Tenía yo 11 años, estaba en la cocina diciéndole algo a mami, mientras ella lavaba los trastos después del almuerzo… en eso, la emisora que tenía puesta Ma en la radio interrumpió la transmisión y el locutor, con voz agitada, dramática y portentosa, casi espetó una noticia que no entendí, solo supe que algo dantesco había pasado cuando mami soltó los platos, tomó un limpión y se llevó las manos a la cara, con un gesto de asombro, sin poder hablar y ya con los ojos aguados.
Vívíamos en el entonces bucólico Juan Viñas y aún recuerdo (en tono sepia, el color del pasado) cómo en momentos escuché los gritos de Norma, nuestra amada vecina, que entró como una tromba a mi casa y se abrazó con Mami, llorando “¡Greicita! ¡Se murió Elvis! ¡Se nos murió Elvis!”.
Mami recobró la compostura a duras penas mientras yo le jalaba el delantal, impaciente por saber lo que había pasado, entonces me dice: “Es que se murió Elvis… un cantante gringo muy famoso”.
–¿Y por qué lloran?– les dije. Ninguna contestó.
***
Era la tarde del 16 de agosto de 1977 y el planeta entero se enteraba, por medio de la radio y la televisión, de una noticia que provocaría el luto global e incluso el suicidio de varias personas no solo en Estados Unidos, también en otras latitudes en las que el Rey del Rock había calado hasta el tuétano.
El fenómeno ya había ocurrido antes con otros titanes de la música, la actuación o el deporte según fue avanzando la tecnología de la comunicación en el siglo pasado. Tantos años después, en el mundo actual de la comunicación inmediata e instantánea, el estupor que provoca en millones de almas la muerte de algún famoso al que admiran, sigue siendo el mismo que descubrí aquella lejana y soleada tarde de agosto.
Cada caso es diferente y cada duelo por aquel famoso que de una u otra forma impactó nuestras vidas, también está provisto de diversos matices.
Este lunes 4 de marzo, antitos del mediodía, nos sorprendió la noticia de la muerte de Luke Perry, para nosotros Dylan Mckay, el rebelde adolescente de la icónica serie Beverly Hills 90210, con la que muchos cruzamos o nos despojamos de nuestra adolescencia para empezar con el vértigo de la adultez.
Luke cruzó el umbral tras días de estar sedado, después de haber sufrido un derrame cerebral masivo el pasado 28 de febrero. A pesar de que su muerte no fue tan sorpresiva porque ya se sabía de su delicado estado, creo que en el fondo, en el inconsciente, todos sus fans nos atuvimos a que Dylan lo lograría una vez más.
Porque a pesar de que era el legítimo rebelde del grupo, lleno de problemas familiares y adicciones, en la serie siempre lograba salir avante, casi siempre con la próxima bronca a la vuelta de la esquina, de la que igual, lograba salir.
Pero no. Esta vez, la vida real –tan real como la muerte que nos alcanzará a todos en algún momento– dictó que esa era su hora y nos dejó a miles con el sollozo contenido al saber la noticia, y luego con la nostalgia desbordada al transitar por sus fotos, videos, cuentas en redes sociales, biografía y los centenares de posts y obituarios en su honor.
Minutos después de saber de su muerte, escribí un post en en mi cuenta de Facebook y me sorprendieron unas ganas terribles de llorar. Me aguanté, tal cual lo hizo Mami más de 40 años atrás.
Y entonces recordé otros casos, propios y ajenos, en los que la partida (peor si es trágica) de alguno de nuestros ídolos se torna tan cercana como si se tratara de un familiar o amigo íntimo. En mi caso, a veces me siento ridícula y hago las de mi mamá cuando murió Elvis: me trago las lágrimas y el sentimiento extraño ese que me embarga.
Solo que en estos días me he percatado de que con Luke Perry fuimos muchos los que nos dimos la licencia de sentirnos, como mínimo, compungidos por su partida. Columnistas de prestigiosos medios de comunicación, como CNN en Español, han dedicado obituarios precedidos por la pregunta que encabeza esta nota: “¿Por qué la muerte de Perry nos impacta tanto”, escribió la periodista y escritora Jill Filipovic para la gigante cadena. Y desgrana su hipótesis:
“Luke Perry, un talentoso actor y un galán de una generación, murió el lunes. Y como estas cosas suelen ocurrir, hay un gran derramamiento de aflicción en todos los medios, especialmente en las redes sociales. Aquí, la reacción a su muerte está teñida de un tipo particular de incomodidad.
