A principios de los 80 la pequeña María Luisa no le tenía miedo al mundo. Nunca se lo tuvo. Con apenas cinco o seis años, correteaba sola por las calles de La Fortuna de San Carlos para ir a jugar a la casa de alguna amiguita, para asomarse al supermercado o alcanzar a su papá en la gasolinera.
Y así como fue libre en sus primeros años, lo siguió siendo en la adolescencia y en su vida adulta, mientras se consolidaba como una prominente anestesióloga en Costa Rica, respetada por sus colegas y amada por su familia y sus fieles amigos.
Allison, en tanto, apenas estrenaba cédula en los estertores del 2019.
Soñaba con ser enfermera, viajar por el mundo y tener casa propia, un anhelo que había construido en el aire desde muy niña, cuando se zafaba de los brazos de su abuela para recibir con besos y cariños a su madre, quien regresaba a Ujarrás, cansada de la larga jornada de trabajo.
María Luisa y Allison no se conocieron, pero a ambas las unió la muerte.
Hombres sin escrúpulos y sin el mínimo respeto por la vida y el derecho de cada mujer de ir y venir sin miedos, cegaron sueños, ilusiones y proyectos. Las historias de ambas se suman a una lista infame de violencia de género que estremece al país y lo une en un mismo grito: ¡Ni una menos!
Este es un homenaje a sus sonrisas, sus anécdotas, sus luchas y su legado.
María Luisa, un alma libre y vivaz
María Luisa Cedeño Quesada es la cumiche de cinco hermanos, le anteceden: Beto, Marconi, Arnoldo y Lupita. Nació en La Fortuna rural de 1977. Creció entre vacas y caballos, en la finca de ganado de doble propósito de sus papás, doña Vilma y don Arnoldo.
“Yo era el que le mordía los cachetes, porque soy 13 años mayor. Yo la molestaba siempre y ella no se molestaba, le mordía los cachetes, le jalaba algo, y nunca se enojaba. Ella tuvo la actitud de empuje hacia todo lo que se enfrentaba”, rememora Marconi, de 56.
Desde su casa, en San Carlos, el segundo de los hermanos sostiene que Lui, como le dicen de cariño, siempre fue un espíritu libre.
“Me acuerdo que una vez, cuando estaba pequeñita, tenía 6 o 7 años, se iba y uno no sabía ni dónde estaba, porque vivíamos en el puro centro de Fortuna y en ese tiempo no había peligros. Se iba donde una amiguita, o donde otra, y un día se fue al súper, iba cruzando la calle y venía un chavalo que le dicen Chayote, que siempre andaba a gas pegado, y la chiquita se le metió y el chavalo metió los frenos y el carro se le fue rastrillado y le llegó a 5 cm de ella. Ese fue el susto de todo mundo. No había manera de pararla”.
Cuando llegó la secundaria, Lui decidió por cuenta propia que viajaría todos los días a Ciudad Quesada, al Colegio María Inmaculada.
Madrugó tres años seguidos, hasta que se ganó el cariño de sus compañeras, y los dos últimos años se quedó a vivir con una de ellas, en la casa del doctor Blanco.
Las notas de honor le permitieron ingresar sin problema a la Universidad Autónoma de Centroamérica (UACA), de donde egresó como médica y luego se especializó en Anestesiología y Recuperación en la Universidad de Costa Rica.
Según relata su familiar, se reunía a estudiar con sus tres grandes amigas, Carolina Carito Murillo, Amy Hoepker y Krisia Rojas. Pero a eso de las 9 p. m. alegaba que estaba cansada y se ponía a ver tele bajito, mientras las demás continuaban. “Al día siguiente mi hermana se sacaba un 9 y medio y las muchachas un ocho”, se ríe.
Ese mismo recuerdo lo tiene Carolina, quien conoció a su amiga y hermana de vida desde 1995, en los pasillos de su alma mater. “Siempre fue muy exitosa, era muy vacilona, dedicada a sus pacientes y su trabajo, dejaba cumpleaños y navidades por el deber, pero su familia siempre fue su prioridad. (...) Era mi hermana, tanto así que mis hijos le dicen tía Lui”.
María Luisa, de 43 años, trabajó en el Hospital San Rafael de Alajuela y en diversas áreas de salud de la Caja en aquella provincia. Más recientemente se desempeñó en la empresa Servicios Médicos Perioperatorios y era la coordinadora del Servicio de Anestesiología del Hospital Cima.
“Antes de la operación, tres días antes llamaba a la persona: mire yo soy quien la va a operar, mi nombre es tal, tenga tranquilidad, cuando llegue aquí, yo la voy a atender, usted no se preocupe por nada, todo le va a salir bien.
“Entonces ella cogía un parlantillo, que por cierto aquí lo tengo, y le decía a la persona, ¿qué música le gusta a usted? Entonces ella les ponía música antes de la operación, ¿le gusta esa?, y ya las dormía. Ella era siempre muy atenta”, prosigue Marconi.
