Habla lento, con un tartamudeo y un pitido que retumba en su oído izquierdo. El sonido se asemeja al del televisor cuando pierde la señal. Es incómodo. Lo irónico es que probablemente pierda la audición, pero nunca dejará de escuchar el pitido.
No recuerda nada de aquella tarde nefasta, pero el pitido estará ahí por siempre, recordándole cada mañana que en un pleito de barras perdió el 32% de su cráneo, la movilidad y la fuerza en un brazo y la capacidad de hablar y leer como lo hacía antes, fluído.
Un video de una cámara de la Municipalidad de Cartago captó cómo entre cinco aficionados de Herediano lo acorralaron y golpearon en el suelo y para rematar le lanzaron una piedra que le rompió la cabeza. Las secuelas son evidentes.
Esteban Araya, hoy aficionado y no fanático de Cartaginés, revive su pesadilla, tan escalofriante en el video con la imagen de la piedra rebotando sobre su cráneo, como hoy, expuesto a las secuelas, algunas curables, otras con las que deberá convivir toda su vida.
Aún en shock por lo sucedido, reconoce que no es una víctima. Por voluntad propia, acabó en una pelea que pudo evitar, cuando su padre, Gerardo Araya, le rogó que no asistiera al estadio. Unas horas antes, el progenitor del joven tuvo un mal presentimiento, que luego le sacó las lágrimas al mirar la televisión, unos minutos después de llegar de misa.
Al menos puede contar la historia. Hoy habla despacio, pero se entiende. Solo unos meses atrás, cuando regresó a su casa después de la operación, no podía decir ni una palabra.
Sentado en un sillón, con una cicatriz en la cabeza, el pelo corto y una sonrisa, Esteban luce distendido. Trata de darle la vuelta a la página y mirar el vaso medio lleno.
“Al principio sentí que me arrancaron la vida. Pero por dicha Dios me dio otra oportunidad. Quiero empezar de cero, ser una nueva persona”, afirma Araya.
La pedrada es el climax de una historia que apenas inicia para este adulto de 30 años, sin empleo ni seguro en su hoja de vida cuando se produjo el altercado. Hoy adeuda casi 5 millones por los gastos médicos del hospital, después de la operación que lo tiene hoy con vida.
Hasta que termine el proceso legal, sabrá si le tocará pagar el dinero o no. Por ahora vive en la casa de sus padres, dos adultos pensionados a los que le tocó asumir el cuidado de su hijo.
En el cuarto de Esteban cuelga una bandera blanquiazul larga y ancha, como la cicatriz que resalta sobre su cráneo.
Es tan extensa que cubre toda una pared.
Cada día dedica una hora a leer libros de escuela. Le cuesta una eternidad, pero es necesario. Es parte de sus ejercicios de terapia de lenguaje. Ha notado la evolución.
Ya conversa y en algunos años espera llevar una vida normal, sin los cuidados a los que compromete a sus familiares hoy en día y con la fiel convicción de tener un empleo.
“Soy como un chiquito. Sí leo pero ya no es como antes, que podía hacerlo parejo y rápido. Ahora ya no. Y tengo que ordenar las ideas para hablar y leer”, explicó.
Es habitual la visita de sus vecinos, quienes le han tendido la mano en medio del proceso de recuperación. En barrio Viento Fresco en Tejar del Guarco se arrepiente de todo; de haber ingresado a la barra de Cartaginés, de asistir al estadio aquel día, de no haber hecho caso a las advertencias de sus padres. Pensó que solo se llevaría un susto, como cuando lo levantó un toro en un redondel de Zapote.
El remordimiento es inevitable y lo está pagando con intereses. Cada vez que se aproxima al juzgado para declarar, colocan el video de la paliza, un dejá vu. No recuerda nada pero sabe que estuvo ahí, que lo golpearon con ganas en media calle, le lanzaron una piedra y acabó en el hospital.
Al despertarse, solo recuerda haber dicho: “¿Dónde está mi mamá?”
Ahí estaba, parada junto a él, pero no la reconoció.
Las cicatrices. En un costado de su cabeza aún es visible la herida. Un hueco no muy profundo con una cicatriz.
Dentro de un tiempo le colocarán una platina que le protegerá el cráneo. Hoy está a la intemperie.
Un golpe cualquiera en ese costado podría robarle las ilusiones. Por eso siempre anda acompañado, aún en su barrio, en donde se siente protegido.
Quien le lanzó la pedrada está cumpliendo prisión preventiva hasta que un juez determine la sanción final y él, fuera de las rejas, tampoco tiene total libertad para hacer lo quiera. Depende, en mucho, de la atención de su familia.
Su madre tuvo que dejar su trabajo por unas semanas para cuidarlo.
Don Gerardo, un señor sencillo y educado, venía de misa cuando prendió el televisor y miró la imagen de su hijo. Lo reconoció de inmediato. Hoy lo cuenta y se resiste a llorar.
Trató de mantener la calma y salió rumbo al hospital. Confiesa que al principio sintió rabia porque ya le había advertido a su hijo los riesgos que corría al asistir al estadio.
“Lo reconocí inmediatamente. No sentí lástima, sino más bien cólera por verlo ahí. Estaba con mi mente y corazón tranquilo y me fui para el hospital”, cuenta. En la casa de los Araya, don Gerardo es quien mantiene la calma. No es fácil para nadie en su familia.
Los meses pasan y las cicatrices siguen ahí, vivas. Esteban sueña con darle un giro a su vida, pero ahora solo se concentra en empezar de cero.
Le cuesta perdonar a su agresor, pero admite que se equivocó. Cometió un error.
Las cicatrices tardarán en desaparecer.