Perry tenía solo 52 años, no mucho más que aquellos fanáticos que vieron su programa de los 90, Beverly Hills, 90210, en su adolescencia o entre sus 20 y 30 años. A pesar de su personalidad de chico malo, Perry no murió por conducir demasiado rápido o por una sobredosis de drogas o por vivir demasiado intenso. Él acaba de morir, como lo hacen muchos humanos, a causa de una falla aparentemente indiscriminada del cuerpo. Un derrame masivo, dijo su publicista”.
Lo cierto es que la escritora Filipovic atina al describir lo que nos provoca, justo a las generaciones que ella menciona, no solo la muerte, sino la forma en que partió uno de nuestros “compas” de juventud:
“Para los fanáticos mayores de Perry, su muerte es un recordatorio de la juventud que está retrocediendo en el espejo retrovisor, incluso cuando la mortalidad se acerca demasiado rápido.
“Es solo un buen tipo que es guapo y que no teme mostrar sus sentimientos”, dijo Madeleine Pinzon, de 17 años, al South Florida Sun Sentinel en 1991. “Si todos los hombres en el mundo fueran como él, todo sería perfecto”.
Siempre según el recuento de CNN, la escritora Taffy Brodesser-Akner tuiteó el lunes, “Todos ustedes fanáticos de Riverdale, retrocedan y recuerden cuando ÍBAMOS A VER a Luke Perry y no solo le enviábamos tuits. Sí, íbamos a verlo. Y luego lo sacamos de los centros comerciales con una estampida”
Dado que la mujer estadounidense promedio vive 81 años y el hombre promedio 76, la muerte de Perry se produce, cultural y estadísticamente, demasiado pronto.
Tres días en cama
Si bien es cierto, las explicaciones de la nota de CNN nos hacen arquear la ceja y asentir, hay casos de casos y muertes de muertes. Es decir, hay algunas partidas de ídolos o heroínas que van mucho más allá de escalofriar la piel y humedecer los ojos.
En mi caso, consumidora acérrima del showbiz de por vida, me enganché a principios de los 90 con el entonces novel Primer Impacto y el estilo trepidante de sus dos presentadoras estrella, María Celeste Arrarás y Mirka De Llanos. Verlo era parte de mi ritual diario y, si me lo perdía, lo grababa. Pero aquel viernes 31 de marzo de 1995 no salí y me preparé, como siempre, para dedicarle una hora completa y sin interrupciones, a aquel sabroso collage informativo.
Tengo tan vívido el recuerdo. Para ese momento, en los tiempos de furor por la tevé por cable y con Internet apenas rompiendo fuente, la televisión hispanoamericana era uno de mis platos fuertes y, por eso, cuando las canciones de Selena (Quintanilla, la primera, original y única) a duras penas sonaban en las emisoras nacionales, ya yo la tenía en la mira de mis favoritas porque justo en Primer Impacto le daban un seguimiento constante al vertiginoso ascenso de la reina del texmex, quien había tendido un puente musical único entre México y el sur de EE.UU.
El caso es que a mitad de programa, María Celeste anunció una noticia de última hora y dijo, visiblemente alarmada, que estaban recibiendo despachos desde Corpus Christi (Texas), sobre una balacera en la que había sido malherida la cantante Selena Quintanilla. Me incorporé de la cama en un salto y se me aceleró el corazón. Minutos después, ya con un tono más reposado, María Celeste aclaró que la persona herida no era Selena la cantante, sino Selene, la vidente. Mala nota lo de Selene, pero bueno, Selena estaba bien. Solo pasaron otros minutos para que Arrarás, esta vez sí, casi llorando, lanzara la devastadora bomba para alguien como yo, que amaba y seguía Selena sin que prácticamente nadie la conociera acá en el país, y en mis tempranos 20′s era estratosférico asimilar una muerte tan absurda…
Ya muerta y por la forma en que ocurrió, medio mundo se convirtió en fan de Selena... hasta la fecha. Pero los de a de veras, antes de su muerte, éramos contados, pero contadísimos. No me apena contarlo: no me separé del televisor durante todo ese fin de semana, encamada, atacada llorando a ratos, atenta a los (macabros) avances noticiosos y hecha un mar de lágrimas cada vez que transmitían el (hoy archifamoso) último concierto de la joven veinteañera, apenas un mes antes en el Astrodome de Houston, Texas.