Con los años y las obligaciones, a María Luisa le costaba más viajar a la Fortuna a visitar a sus familiares. Así que cuando por fin llegaba, era militar, prohibidos los celulares, nada podía desviar la atención de ese tiempo de calidad en el que contaba chistes, se actualizaba de la vida y milagros de otros amigos y familiares o disfrutaba de un corte de punta de solomo sellado por fuera y rojo por dentro.
Con la vida adulta, depuró su gusto por los caballos, así que disfrutaba cabalgar en la finca para ver el ganado. Amaba los topes, a los que acudía con su hermano Humberto, y viajar.
Muchas veces lo hizo sola, relata su hermano. Ella no tenía miedo. Y no lo tuvo, ni siquiera en ese último fin de semana, de julio pasado, cuando se hospedó en Quepos con más compañía que su amada perrita Mafi. Años antes, con su mamá, hizo otros tres viajes: a Italia, Grecia y España, Las Antillas y Guatemala.
Carolina Murillo coincide en que viajar era su placer, incluso lo hicieron varias veces juntas y quería combinarlo con otra gran afición: el fútbol. “Una de las últimas veces que hablamos me decía que quería que fuéramos al mundial de Catar (2022), y yo, ‘es que es tan caro’, y ella me replicaba, si empezamos a ahorrar desde ahora, vamos”.
En su tiempo libre tenía un grupo de amigas, las lagartrotis, por su gusto por el triatlón, que luego degradó, a modo de chota, en las lagartapis. Ella misma se organizaba sus propias fiestas de cumpleaños, aunque era capaz de anteponer su respeto por la vida ajena a cualquier celebración. Precisamente, hace dos años, una cirugía de urgencia, la obligó a cancelar su festejo.
Para ese mismo año, en el 2018, se dedicó con amor filial a atender a su tía María Elena Cedeño, quien falleció el 20 de julio de ese año, tras un severo padecimiento de salud. En una mueca del destino, María Luisa murió exactamente en la misma fecha, dos años después.
Su partida ha sido un doloroso golpe del que aún no se recuperan ni su familia, ni sus amigos. Marconi no duda en señalar, sin falsa modestia, que tras el asesinato de María Luisa, el país perdió a una extraordinaria profesional, a una mujer noble, objetiva y bondadosa y a una amiga incondicional.
“En esta vida uno lo que hace es arreglar la maleta para que cuando llegue al otro lado no le falte nada, y que ande la llave, que no se le pierda, para abrir todas las cositas que necesita allá. Simplemente la muerte es una puerta”, meditó su hermano.
Allison, la eterna niña de mamá
Los primeros meses del 2020 encontraron a Allison ilusionada y en preparativos para retomar la secundaria.
Con la firme convicción de ser autosuficiente, programó la rifa de un tres leches, que ella misma preparó, y con el dinero se financió la matrícula en el colegio nocturno de Cachí y los cuadernos con los que entraría, en marzo, a sétimo año.
Solo le pidió a su mamá ¢1.500 para las fotos pasaporte que tenía que entregar en la dirección. Nunca salía de noche, así que los dos primeros días de clase coordinó con un compañero para devolverse en bus hasta su casa, en Ujarrás de Paraíso.
Al tercer día, miércoles 4 de marzo, hizo el mismo trayecto, pero esta vez viajaba sola. Luego de bajarse en Agro Ujarrás, a las 8:40 p. m. y pedirle a su mamá que la fuera a topar, su rastro desapareció. Tenía 18 años, 3 meses y 25 días.
Desde entonces, el país se unió a la angustia de Yendry Vásquez, esa amorosa madre que nunca dejó de buscarla y que siempre albergó en su corazón la esperanza de que su hija estaba viva.
Este diciembre, a nueve meses de su cruel asesinato, a doña Yendry se le agotan las palabras y se le inunda la mirada, cada vez que un recuerdo de Alli, se la trae a la memoria.
Allison Pamela Bonilla Vásquez era alegre, extrovertida y juguetona. Sus días se le iban haciendo videos de Tik-Tok, jugando con su primito Gael, de 3 años y con Luna, la perrita de su tía Xiomara.
Un día cualquiera, era común verla caminar en medias y en pijama por la urbanización Florencio del Castillo. Su mamá le compraba medias baratas por docena, pues no había jabón que las salvara. Alli era la encargada de los mandados y hasta para tomar ¢300 de un vuelto le pedía permiso a su progenitora.
Fue feliz con pequeñas cosas, una gaseosa con unas papitas, unas tortas Kimby o los trocitos de cerdo que le preparaba su mamá. Cuando tenía que salir a hacer alguna diligencia, muy de mañanita, se vestía y se maquillaba… aunque el secreto mejor guardado era que quizá no se había bañado.
