Todos lo volvieron a ver. Aunque sabía que no debía decirlo, lo dijo. Estaba advertido, pero no le importó. Adriano Corrales no pudo soportar las ganas de levantar la mano en plena clase y hablar sobre el Ché Guevara, Fidel Castro y sobre cómo, según él, a los líderes soviéticos de aquella época les faltaba el empaque que tuvieron los guerrilleros cubanos.
“Fue una chiquillada”, dice Adriano hoy entre risas, como si viera aquel recuerdo en una esfera de cristal. Todos sus compañeros lo miraron, el profesor (que era de artes dramáticas) no le contestó y la clase siguió como si aquellas palabras hubiesen sido pronunciadas en otro tiempo y en otro lugar.
En el 2020, 36 años después, Adriano —consolidado como una gran pluma de la poesía costarricense— publicó su libro Leningrad, una recolección de poemas, crónicas y apuntes sobre su vida en la Unión Soviética en los años ochenta. “Es el homenaje a una ciudad que se ama, se odia y se ama, con inigualable pasión e intensidad”, escribe en la introducción. “Es un amor verdadero a fuerza de desencantos, represiones y malos ratos, el cual, a su vez, se extasía con los escenarios, los antecedentes y los sitios donde se suscitaron los encuentros, la admiración y el fervor”.
Dentro del álbum de fotografías imposible de completar, Adriano se suma a otras tres mentes que recapitulan los últimos años antes de la disolución de la Unión Soviética, aquel imperio poderoso que comandó el siglo XX en potencia similar a Estados Unidos.
El amigo que fue reclutado por la KGB, la profesora que fue heroína de guerra, el contrabando de licor para tomar un poco de vodka en una residencia estudiantil, el amor escondido entre clases de folclor ruso y el caos final… Esas postales salen del cofre de recuerdos para tratar de dar un par de pinceladas de lo que fue un país que ya no existe, cuyas cenizas se esparcen, poco más de treinta años después, en el aire.
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Amor y desencanto
En la portada del libro Leningrad, Adriano Corrales aparece en sepia con el pelo alborotado y un frondoso bigote al lado del monumento al poeta Aleksandr Pushkin, en pleno Moscú.
Treinta años después, su apariencia es otra. Lleva su largo cabello que le llega hasta los hombros amarrado con una cola. Su bigote ahora es gris y su mente se asombra a la luz de los recuerdos de aquellos tiempos.
Adriano decidió salir de su natal San Carlos en el vuelo trasatlántico que le cambió la vida. Llegó en 1983 con 23 años a estudiar Artes Dramáticas en la Universidad de Leningrado, pero antes de residir en la mítica urbe debía realizar un par de años de preparación en una ciudad lejana llamada Vorónezh.
Y aunque el ánimo por haber ganado una beca para cumplir su sueño estaba presente, la llama de emoción se fue diluyendo con sus primeras semanas en territorio soviético. La ciudad, si bien estaba llena de árboles, campesinos e hipnóticos ríos extensos, se apagaba a sus ojos por el clima inclemente; no podía distinguir el día y la noche por lo gris del ambiente, el frío carcomía sus huesos y el mal de patria apareció, por lo que cada quince días se dirigía a la oficina administrativa de la universidad para pedir una súplica: “regrésenme a Costa Rica”.
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Pero la noche tiene su magia escondida, como él mismo dice. Sacando fuerzas de algún lugar de su cuerpo que desconocía, encontró la tolerancia para sortear esos primeros años de preparación y finalmente mudarse a la gran capital de la que todos hablaban.
Leningrado (hoy San Petersburgo) recibió a Adriano con el mismo gris que empañaba sus días, pero compensado por la vida cultural que había soñado: los teatros, las óperas, la música, las sobremesas culturales… Ahí era el lugar donde su pluma podía articularse.
“Por supuesto, pasó tiempo para que me diera cuenta de las cosas que pasaban”, rememora Adriano. “Poco a poco me fui percatando que esa hermosa ciudad cultural escondía algo retorcido”.
En su libro, esa ciudad queda descrita a la perfección porque “de repente estalla y nos enciende algo por dentro. Ilumina aquello que antes no era visible en la vorágine de las ráfagas del glacial norte frente al Báltico: el control hacia los intelectuales, los artistas, los homosexuales, los extranjeros, hacia la población en general. De allí el desasosiego, la angustia, la rosa negra; todos esos señuelos que cuelgan de las estrellas púrpuras”.