“¡No, mi Jenny no!”
Pasaron 10 o 15 años y, en algún momento, descubrí a Jenny Rivera. Y me enajenó. A solas. Exactamente como me había ocurrido con Selena Quintanilla tantos años atrás. Ni me esmeré en compartir con nadie todo lo que pasaba en la vida de la Diva de la Banda. Porque no había forma de describir lo que ella generaba en millones de hispanoparlantes, sobre todo en Estados Unidos y México, acá... ni sé ni me importa, casi nadie le dio (ni me dio) pelota nunca. El caso es que con Jenny, mi relación se volvió totalmente personal. El 2012 había sido un año del carajo (divorcio incluido); yo deseando que se terminara… y entonces llegó diciembre con sus luces de sol y sus luces de lucecitas. Por alguna razón, aquellos primeros días de diciembre del 2012, se hicieron un poco más tolerables. En mucho, porque llevaba más de dos años siguiendo a Jenny Rivera: las letras de sus canciones, la fuerza de sus entrañas al entonarlas (madre soltera de chirrión de hijos, empezando a los 16, una vida llena de carencias y espantos) y los sentidos bautizados, me habían llevado a refugiarme en ella. Sus conciertos eran un tratamiento de shock total. Ella se desbocaba, cantando desde sus entrañas, compartiendo con nosotros, sus acólitos, todo el desmadre de su vida, que era mucho decir. Pero al soltarlo, parecía exorcizar sus demonios. Esos mismos con los que, de una u otra manera, lidiamos muchos.
El domingo 9 de diciembre del 2012 desperté con una felicidad poco habitual en aquellos meses. Estaba sola en casa. Yo sabía que Jenny tenía un conciertazo la noche anterior, y que evidentemente, habría videos y reseñas del concierto.
Frisando el mediodía encendí la compu buscando retazos del chivo de Jenny... y mi mundo momentáneo se paralizó: todo Internet daba cuenta de la trágica y absurda muerte de Jenni Rivera en el apresurado y mal planeado viaje de madrugada en un avioncillo que, luego se sabría, tenía todos los números de la rifa para que pasara lo que pasó.
Y es que en este caso ¿cómo diablos no llorar a mares a Jenny, aunque jamás la vi en persona? Cada fecha de aniversario de su muerte me ratifican que uno de los valores absolutos en la vida, es la autenticidad. Por eso mismo, la gente más respingada del medio artístico hispanoparlante, en el continente y en España, la amaron, la aceptaron, la respetaron y la lloraron intensamente. Ella juntaba los pedazos de su corazón y de su ánimo para plantarse ante miles a soltar todo su fuelle interno por medio de sus canciones, aunque a menudo lloraba en el escenario y luego cantaba con más fuerza, para locura de todo el aforo. Así ocurrió en el mejor concierto de su vida, apenas unas horas antes de morir. Algo ha de haber presentido. Lo que sea que fuera, la hizo sentirse pletórica, en una noche perfecta para ella y los fans enloquecidos en aquella comunión de amor y talento que fluyó en una noche impecable, a menos de cuatro o cinco horas de partir, estrepitosamente (fiel a su estilo de toda la vida) de este mundo. Lo de Selena ya lo superé, pero con Jenny todavía me pego unas lloradas riquísimas en una que otra noche bohemia en solitario, a propósito.
