienen un espacio reservado en el cuarto círculo del Infierno de Dante; donde son eternamente perseguidos y mordidos por perras furiosas.
A Karl le cortaron los hilos el 19 de febrero. Tenía 85 años. Un cáncer de páncreas cerró sus ojos de perrito triste, ocultos tras unos anteojos de sol oscuros, que fueron su burka desde la juventud.
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Completó el “look” con su camisa alba, pantalón negro, piel dorada y una cabellera blanca anudada en una colita de lo más “cool”.
Consentido
Nació en Hamburgo en un año fatal, el 10 de setiembre de 1933. Nueve meses antes, Adolf Hitler, un oscuro cabo, pintor frustrado y sociópata fue nombrado canciller de Alemania y abrió las puertas del infierno.
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La madre de Karl, Elizabeth Bahlman, era de la nobleza germana y su padre, Otto, descendía de una familia de banqueros suecos que forjó una fortuna con la venta del polvo blanco. ¡Leche!, no cocaína.
A falta de hermanos fue el ojo derecho materno. Ella lo mimó, consintió y cuidó como a una porcelana de Sèvres. Lo protegió de los insultos y manotazos de los otros mocosos, una bola de palurdos incapaces de comprender las manías de Karl, quien siempre “iba de punta en blanco”.
Los tiempos pintaban horrible y Lagerfeld hacía méritos para acabar despellejado por las turbas nazis. Era excéntrico. Lucía pelo largo y atuendo tirolés; años más tarde reciclaría esa moda para Chanel.
A los 19 años mandó al cuerno a los bárbaros germanos y se fue a París. Los alemanes siempre han envidiado la clase de los franceses, y Karl se convirtió en más francés que la sopa de ratotuille o el “coq au vin”, gallo de vino.
Desde que plantó sus babuchas en la ciudad luz, hasta el día en que dio la última puntada, trabajó con los más grandes modistos, cosió para las mujeres más encopetadas, ligó su nombre a Chanel por cuatro décadas y vivió viento en popa y a toda vela.
Amor y odio
Reseñar la carrera de Lagerlfeld en la industria de la alta costura sería ocioso; su muerte dejó un cráter que a duras penas tapará Valentino Garavani, el último sobreviviente de los dioses del buen vestir. Yves Saint Laurent, Azzedine Alaïa, Hugh de Givenchy y Karl, lo esperan en el más allá.
De sus aventuras amorosas solo quedó Choupette. Los dos eran como una pareja vieja, dormían en la misma almohada; la gata pasaba todo el dia chupándole la barba y frotando su interminable cola nívea, como una boa de plumas.
Ya cuarentón conoció a Jacques de Bascher, su amor platónico desde que lo vio en la Moratori Noire, una inverecunda fiesta organizada en su honor entre el 24 y 25 de octubre de 1977.
Sobre Bascher las opiniones difieren, si bien todos coinciden en una: era despreciable; solo Karl lo amó como una colegiala, ambos vivieron un romance de 20 años con Saint Laurent como vértice del tríangulo.
La vida de Jacques es un manjar imposible de saborear en unas pocas líneas, pero daré al lector un abrebocas de lo que podrá degustar, cuando la ocasión sea propicia.
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Era un depredador sexual, un dandy del siglo 19, un socialité de la moda, un aristócrata desgastado, un diablo con el rostro de Greta Garbo y una encarnación del Luzbel.
Amoríos aparte, el rasgo más notorio de Karl fue la daga que tenía por lengua, puntiaguada y afilada en la piedra del menosprecio hacia todos los demás mortales.
Lenguaraz como él solo, un año antes de morir dijo del movimiento #MeToo: “Si no quieres que te bajen los pantalones, no te hagas modelo. Métete en un convento, allí habrá siempre campo para ti”.
Trató de estúpida a Lady Di; a Heidi Klum le dijo tetona; comparó a Pippa Middleton con Lindsay Lohan; Seal tenía la cara llena de cráteres; Adele era una gorda; odiaba a los niños, a los intelectuales y a los rusos por feos.
Solo amó tres cosas: la moda, la fotografía y la literatura. No sabía cantar ni actuar, igual no le interesaban porque su vida fue una pantomima.
Saco de “mañas”
Los anteojos. La idea le cayó como una revelación cuando estaba de manitas calientes con una modelo, en un club de alterne. Al lugar entró un examante de la doncella y derramó sobre su cabeza una copa de vino. Gracias a sus gafas el licor no lo salpicó y lo dejó cegato, de ahí su veneración por los lentes perpetuos.
Nada de fumar. A los 14 años quería imitar a su madre quien fumaba como una ramera en paro. Ella le advirtió: “Tus manos no son tan bonitas y eso es lo que se ve cuando fumas”.
Soberbio. Tuvo fama de elitista, gustos refinados, excéntrico hasta el esnobismo; hizo ojitos a la cultura del consumo y a las estrellas pop.