La mañana del viernes 31 de mayo bajaba por la carretera a Coronado, cuando el periodista Henry Rodríguez interrumpió la conversación que sostenía con su colega Ismael Venegas en el programa matutino de ADN Radio, para informar sobre el asesinato de un ambientalista en la playa de Moín, en Limón. Su nombre lo pronunció de último, solo para confirmar que se trataba de Jairo Mora Sandoval, el mismo protector de tortugas que yo había entrevistado un mes antes en el refugio Wild Life Sanctuary , más conocido como El Paradero.
“Mora fue asesinado entre la noche del jueves y la madrugada de hoy”, decía la voz de la radio, “cuando se encontraba patrullando la playa como parte de sus labores de protección de los nidos de tortuga baula. Con él iban tres jóvenes estadounidenses y una española”.
Con un nudo en la garganta, recordé a ese muchacho desgarbado que, durante la noche frenética en que lo conocí, me contó cómo le había nacido su pasión por las torugas en Gandoca, al lado de un tío y su primo. Un primo con el que una vez, siendo chiquillos los dos, se subió al lomo de una baula que lo llevó hasta el mar.
Sobre las versiones de su asesinato, el mercado negro de huevos de tortuga, el narcotráfico, el enojo ciudadano y las vigilias que se han hecho en su nombre, se ha dicho mucho. Yo solo puedo sumar lo que vi y escuché de Jairo Mora la noche del 5 de mayo, casi un mes antes de que lo mataran, cuando, como integrante de un equipo de La Nación , anduvimos juntos por la playa de Moín, viendo su trabajo de conservación para un artículo que, como muchas cosas desde su muerte, cambió radicalmente.
Habíamos llegado a Limón a media tarde de ese domingo de mayo, para hacer un trabajo previo sobre el consumo de huevos de tortuga en el centro de la ciudad. Un copero, aburrido de esperar clientes frente al parque Vargas, nos había dado los primeros informes sobre el mercado negro y la demanda, pues los huevos son famosos por sus supuestos dones afrodisíacos, algo que –estudio tras estudio– se ha venido desmintiendo, pero que en Limón y en buena parte del país, sigue siendo creencia popular que justifica el saqueo de los nidos de tortuga y tiene a especies como la baula en riesgo de extinción.
Un par de horas después, llegamos a El Paradero, donde su directora, Vanessa Lizano, y sus padres, trabajan junto a grupos de voluntarios de todo el mundo que llegan a apoyar los quijotescos esfuerzos para salvar a la baula y a especies silvestres. A ellos se suma el apoyo de grupos no gubernamentales como Widecast, justamente la ONG para la que trabajaba Jairo Mora.
Lizano reiteró su preocupación por la falta de seguridad, así que hicimos el intento de pedir ayuda a Guarcadostas, mas la llamada terminó con un cortés “no se puede”, pues no había personal disponible. Fue cuando intentamos obtener el apoyo de la Fuerza Pública llamando al subdirector en Limón, Erick Calderón.
Sin embargo, después de cuatro intentos, la respuesta fue la misma: no se podía dar apoyo esa noche. Aun así, Vanessa dijo que si Jairo estaba de acuerdo, él nos podía acompañar para que viéramos su trabajo con las baulas. Era la segunda vez que se mencionaba a ese “Jairo”, y de momento, no había pista ni expectativa sobre él.
Afuera, en los jardines, a la orilla de las barracas que sirven de dormitorio para los voluntarios, una mujer joven fumaba. Era la misma que había asistido a Vanessa en la labor de alimentar perezosos unos minutos antes.
Resultó ser una veterinaria española llamada Almudena que, huyendo de la crisis que azota a su país, dejó su natal Madrid para venirse a Costa Rica a cuidar monos congos y a enamorarse de la playa y la selva.
Le preguntamos quién nos iba a acompañar y fue cuando llamó a Jairo, que hablaba por teléfono a unos metros con gestos exagerados de las manos, moviéndose de un lado a otro. Al terminar, se acercó con paso acelerado, casi eléctrico, el pelo enmarañado, la piel tostada por el sol, unos ojos grandes y su sonrisa tímida. Se paró frente a aquel grupo de desconocidos y pronto Almudena ayudó a romper el hielo con “su tema”: las tortugas. Así, el hombre tomó el control de la conversación. Contó con enojo cuán insistentes eran sus llamados de ayuda a la Policía y afirmó que el apoyo del Ministerio de Ambiente era nulo.