Un día cualquiera, recuerda, empezó a hacer amistad con una de las estudiantes del centro académico. Eran conversaciones casuales; toparse en el pasillo, compartir alguna impresión sobre las clases y listo: algo casual.
De repente, como brotado de las sombras, alguien apareció a sus espaldas. “Oiga”, le dijo. “Es mejor que no se relacione tanto con ella. Yo sé lo que le digo”. Adriano quedó helado.
“Claro”, dice el escritor hoy con la perspectiva de los años, “estábamos súper vigilados. Sabían que de alguna forma ella era disidente y a mí también me tenían vigilado”.
—¿Pero cómo? En aquellos tiempos no teníamos los celulares que hoy nos escuchan todo el día.
—Suena como un cliché, pero en verdad las paredes oían. Uno podía estar en cualquier café y sabía que lo estaban escuchando. Mis profesores sabían que yo tenía posturas en contra del régimen porque a veces comentaba alguna cosa en clase.
—¿Y qué le decían?
—Un día alguien me recomendó que mejor le bajara el tono. Quedarme callado. Y yo hice caso.
—¿Y qué pasaba con lo que usted escribía?
—El problema no era escribir; era publicar. Ahí sí ibas a tener problema.
De los compinches de las fiestas, Adriano recuerda uno en especial. Llamémoslo Eduardo, el muchacho que se convertía en el alma de la pachanga; el que se encargaba de encontrar el licor suficiente en tiempos en que era restringido.
Era conocido en la sociedad moscovita las prohibiciones con respecto al consumo del alcohol: había horas y cantidades para venta, recuerda Adriano, y había que recurrir a los taxistas nocturnos, no en busca de viajes, sino para contrabandear un poco de vodka.
Algunos de los alumnos conocían bien el vaivén de este negocio oculto y se habían hecho especialistas en chantajear a quien se debiera. Adriano recuerda la figura de las “tías”, que eran nada menos que las porteras que se encargaban de controlar el ingreso y egreso de los alumnos en la residencia.
Para dejar pasar el alcohol o permitir que alguna novia se colara en las habitaciones, bastaban algunos rublos o comida como soborno para las “tías” para tener el visto bueno que permitiera tales beneficios.
Eduardo, efectivamente, era el maestro en controlar toda esta organización clandestina.
Siendo desenfadado, extrovertido y amiguero, todos recurrían a Eduardo en búsqueda de alguna fiesta que pusiera color a lo que el ambiente gris no permitía. “Uno sentía todo militarizado”, cuenta Adriano. “Todo sin color. La gente vistiendo gris, negro. Las restricciones de poder llevar gente a dormir con uno. Se sentía un ambiente mojigato, entonces uno recurría a gente como Eduardo”.
Pero, de repente, aquel bonachón que siempre estuvo dispuesto a levantar el codo para brindar, comenzó a comportarse diferente. Se puso serio, se miró formal en las clases, evitaba a toda costa las reuniones clandestinas y las charlas casuales se reducían a un breve saludo de “¿qué tal?”.
“Por supuesto, empezaron los rumores”, dice Adriano. “Todos estaban seguros de que había sido reclutado por la KGB”, la agencia de seguridad secreta soviética. No era de extrañarse, según cuenta Adriano, “porque era habitual que ficharan a este tipo de muchachos para volcarlos a su favor. Cuando los rumores crecieron y ya era un secreto a voces, trasladaron a Eduardo a otra ciudad”.
—Pero eran amigos…
—Sí, pero jamás podía llegar yo a preguntarle si los rumores eran ciertos.
—¿Y usted volvió a saber de él?
—Nada nunca. Es la fecha y no sabemos qué pasó con él.
Pasaron los años de estudio y lo que parecía extraño en un comienzo, como todas esas volteretas secretas que parecían gestarse desde las sombras, se hicieron cotidianas. La capacidad de asombró se diluyó.
Adriano, por su parte, recorría la ciudad. Se fascinaba hablando con estatuas, reimaginando la vida de Pushkin, Dostoievski y Gogol, pasando tardes enteras mirando un cielo que años después recordaría celeste y cerúleo.
Y, en medio de todos esos recorridos culturales que alimentaron su pluma, siempre recibía el telegrama que le daba la cuenta regresiva para volver, un recordatorio de que aquella aventura tendría fin.