Conexión especial
En este mundo hipercomunicado, jamás faltan las ácidas críticas a quienes le damos rienda al duelo cuando se nos muere una celebridad a la que seguimos con furor. El portal CulturaColectiva.com analizó, en 2016, el sismo de dolor que vivieron miles a lo largo de todo el continente tras la muerte de Juan Gabriel, “El Divo de Juárez”. “Una de las principales críticas a esta sociedad es el sentido de las 'modas’, término que muchos asocian al momento en que un fenómeno social se hace presente: aunque no lo conozcas o seas parte de él, buscarás unirte. A ese sentido de “moda” se puede asociar, por ejemplo, la efusión de emociones por las celebridades que mueren”, analiza el citado medio..
“A menudo escuchamos ese tipo de comentarios cuando un artista muere y al sentimiento de esas personas que lloran el deceso a menudo se le considera ‘insincero’, sin embargo, aunque hay una razón psicológica detrás del dolor que llegamos a sentir por las muertes de personas famosas que nunca conocimos”. El sociólogo de la Liverpool Hope University, Michael Brennan, afirmó a la agencia AFP que este fenómeno de duelo se acrecenta cuando los fallecidos son intérpretes de la música con la que nos formamos durante diferentes épocas de nuestras vidas, pues, según dijo, “es muy probable que formemos recuerdos vinculados a las canciones mismas”.
Es así como Brennan explica que la presencia de celebridades en los medios de comunicación, sobre todo músicos, los convierte en una parte real de nuestras vidas, aunque no los conozcamos. Por su parte la psicóloga Hamira Riaz explicó a AFP que la muerte de una celebridad también nos recuerda nuestra propia mortalidad.
Claro, ha habido casos extremos, en los que el dolor por la muerte de un ídolo ha llegado a provocar suicidios por parte de quienes simplemente no pueden imaginar un mundo sin aquel a quien le profesaban una devoción a toda prueba, literalmente.
Así ocurrió, según reportes periodísticos de la época, con artistas del calibre del mexicano Pedro Infante, fallecido apenas a los 39 años en un accidente de aviación el lunes 15 de abril de 1957. Esa mañana, con el alma rasgada, casi todos los mexicanos y otros miles de fans en el continente supieron por medio de las últimas horas de la radio que el Ídolo de Guamúchil había muerto después de que el avión B-24 Liberator en el que viajaba junto al piloto y mecánico, de Mérida al DF., se había precipitado a tierra, con el desenlace de los tres viajeros muertos. La cantidad de suicidos aquel día y en las semanas subsiguientes nunca se ha cuantificado, pero se calcula en decenas. En otros países, como Colombia, también se registraron varios suicidios por parte de fanáticos del ídolo de ídolos.
Por supuesto, ya este nivel de amor por un ídolo sería digno de un análisis particular en cada caso.
Sin embargo, es un hecho que la muerte de las celebridades que seguimos con fascinación (sea cual sea la razón que nos provoca ese sentimiento espontáneo), trasciende edad, nacionalidad, sexo y oficio.
Lady Di, duelo planetario
Una de las narraciones más impresionantes que leí al respecto, la escribió el escritor costarricense Carlos Cortés cuando murió Diana de Gales. Cortés, quien en 1997 vivía y estudiaba en París junto con su esposa, la historiadora de cine María Lourdes Cortés. Tres días después del aparatoso accidente que cobró la vida de Lady Di, Carlos compartió con los lectores de La Nación un sincero texto sobre el sentimiento de desolación tan inexplicable que los embargó a él y a miles cuando supieron que la Princesa había muerto durante la noche/madrugada del 31 de agosto.
Este escrito de Cortés, quizá, nos ayude a entender (y entendernos) cada vez que se nos muere un ser querido, aunque nunca lo hayamos conocido:
"El domingo amaneció extrañamente oscuro y gris. Pensé que el otoño se había apresurado a llegar con su melancolía desesperada y a la vez serena. Pero no era eso. Esa noche, como todas las noches, se habían oído sirenas de patrulla en los bordes del Sena. A media mañana me fui a comprar los periódicos y nada extraordinario. Los diarios franceses, que se editan los sábados, registraban los últimos estertores de la Jornada Mundial de la Juventud presidida por el Papa. Los diarios europeos, incluso los ingleses, llegan a París antes de la madrugada. Los hojeé con aburrimiento. Al mediodía un amigo cruzó en bicicleta el puente l’Alma, junto al río, y se topó con un tumulto de gente llorando a la entrada del puente subterráneo. Flores, banderas de Inglaterra, llanto. La curiosidad lo bajó de la bicicleta. Dio un par de pasos y se quedó de piedra cuando leyó en una de las ofrendas: “Diana, te recordaremos siempre”. Un turista inglés, inconsolable, le relató lo sucedido apenas unas horas antes.