La cacería
A gritos llamó a una voluntaria estadounidense a quien solo conocimos como Rachel; ella se puso a las órdenes de Jairo en un santiamén. Ahora sí: todo estaba listo para salir a “patrullar la playa”, como decían ellos... como siguen diciendo.
Almudena no quiso acompañarnos. Se quejó de que la última vez los habían seguido en un cuadraciclo y Jairo se reía al recordar lo nerviosa que se había puesto la española. Ella lo abrazaba y le daba coscorrones amistosos diciéndole que era un imbécil, que ella realmente se había asustado demasiado y que, para peores, no habían visto ni una sola baula. “Joder, tengo seis meses en este país y no he visto una sola”.
Eran cerca de las 10 de una noche cerradísima, negra y sin luna, cuando abordamos un Toyota todoterreno. Detrás del volante se sentó Vanessa y advirtió de seguido: “Adelante va Jairo: necesito que vea las tortugas”. Salimos del refugio y El Negro , como le decía Lizano, empezó a hacer su magia. El carro se montó sobre la arena y el experto en tortugas empezó a iluminar la playa a intervalos con una pequeña linterna de luz blanca. Tenía la vista lo suficientemente aguda. Atrás veníamos los otros, acompañando a Rachel, a quien por sus rasgos asiáticos, Jairo la llamaba Chaolín .
“¡Pare, pare!”, dijo Jairo, y se lanzó del carro. Todos saltamos detrás de él. Se hundió en la arena y alcanzó la enorme baula que avanzaba con torperza dejando sus marcas como tractores sobre la playa. En un rápido movimiento, encendió la linterna que llevaba amarrada a una cinta y asida en la frente. Vestía todo de negro, igual que Vanessa y Rachel, pues ese es el protocolo para la inspección de tortugas.
La midió a lo largo: 1,71 metros. Luego, de ancho: 1,15 metros. Una vez que la marcó, dijo: “ Chaolín , apunte”, y le dio otros datos sobre el animal.
Sin embargo, al inspeccionar el nido, no había huevos. Los saqueadores se nos habían adelantado. Aún así, no le dieron espacio a la desilusión. La noche siguió en una frenética búsqueda de baulas y sus huevos. En total, pudimos observar cuatro de esos gigantescos animales y Jairo con su equipo rescató dos nidos de los siete que vimos. Los saqueadores llevaban ventaja.
Pese al resultado, Vanessa y Jairo comentaron que había sido una buena noche. En total, la suma dio 172 huevos rescatados. A las 3:50 de la madrugada, Jairo estaba guardando los huevos en hieleras con arena, con la esperanza de que las crías nacieran en 60 días.
Eso fue hace mes y medio. Jairo Mora no podrá ver cuántas de esas tortugas lo lograron pues fue asesinado en la madrugada del 5 de junio. Esa noche de su muerte, Almudena sí lo había acompañado. Fue una de las cuatro extranjeras que retuvieron los criminales. Rachel también iba con ellos esa noche trágica pero ya salió del país. En cuanto a Vanessa, ella sigue en la lucha y, de cuando en cuando, le escribe a Jairo pidiéndole que la despierte de esta pesadilla.
Con la voz quebrada, la española aseguró que estaba dispuesta a seguir la causa de Jairo Mora.
Poco más de una semana ha pasado desde su asesinato. Y aunque todavía se escuchan las reacciones que suscitó su crimen, yo trato de retener en mi mente esa figura que me regaló Jairo: la del chiquillo que jugaba con su primo en la playa cuando de pronto vieron a la enorme baula yendo hacia el mar.
Mientras escribo, los veo correr hacia ella y encaramársele. Los veo reír al tiempo que se balancean sobre la espalda de la tortuga. Allí van, partidos de la risa sobre el animal, que sube y baja mientras sus aletas revuelcan la arena.
Sin embargo, en estos últimos días, esa estampa mental está algo cambiada. Ahora, sobre la tortuga únicamente veo a Jairo, quien llega sobre su caparazón hasta donde las olas besan la playa. Luego, el reptil da un par de aletazos y se lleva consigo a Jairo mar adentro, muy adentro.