Revista Dominical

Página Negra: Sabú, el niño de la selva

Fue el primer actor indio en alcanzar el éxito en Hollywood, pero le duró poco porque perdió el encanto infantil de sus primeros filmes y el mercado cambió de intereses.

Sabú, actor que protagonizó películas como 'El ladrón de Bagdad' y 'El libro de la selva'. (Archivo La Nación/Archivo La Nación)


La vida no es un sueño, pero sí un misterio. La trituradora del celuloide le robó la infancia; a los 13 años filmó su primera película y a los 17 solo servía para rellenos. Pasó de celebridad del cine a guía de elefantes en el Circo Harringay.

Aunque no salió de una botella tirada en la arena del desierto, un cazatalentos encontró a Selar Shaik Sabú, cuando cuidaba elefantes que conducía su padre para el Maharajá de Karapur.

Debemos aclarar que la independencia de India, en 1947, acabó con los últimos maharajás, cerca de 562 hombres-dioses que reinaban en un tercio de ese país y vivían bajo una sola ley: la excentricidad.

Unos eran cultos, otros encantadores, algunos seductores, varios crueles o bien ascéticos, los menos locos, pero todos asquerosamente ricos y depravados. Así los describió Javier Moro en su libro Pasión India.

El documentalista Robert J. Flaherty llegó a India, en 1937, para filmar El niño elefante, basado en un relato de Rudyard Kipling, el propagandista literario del imperialismo británico.

Para su buena suerte encontró a Sabú – su nombre de guerra en Hollywood– que poseía carisma, simpatía y –en especial– la cámara lo adoraba; era un niño encantador y correspondía al estereotipo ideal del buen salvaje.

La cinta fue un éxito. Tras la muerte de su padre, y con apenas nueve años, Sabú se fue a vivir a Gran Bretaña y ahí rodó dos filmes legendarios: El ladrón de Bagdad, en 1940, y El libro de la selva, en 1942; este último lo proyectó al estrellato.

Sabú, actor que protagonizó películas como 'El ladrón de Bagdad' y 'El libro de la selva'. (Archivo La Nación/Archivo La Nación)

Los lectores jóvenes podrían pensar que Sabú era un actor consumado; nada de eso, igual tampoco lo necesitaba. Bastaba con ser Sabú, porque ese nombre era sinónimo de aventuras, exotismo oriental, desenfado y una vida libérrima.

Este diamante oscuro encarnó el orgullo inglés por un imperio que se deshacía como un terrón de azúcar, pero que debían defender; en aquellos días contra los alemanes y más tarde de un esmirriado líder espiritual, que se los arrebataría: Mahatma Gandhi.

Los hermanos Alexander y Zoltan Korda lo contrataron para otras producciones de corte indio, ya que al actor le caía de perlas andar en taparrabo o vestido con un “dhoti” y una “kurta”.

Una de ellas fue Revuelta en la India, donde interpretó al carismático príncipe Azim, que alertó a los ingleses sobre la intentona golpista de un grupo de nativos, presentados como una caterva de asesinos descorazonados, incapaces de comprender las ventajas de ser vasallos de su Graciosa Majestad, la Reina Victoria.

El ciclo de apologías bélicas lo convirtió en el primer actor indio que se forjó un hueco en el cine británico, y más tarde en Hollywood.

La muerte del padre dejó al niño en la miseria, pero le heredó el puesto de mahout, es decir, conductor de elefantes en el pueblo de Mysore, donde había nacido el 27 de enero de 1924. La madre, de origen mongol, falleció en el parto.

Del establo de paquidermos saltó, con su hermano Dastagir, a la “pérfida Albión”; ahí aprendieron el idioma y comenzó su meteórica carrera artística.

Les fue bien; con sus primeras ganancias instalaron un almacén de muebles, solo que en un asalto mataron a Dastagir. Sabú cerró el negocio y se marchó a Estados Unidos.

Ahí adoptó la nacionalidad estadounidense, en 1944, y los aires marciales lo entusiasmaron tanto que decidió enrolarse en la Fuerza Áerea del Ejército yanqui; lo asignaron al puesto de artillero de cola y participó en varias misiones en la guerra contra los japoneses. Por su valor en el servicio ganó la Cruz de Vuelo Distinguido.

Cuando los hongos nucleares borraron del mapa a Hiroshima y Nagasaki retomó su puesto en las marquesinas y su estrella declinó.

La caída no se debió a la escasez de papeles adecuados, encasillamiento en personajes juveniles, la madurez o la vil explotación infantil. Fue por algo peor: ¡Quedó desactualizado!

El esplendor de Sabú coincidió con los últimos pataleos del imperio inglés en India, y con la urgencia de maquillar el expolio con una campaña de propaganda, basada en el nacionalismo y en “Dios salve al Rey”.

La guerra en El Pacífico, la era nuclear, el conflicto de Corea y más tarde en Indochina ocasionó un cambio de preferencias en el público, que pasó del exotismo oriental a la violencia explícita y a las intrigas de la Guerra Fría.

Las cintas de genios en botellas, espadachines en barcos piratas, vaqueros contra indios empenachados o las comedias melosas pasaron de moda, y Sabú se fue por la cuneta.

Intentó resucitar con obras como Tánger, Narciso Negro, El fin del río; probó con El tigre de Kumanon y finalmente con Canción de la India, pero carecía del encanto de Mowgli y la frescura del zarrapastroso Abú.

A los 24 años se casó con Marilyn Cooper y engendró dos hijos: Paul, que fundó una banda de rock; y Jasmine, que trabajó en varios filmes como entrenadora de animales.

En algún momento tuvo la ilusión de regresar a India para instalar un parque temático estilo Disney, tal vez para volver a la infancia perdida.

Todos los planes acabaron el 2 de diciembre de 1963; a los 39 años un infarto letal lo liquidó, en su casa de Los Ángeles, California.

Puede que Sabú saliera de este mundo en una alfombra mágica, como en la escena final del Ladrón de Bagdad; lo recordaremos siempre joven, porque la fantasía –como jamás ocurrió– nunca envejece.

Además de encumbrar a Sabú al universo del celuloide, la cinta El libro de la selva, implantó varias marcas.

Fue la primera adaptación cinematográfica de la novela de Rudyard Kipling; después los estudios Disney la tradujeron en dibujos animados y la degradó en chucherías promocionales.

El filme compitió por el Oscar en fotografía; destacó por sus insólitos efectos especiales y en particular la banda sonora de Miklós Rózsa, el mismo que compuso la de Ben Hur.

Por primera una película comercializó las piezas musicales originales; por esos días, era normal que las compañías obligaran a los compositores a regrabar todas las partituras en sus estudios y con sus equipos.

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