“Podía salir añeja, y yo le decía, ¡qué vergüenza, toda mudada, bien maquillada y sin bañar!”, rememora su mamá. En el barrio tenía pocos amigos, su mundo era su familia y su novio Harold, con quien apenas tenía un año de relación.
En los años en los que no acudió a clases, porque ella misma así lo decidió, fue bastonera, practicó fútbol, aprendió técnicas de maquillaje, de manicure y pastelería y construyó en su cabeza la idea de tener un negocio y casa propia para ella y su mamá.
El inminente trámite de un préstamo la hizo buscar trabajo en el 2020, pero como no hubo ofertas, decidió empezar de cero: sacar el colegio y luego convertirse en enfermera.
Esa actitud decidida, sin embargo, se mezclaba con los comportamientos de una niña pequeña.
A veces, cuando su madre llegaba del trabajo en una boutique, le decía: ‘si yo tuviera una mamá que me chineara’...
“Y yo me la sentaba en los regazos y la chineaba”, rememora doña Yendry. Otras veces la llamaba a gritos desde el baño, solo para pedirle que le enjabonara la espalda.
Se mimaban una a la otra, paseaban los miércoles y los domingos, cuando doña Yendry tenía libre. La mamá le compraba papitas y nuggets de pollo y Allison iba a esperarla al puente amarillo, en Ujarrás, cuando regresaba de su jornada laboral en el centro de Cartago. Se peleaban por lo más simple, si McDonald’s o comida china, y luego se reían como si nada.
Construyeron un castillo juntas, ellas dos y nadie más. Doña Yendry fue mamá y papá. Allison vio a su progenitor solo en dos ocasiones, el día de su primera comunión y cuando tenía 14 años. En cambio su madre era su todo y ambas se contaban sus secretos.
Allison soñaba con casarse, y en los últimos meses pasaba revisando imágenes de vestidos blancos, aunque sobre ese tema tenía una advertencia.
“Me decía, ‘mamá, yo nunca voy a tener hijos’. Seguro por lo que me pasó a mí, porque yo siempre le decía mi amor yo me levanto por vos, yo lucho por vos. El día de mañana si usted quiere hacer algo cuídese, porque los hombres andan buscando una mujer mientras tanto, te dejan embarazada y no te vuelven a ver; y ella me decía, ‘sí mamá, yo soy tu bebé’”.
Y así vivieron hasta ese 4 de marzo.
“El miércoles era mi día libre. Ese día yo vine a Cartago y desde que se levantó temprano se metió a mi cuarto y me decía ‘¡qué guapa mi mamá, qué linda!’.
Doña Yendry almorzó en la Vieja Metrópoli y se esperó hasta las 2 p. m. a que abrieran una tienda para probarse un vestido de baño, luego compró un baguette para Allison y regresó a su casa en bus de 3.
“Repitió los garbanzos con costilla de la abuela, aunque no le gustaba nada con caldo y luego me pidió que le sacara una foto”.
Allison se fue al colegio, pero como no hubo lecciones, caminó a la casa de su suegra, en Cachí. Compartió con la familia y salió poco después de las 8 p. m. para abordar el autobús. La suegra la despidió desde la puerta y la aconsejó, ‘se va con cuidado’.
– Ay mi suegra, a mí lo único que me da miedo es que me violen. Se paró en la puerta y les tiró un beso.
“Yo seguí mensajeando con ella y me dice, ‘mamá ya me monté al bus’. ‘Mamá, ya me bajé del bus, nos vemos en el puente’.
– Mayday, mayday, que el 911 vaya a recoger a Allison, urgente, empecé a decir.
– Mamá loca, mamá en serio, ¿me vas a venir a topar?
– ¡Claro mi amor!
La señora relató que esa noche tenía en su casa a una de sus sobrinas gemelas. “Llegó una a la casa y puso música de Jenny Rivera, ellas cantan muy lindo y le dije ‘enseñame cómo se canta en karaoke, porque a mí me da pánico escénico, enseñame’.
Y le escribí a Allison, ‘gorda, ¿por dónde viene?’ y me puse a cantar la canción con Kiara.
Pero luego digo, qué raro, por qué no me contesta, y le pongo gorda, y ya veo que no le sale ni ese check ni el otro. Y ahí salí corriendo. Una vecina me vio y me dice, ‘¿para dónde va a estas horas?’
– Allison no me contesta los mensajes. Nunca la encontré, nunca la topé. Me topé gente, me topé a mami y a papi, algo pasa.
“Y llegué al cruce y ahí estaba el tipo (el único sospechoso del crimen, estaba con otros hombres) y pregunté y me dijeron que ahí iba, después del puente, ahí iba. ¡Mentiras!, ella nunca llegó al puente.
Nueve meses después, Allison sigue viva en el corazón y en los sueños de su madre. Doña Yendry está honrando su memoria al invertir en una boutique en Cartago, y avanza en los trámites para cumplir sueño de casa propia. Su hija, su niña eterna, sin duda estaría orgullosa.