En la tarde, ignorantes de todo lo sucedido, pusimos el televisor y vimos con inocencia que anunciaban un documental sobre Lady Di. No nos extrañó para nada. Habíamos hablado de ella toda la semana. Durante el verano habíamos seguido su romance con Dodi. Había pasado un año desde su divorcio y María y yo nos habíamos dicho: "¿Por qué no? Que se joda el orejón de Carlos y toda la pomposa dinastía". Pero dos días antes Le Monde, el seriesísimo diario parisino, le había dedicado una página a su labor humanitaria. El título era elocuente: "La princesa a todo corazón". Y mostraba a Diana con un niño enfermo de cáncer entre los brazos. La entrevista había caído como una bomba en Inglaterra y Le Monde continuaba con la polémica el viernes y el sábado. Y nosotros también. Por eso la teníamos en la boca de la lengua cuando la tía de María nos llamó desde Bruselas y como por descuido nos contó que su hija la había despertado a las ocho de la mañana para decirle. "¿Para decirte qué?", le dijimos. "Lo de Diana". "¿Qué cosa?", preguntamos tranquilamente. Minutos después, llorando, frente al televisor, me preguntaba insistentemente por qué lloraba. Por asombro. Por miedo. Porque no podía salir de la sorpresa. Porque era como si se hubiera muerto Mickey Mouse. ¿Qué tenía esa macha, me decía, que todo el mundo la quería? ¿Qué tenía para que su vida fuera una película de la vida real y tuviera que terminar como solo terminaban las grandes novelas, en una muerte violenta? ¿Qué tenía como para que provocara una emoción planetaria, como decía Carpentier?
¿Qué tenía como para que una amiga nuestra, que se negó a oír radio, ver televisión o leer periódicos, por rechazo a los paparazzi, no pegara un ojo en toda la noche, pensando en ella? Me hago estas preguntas mientras no salgo de mi asombro: ¿de verdad está muerta? Es la misma pregunta que se hacen los miles de parisinos que han convertido el puente de l'Alma, a unos 20 minutos de donde vivimos, en un lugar de peregrinación. Es la misma pregunta que se hacen las cientos de personas que esperaron durante horas, con flores en la mano, ojeras y cara llorosa, desde la madrugada de ayer en la mañana, a que la embajada inglesa, muy cerca de donde murió Diana, abriera un libro de condolencias.
En París, la muerte de Diana se ha vivido como si hubiera sido el verano quien se hubiera muerto para siempre. "Porque te has muerto para siempre". Le Monde, un diario tan sentimental como una esquela, le dedicó la portada, seis páginas interiores y el editorial. En la caricatura de primera página se ve a Diana caminando sobre un campo minado lleno de cámaras fotográficas. Un letrero advierte: "Cuidado. Minas antipersonales".
Para algunos es como si se hubiera muerto un pariente, un conocido, alguien tan cercano como “una estrella de cine de verdad” que hubieran seguido toda la vida. La radio y la televisión no ha hablado de otra cosa en las últimas 48 horas, pero, no sé por qué -¿qué tenía esa macha?, me pregunto-, la gente está triste. Los amigos nos llaman y no hablamos de otra cosa. Y estamos tristes. Tristes y asombrados. Con la boca abierta. En la calle la gente lo comenta. Algo inexplicable se ha muerto. El Primer Ministro francés no puede contener su desolación mientras daba la noticia. A un enviado especial de la televisión francesa se le atravesó algo por la garganta mientras estaba transmitiendo desde Londres. Parece que fue emoción. Las campanas repicaron esta tarde en todas las iglesias -¿por quién doblaban?, como decía un poeta inglés y un escritor gringo-, como si el verano se hubiera muerto para siempre y nadie pudiera explicar cómo sucedió. ¿Qué tenía esa macha, me digo yo, mientras unos insólitos lagrimones me bajan por las mejillas? No sé"