Trabajó gratis por casi 15 años, hasta que cobró su primer salario. Nadie le dijo que su talento era oro en polvo. Los productores sí lo sabían, pero la explotaron sin misericordia.
Vivió una infancia de telenovela. El padre, Fausto Sainz, era un pelagatos mujeriego, que abandonó a su mujer –Socorro Castro Alva– y a una marimba de cuatro hijos; ella era la mayor, Verónica, nacida el 19 de octubre 1952 en la Ciudad de México.
Pasó la niñez en un cuartito alquilado, en una de las vecindades al estilo del Chavo del Ocho. Mientras tanto Socorro trabajó como empleada pública, y Verónica cuidaba al resto de la manada.
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Si bien era una mirrusca de mujer –apenas llegaba al metro y medio de estatura– tenía ambiciones gigantescas; a los 14 años se plantó ante el candidato a diputado Pedro Luis Bartilotti, y le pidió un favor político.
Como estaba a punto de celebrar los 15 años solicitó al semidiós azteca, que le concediera la gracia de una beca para estudiar actuación. Dicho y hecho, a los pocos días acudió a una audición con su hermana, y las aceptaron en el acto.
Al año siguiente debutó en la televisión como edecán en el programa de variedades Operación Ja Ja; después consiguió empleo como modelo de fotonovelas y con 18 años ganó el certamen El rostro del Heraldo.
Nada se interponía entre ella, la fama, el dinero y el éxito. A los 20 años se destapó –literalmente– y salió encuerada en la cinta El arte de engañar, junto al actor Julio Alemán.
El filme era un bodrio del cine mexicano comercial, que solo sirvió para mostrar la buena figura de Verónica, cimentar su carrera y lanzarla al estrellato, pues sus futuras novelas convertirían el planeta en un océano de lágrimas.
Noche a noche
El canto y la actuación la marcaron desde niña. Integró una banda juvenil con el descacharrante nombre de Las chirris, chapis chop; por supuesto que le fue horrible, pero a Verónica lo que le importaba era subir la escalinata peldaño a peldaño.
Los lectores deben de saber que Verónica era una jovencita bien guapa, pero sin un ápice de talento actoral, tal vez cantaba bonito y sin duda brillaba por su simpatía, pero nadie podía esperar que fuera la heredera de Sarah Berndhart.
A los 20 años grabó La fuerza inútil; participaría en otras cintas comerciales del cine mexicano de los años 70, caracterizado por sexicomedias chuscas, dramas lacrimógenos y filmes de rebeldes desfasados.
La televisión fue el nicho natural en el que descolló por su belleza, simpatía, extroversión; con la telenovela Los ricos también lloran –y sin exagerar– fue la primera actriz mexicana en ser conocida en toda la galaxia televisiva.
Millones de teleadictos, en más de 150 países y en 20 idiomas diferentes, siguieron las peripecias de Mariana Villareal –personaje icónico encarnado a la perfección por Verónica– y hasta el día de hoy nadie ha podido superarla.
Después vinieron otras producciones; condenada de por vida a repetirse en papeles alternativos de niña rica, niña pobre, la tonta buena, y sobre todo de cenicientas modernas, rescatadas de la miseria por un hombre.
Un sueño de amor
Los primeros pasos en la televisión le dejaron dos cosas: una buena y otra mala. La primera fue la profesionalización de su carrera; la segunda, Manuel El loco Valdéz, un atarantado cómico bastantes años mayor que Verónica.
El romance tuvo de todo: peleas a mansalva, infidelidades de El loco, envidia del actorcillo por el éxito de Verónica y la dedicación absoluta de la cantante y actriz a su carrera: para ella el bienestar de la familia era solo un tema promocional.
Con El loco concibió a Cristian Castro, un cantante de mediopelo empeñado en ser una estrella, a pesar de sus limitaciones artísticas y psicológicas.
Según la diva su hijo le reclama, todavía hoy: “¿Por qué no estabas más tiempo conmigo mamá?; ¿Por qué llegabas tarde?; ¿Por qué te ibas el fin de semana?”; Verónica trabajó como obsesionada, para sacarlo adelante a él y su hermano, Michel.
Este último fue la herencia que le dejó Enrique Niembro, con quien sostuvo una relación muy intensa, sin que fuera exclusiva.
La fama y la gloria encandilaron a Verónica. Aún mantiene diferencias con Lucía Méndez, su sombra en el camino de la gloria del cine mexicano. Igual ha tenido sus zipizapes con otros colegas.
Por eso prefiere la soledad, dedicarse a las manualidades y elevar su pensamiento a otras esferas, adonde no la alcanza la envidia ni la maledicencia de sus rivales.
Barata de primavera
De pocas pulgas. En un ensayo le partió –de un botellazo– la cabeza a Daniela Romo, quien todavía hoy conserva la cicatriz.
Entre estrellas. Fue una de las pocas personas que pudo entrevistar a María Félix, ella acudió a su programa de entrevistas La Tocada.
Hazaña sin parangón. En la película Nobleza ranchera, de 1977, tuvo el atrevimiento de robarle un beso a Juan Gabriel.