Para 1985, el ambiente político cambió. Mijail Gorbachev se convirtió en el secretario general de la Unión Soviética y, aún entre miedos de la población por hablar de cuestiones políticas, podía sentirse un cambio.
Adriano descubrió una grata manera de adentrarse en este terreno sin pisar en territorio minado. En algunos restaurantes, era habitual encontrar a unos señorones tomando té en un rincón. Bastaba acercarse para que sus palabras brotaran.
“Es que estos líderes no son como los de antes”, solían decirles estos señores a Adriano. Se trataba de veteranos héroes de la Segunda Guerra Mundial, conmemorados, con sus medallas guindantes y, sobre todo, intocables. “Estos gobernantes hacen todo mal. Todo está mal”, repetían.
“Y nadie podía decirles nada”, asegura Adriano. “No había forma. Eran señores que dieron sus vidas por la patria. Nadie los tocaba. Con mis amigos llegaba a conversar con ellos y nos aguantábamos la risa que nos daba la adrenalina de finalmente escuchar en altavoz lo que pensábamos: el sistema estaba podrido en muchos niveles”.
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En esos mismos restaurantes, rememora, solían aparecer meseros que se convertían en timadores. Amenazaban a los clientes con llamar a la policía si no pagaban cuentas que duplicaban los costos reales de una cena normal.
“Era un sistema podrido en muchos de sus niveles. Uno mismo sabía que ese sistema no podía sostenerse. Había gente que se favorecía de aquello, y fueron los mismos que, al caer la Unión Soviética, quedaron con capital para hacer sus empresas y vivir bien”.
Aún así, la gratitud por haber vivido esos rincones que hoy solo quedan en fotografías no pasa por alto. “Estoy agradecido por haber estado dentro, en el pleno corazón de una página de la historia de la humanidad”.
Las avenidas, las esculturas, las salas de conciertos y el olor de aquel Leningrado se multiplican en muchas otras personas, pero lo que otros guardan como recuerdos para Adriano Corrales son poemas.
Unos años antes
“Un país corriente”. William Venegas, una y otra vez, subraya su principal reflexión sobre la Unión Soviética. “Un país corriente, como cualquier otro”, repite, pero queda a la espera de una frase para rematar: “eso sí, tremendamente cultural”.
Venegas, quien años después se convertiría en crítico de cine y teatro de La Nación por casi treinta años, partió a territorio soviético a comienzos de los ochenta, gracias a una beca que ganó a través de contactos que tenía con el entonces Partido Vanguardia Popular, una fuerza política de izquierda que fue rebautizada para esos años como Pueblo Unido.
Su mayor interés era atravesar el globo: salir de San José hasta la venerada Moscú que tanto le habían hablado. Consiguió un campo en el Instituto de Ciencias Sociales de esa urbe para estudiar Comunicación. Eso sí: aquel plan de estudios estaba volcado a la orientación marxista.
—¿Recuerda al país como uno muy politizado?
—Era un país absolutamente corriente. Lo que recuerdo es que los estudios eran muy duros.
—¿De qué se podía hablar en ese tiempo, a comienzos de los ochenta?
—Yo, por lo menos, salía poco a la calle. Me encerraba mucho para aprovechar los estudios, pero cuando yo salía era para gozar la vida cultural tan rica. Mientras otros preferían ir a tomar, yo me metía al Teatro Bolshoi. No tiene idea de todo lo que yo vi.
—¿En qué sentido?
—En el cultural. Ópera, teatro, música… Tenía un estipendio que podía gastar, entonces lo aprovechaba para conocer más la ciudad.
—Pero tuvo que hablar con las personas de ahí para llegar a esos lugares…
—Sí, yo tenía una profesora que se portó muy bien. Fue excepcional. Ella fue una héroe de la Segunda Guerra Mundial. Llegaba con las conmemoraciones a dar clase.
—¿Qué cosas hablaban?
—Ufff. Nos contaba cómo entró a Berlín para acabar con los fascistas. Ella era piloto de avión y fue bombardera. Era una mujer impresionante y sobre todo una persona muy humilde. Ella nos contaba que solo tenía dos vestidos y los intercambiaba cada semana. Era verdad y ella no tenía problema en contarlo.
—¿La gente solía ser como ella?
