¡Soy la Montez! Así, a secas. Eso, dicho con el tono, el modo y el salero adecuado fue el santo y seña de María África Antonia Gracia Vidal de Santo, una mujer que impuso su belleza, garbo y colorido latino en el mundo blanquinegro del cine gringo, allá por los años 40 del siglo pasado.
En el esplendor de su juventud se marchó a Nueva York y ahí fabricó –con picardía caribeña– su propia fantasía. Masticaba bien el inglés y contrató a las dos diseñadoras de modas más chic, para que le cosieran unos atuendos espectaculares y presentarse como una diosa atlántica en los cetros nocturnos de La Gran Manzana.
La prensa, siempre atenta a la carne fresca, olfateó al instante el futuro de la recién llegada; al cabo de un año ya tenía un contrato con Universal Pictures para actuar en varias cintas de bajo presupuesto. Bueno, por algo se empieza.
Por aquellos días el mundo era una escabechina y los humanos se destripaban en los campos de batalla de la Segunda Mundial; por eso los mercachifles de Hollywood se dedicaron a filmar cintas de evasión, con temas y lugares exóticos.
Esa fue la oportunidad de María África, que apenas tocó tierra en la Isla Ellis mutó su nombre a otro más acorde con sus ambiciones de luminaria. Inspirada en la bailarina Lola Montes, decidió cambiar la “s” por una “z” y nació: María Montez.
Con el espectacular cuerpo que le dio natura; una dosis impresionante de talento y un torbellino de perseverancia alcanzó la cima del celuloide y se convirtió en la Reina del Technicolor, ya que grabó varias películas con esa novedosa técnica.
Ninguna actriz, hasta el día de hoy, encarnó como ella a dos de las más bellas mujeres de la literatura: Sherezade –Las Mil y una Noches– y Amara –Alí Baba y los 40 Ladrones– cintas que los lectores de este amanuense recordarán con “una furtiva lacrima”.
Los envidiosos aún no digieren que Alí Baba fue la película más taquillera de Universal en esa década, y eso fue mérito exclusivo de María y su embrujante interpretación.
Y como la diva era una experta en mercadeo, para maquillar su imagen contrató a un agente que le escribió una vida ficticia; por eso es que en varios documentos su fecha de nacimiento cambió, con tal de quitarse años.
Nació el 6 de junio de 1912, en la heroica Quisqueya; fue la segunda hija en un hogar de 10 hermanos; su madre –Teresa Vidal– y su padre Isidoro Gracia, regentaban un negocio de exportación de madera y venta de tejidos.
Recién cumplidos los 17 años se casó con el irlandés William McFeeters; el prospecto estaba bastante sazón pero era el gerente de la sucursal bancaria del pueblo. Con él se fue a Puerto Rico y ahí vivió siete años, al cabo de los cuales lo dejó en las arenas de Borínquen y enfiló sus velas hacia Nueva York, emperrada en ser actriz.
Los lengualarga aseguran que María era una niña bien, de la pequeña burguesía dominicana y educada en el convento católico de Santa Cruz de Tenerife. Agregan que don Isidoro fue nombrado cónsul español en Belfast, Irlanda del Norte, donde se estableció con su familia.
Gran parte de esos datos son falsos y obedecen a reseñas publicitarias preparadas por ella para encandilar a los magnates de Hollywood; otras las inventaron los plumíferos a sueldo de la prensa farandulera, urgidos de presentar a María como si fuera una odalisca sacada de los libros de Emilio Salgari.
Esa noche en Río.
Una vez instalada en Nueva York consiguió salir en la portada de una revista; le pagaron $50, que en esos años no eran una chuchería.
Mientras llegaba su oportunidad decidió autopromocionarse como MMF, Make Montez Famous; también escribía cartas que enviaba a los productores, a cuenta de unos “fans” imaginarios.
El gran brinco lo pegó con el filme La Venus de la Selva; así se abrió la puerta a una serie de papeles en fantasías orientales o en islas paradisíacas, escasa de ropas para resaltar sus atractivos tropicales.
Cansada de interpretar a nativas en apuros se liberó de la esclavitud de los estudios y demandó a Universal Pictures, porque quitaron su nombre de un cartel promocional. Ganó el pleito y la compensaron con $250 mil; desbrozó la brecha para que las latinas fueran tratadas como profesionales en el cine y no como parte del decorado.
A los 31 años se casó con el actor francés Jean -Pierre Aumont; después de que el marido volvió de la guerra –tras unirse a las fuerzas francesas– la dejó embarazada de María Cristina, conocida después como Tina Aumont.
Cuando la matanza acabó la pareja se instaló en una casa en Suresnes, al oeste de París. Ahí actuó en varias produciones europeas, entre ellas Retrato de un asesino, junto con el polémico cineasta alemán Erich von Stroheim.
El reinado de María fue breve, pero sustancioso. Murió a los 39 años de una manera inverosímil; ella tenía la costumbre de bañarse con agua muy caliente, basada en la creencia de que así podía mantenerse delgada.
La noche del 7 de setiembre de 1951, mientras estaba en la bañera, se desmayó –algunos dicen que fue un infarto– y murió ahogada. Adita, su hermana, la encontró sumergida pero no pudo reanimarla.
Fue una muerte romántica para cerrar la fugaz historia de aquella niña que en su natal Barahona –en República Dominicana– jugaba al cine con una sábana blanca y una lámpara a gas.
La otra María.
El talento de María Montez también se desplegó en la literatura. Escribió tres libros: Forever is a long time; Hollywood wolves I have tamed y Reunion in Lilith. De esos solo dos fueron publicados.
Se dedicó a la poesía y su obra Crepúsculo ganó el premio de la Asociación Los Manuscritos; incluso compuso las canciones Doliente y Midnight Memories .
En vida recibió bastante homenajes. Un aeropuerto lleva su nombre, una calle y una línea del metro en Santo Domingo, República Dominicana; todo debido a la impresionante admiración que alcanzó.