—Era gente humilde, pero que por humilde no se entienda que vivían mal. No vi delincuencia ni robos. Me acuerdo mucho de ver a los niños felices en sus juegos y a los adultos que bebían mucho guaro.
—¿Cómo era el resto de la sociedad? ¿Había clases sociales?
—La vida era muy barata allá. No era una sociedad de consumo, por lo menos cuando yo estaba. Gente sencilla era. No tenían intenciones de tener el carro último modelo. Yo gastaba en entradas al teatro y eran baratas. También iba a ver partidos de fútbol de equipos de Inglaterra que llegaban, pero aún así me sobraba la plata.
—¿Cómo sentía que estaba la ideología colocada en las personas?
—Era un país corriente, un país normal. Y yo pasaba mucho estudiando porque era muy difícil. Lo que sí recuerdo es lo que llamaban “los domingos rojos”. Uno iba a trabajar voluntariamente un domingo y lo que recogía lo donaba a alguna causa. Como por decir, iba a una fábrica de automóviles a hacer lo que me pusieran y ese salario se donaba a Angola, a la solidaridad. También fui a limpiar pisos de construcciones en los que caía nieve. Para uno como extranjero era voluntario, no sé si para los locales era distinto.
—¿Lo trataban bien?
—Sobre todo los adultos eran muy secos, yo imagino que por el clima que había todo el año. Yo decía “buenos días” y no me contestaban. La gente va en el metro callada. Si yo iba en un grupo de latinos hablando la gente nos hacía “shhh”. Era como ir a un templo. Eso sí: qué bárbara gente para leer. Donde están siempre hay un libro abierto.
—¿Y cómo veía usted que trataban el tema político?
—Con mi profesora, que fue héroe de guerra, la valoraban mucho. Valoraban la guerra contra Hitler y todo lo que se sacrificó. Todos esos héroes eran personas respetadas y queridas. Al pensar en todo eso, a mí me cuesta entender cómo el partido comunista perdió su lugar para darle paso al fascismo de Putin.
Venegas quisiera ahondar en más detalles, pero su cabeza rebota hacia el mismo lugar. “País corriente, pero rico en cultura”, reafirma. Se fue de aquella nación a los 36 años y ya no rememora todo: sus 74 años le pesan y sus recuerdos se escuchan como una balalaika que se toca en la lejanía.
‘Llegué a un país y salí de otro’
Antes, muchísimo tiempo antes de que se parara frente a la Sinfónica de Heredia con su batuta en mano y la frente en alto, Eddie Mora pensó si su futuro estaba en Costa Rica.
¿Qué podría pasar? Era un promisorio muchacho, recién salido del Castella, con el mango del violín sujetado con fuerza adonde fuera que caminara. La Unión Soviética se postraba en el horizonte: ¿sería ese su destino para siempre?
Hoy se sorprende al abrir su cofre de recuerdos. “Yo llegué a un país y salí de otro”, dice Mora.
El multipremiado director de orquesta tico atestiguó la caída de la Unión Soviética. Con solo 17 años tomó el vuelo trasatlántico que le cambió la vida: la tierra soviética lo esperaba para licenciarse en violín.
“Aquella Costa Rica era muy distinta en el ambiente para la música”, rememora. “Pertenecí a una generación que tenía el gran deseo de estudiar música fuera de Costa Rica. Y bueno, salió la oportunidad de buscar una beca que se veía imponente”.
—¿Por qué se decidió a ir?
—Porque yo descubrí a dos artistas soviéticos que me hicieron enamorarme de la música: Dimitri Shostakovich y David Oistrakh. ¡Y de repente podía ir a su tierra natal!
Mora no olvida cómo le cayó la noticia. Venía de tocar en un concierto con la Orquesta Sinfónica Nacional, empacó sus partituras de La heroica de Beethoven y vació su mente de camino a casa. Sentía que algo iba a pasar.
Y sí, la llamada apareció. Llegó a su hogar y en un momento casi cinematográfico, oyó el cimbrar del teléfono. La beca había sido aprobada para estudiar en el flamante Conservatorio Tchaikovsky.
“Eso sí: tenía que presentarme en la Unión Soviética en menos de quince días. Tomé mis ahorros del tiempo en que trabajé en la Sinfónica y conseguí un pasaje de ida por ₡27 mil. Era una travesía de año y medio y yo no tenía idea de lo que iba a pasar”. Esa aventura, que parecía de menos de dos años, se convirtió en una larga jornada de una década.
Los recuerdos de Mora se entrechocan en una escala de grises. Topó con el Moscú gris, un clima “nada amigable”, en sus palabras. Impresionado por las enormes calles, sintió que la ciudad lo absorbía.
“Imagínese cuánto me podía impactar yo, un muchacho que venía saliendo de Desamparados”, rememora. “Recuerdo que si uno encendía la radio y sonaba El lago de los cisnes uno sentía que algo iba a pasar. Nosotros vivíamos en el puro centro de Moscú y, cuando pasaba eso, salíamos a comprar pan y mantequilla y topábamos las calles cerradas, el tránsito cerrado... Uno sabía que algo iba a pasar entonces preferíamos regresar. Teníamos que empezar a entender cómo era el ritual político de este país”.
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—¿Cómo era el ambiente político?
—A mí me tocó una época de transición muy fuerte, porque acababa de morir Leonid Brézhnev, el secretario general de la URSS, un señor de la vieja guardia.
Justamente, Brézhnev es recordado por una doctrina que se resumía en un axioma: “cuando hay fuerzas que son hostiles al socialismo y tratan de cambiar el desarrollo de algún país socialista hacia el capitalismo, se convierten no solo en un problema del país concerniente, sino un problema común que concierne a todos los países comunistas”. Brézhnev estuvo en el poder 18 años, siendo el segundo mandato más largo en la secretaría del país después de Iósif Stalin.
Quien lo sucedió fue Yuri Andrópov por un año y después Konstantín Chernenko, quien también falleció tras un año al poder. Entonces llegaría Mijaíl Gorbachov, el hombre que cambiaría todo con la implementación de políticas aperturistas para potenciar el desarrollo económico del país con las conocidas perestroika (”reestructuración” en ruso) y glásnost (”transparencia”) para reformar estructuralmente a la Unión Soviética.
—Empezó a sentirse una esperanza en el ambiente —retoma Mora—. La gente estaba acostumbrada a que moría un secretario y ya; venía el otro. Esa vez fue diferente”.
—¿Alguna vez tuvo algún encuentro con las autoridades?
— Cuando uno lleva 12, 13 materias por semestre lo único que se habla es de actividades culturales y académicas. No había tiempo para otra cosa que no fuera estudiar. Recuerdo despertarme la primera vez e ir a buscar un cubículo para estudiar: eran las 6 a. m. y ya todo estaba ocupado. La mente la tenía puesta en estudiar armonía, solfeo, historia del folclor soviético... Solo eso tenía en la cabeza.
Pero Mora sí que tenía en mente algo más allá de la música.
En medio de pasillos, carreras de un lado a otro, ensayos de violín y rigurosos exámenes, un rostro se le plasmó en la mente al tico. Su futura esposa, Ekaterina Chatski, recorría aquellos mismos pasillos.
“Y vaya, ya 40 años de aquel encuentro”, dice entre risas Mora. “Nos conocimos en el conservatorio y siento que fue ayer. La vi tocando excelentemente el piano y lo demás historia. Ya hasta nuestro hijo tiene 32 años, imagínese” y suelta otra risa.
—¿Cómo fue vivir juntos la disolución de la Unión Soviética?
—Hay varias cosas que marcan la vida de las personas... Si a usted le suma que en el 85 vimos el inicio del renacimiento de la sociedad soviética y después el desvanecimiento y el desmembramiento de países, pues todo eso fue impactante. Llegué a un país y salí de otro, uno que ya no era aquella nación cerrada. Los moscovitas vivieron esa época como una liberación, una transformación de esperanza para abrirse al mundo, comunicarse con diferentes personas y salir de un régimen que se los prohibía. En la vida cotidiana inmediatamente tuvo un efecto.
—¿Usted dudó que se disolviera? ¿O sí se sentía algo inminente?
—Había un desgaste en lo político y económico. En la vida diaria escaseaban productos, había una mala calidad de servicio y los intelectuales de la época pujaban por tener más contacto con el mundo exterior. Era asombroso porque si veías un televisor soviético y luego salías del país y veías uno japonés, encontrabas grandes diferencias, por poner un pequeño ejemplo.
—¿Por qué regresó a Costa Rica?
Después de diez años el ciclo terminó. Tenía una enorme necesidad de ponerme a trabajar. Yo intuía que quería volver con mi familia y Ekaterina no tuvo problema. Estamos cumpliendo 30 años desde entonces.
—¿Con qué sentimientos asume estos recuerdos? ¿Hay nostalgia?
—Es un capítulo cerrado, que lo vemos con cariño, sin embargo no sentimos nostalgia. Lo hemos conversado mucho en casa.
Tras diez años en la Unión Soviética, Mora formó familia: se casó con su esposa y su hijo nació allá. En su casa solo se habla ruso y, dentro de tantos recuerdos, el músico recuerda que aún del otro lado del mundo, la piel siempre está dispuesta al amor.
Nacido en una patria que ya no existe
—¿Sabe por qué aquí se llama Instituto Superior de las Artes?— pregunta don Alexandr Sklioutovski, sentado al lado de un piano en una de las diez aulas de este centro educativo.
—Pues no. Cuénteme.
—¡Muy fácil!— responde don Alexandr con una sonrisa, como si estuviera resolviendo un acertijo—. Porque en la Unión Soviética las universidades se llaman institutos superiores o conservatorios. ¡Cuando llegué aquí, me di cuenta que era otra cosa!
Justamente, en estas diez aulas, es donde don Alexandr pasa sus días desde que llegó en 1992 a Costa Rica, tras la disolución de la URSS. Nació en 1946 en lo que hoy se conoce como Kirguistán, un montañoso país ubicado en Asia Central.
Don Alexandr es el hijo único de una pareja que supo lo que fue la Segunda Guerra Mundial: su padre, judío, nació en Cracovia, Polonia y tras el ascenso del nazismo debió huir. Allí conoció a su esposa, venida de Bielorrusia, y ambos encontraron hogar en la entonces República Kyrgyz.
El aliento de un conflicto bélico que antecedió su árbol genealógico hace que don Alexandr haga una advertencia respetuosa: podemos conversar de cómo era la vida en la Unión Soviética, “pero no de guerra. La guerra no es vida”.
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A pesar de su doctorado en música y ser el gran padre de posiblemente la más destacada generación de pianistas ticos, don Alexandr dice que él fue un “producto normal” de su época. “Hice lo que todos los niños tenían que hacer”, afirma, refiriéndose con total naturalidad a completar un ciclo compuesto por la primaria, secundaria, el conservatorio (lo que sería la universidad para occidente), la maestría y el doctorado. Fueron 47 años de su vida en tierras soviéticas, que lo llevaron de ser asistente de profesor a catedrático de piano en el Instituto Superior de Artes de Moscú.
Allí vivía en un apartamento de 28 metros cuadrados, donde, según sus palabras, “entraba todo”: sofá, libros, piano, televisor, cuarto para niños, baño con tina, cocina y un pequeño balcón. “Así era para todos, era algo establecido. Cada familia tenía su techo. Yo no soy admirador del comunismo, yo lo viví y nunca votaría por comunistas, pero por dicha nadie vivía bajo puentes”.
—¿Y cómo logró estudiar música?
—Es que todos tenían que estudiar algo de música.
—¿Todos los de su familia?
—No. Todos. Toda la población. Era algo lógico que cada niño debía tener educación cultural. Mi padre, en mi caso, era profesor de piano y me dio esa pasión.
—¿Era parte del ADN?
—Bueno, yo no me identifico como ruso. Tampoco como kirgisio. Yo era de la Unión Soviética y las quince repúblicas respondíamos a ese mismo interés.
—¿Qué significaba pertenecer a una nación tan grande?
—Atrasarse en la escuela significaba la calle porque la competencia era enorme. No había forma de adelantarse a los cursos; todo era muy exigente. Además, no elegías dónde querías trabajar, sino que te daban un trabajo. Por un tiempo pensé que eso era correcto porque con ese sistema se evitó el desempleo. Así fue como me mandaron a Moscú.
—¿Cómo fue pasar de su pueblo natal a Moscú?
—Lo que más recuerdo es lo que ustedes llaman el glasgow, pero que para nosotros era otra forma de recibir plata. Y bueno, cuando llegaron los noventa el dinero no valía nada ahí. Me pagaban el salario con planchas, refrigeradoras y lavadoras. Mi suegra logró vender algunas cosas y gracias a eso no morimos de hambre. También recuerdo que una vez me mandaron a comprar tennis, pero todos los zapatos solo tenían pies izquierdos. Me impactó y supe que lo mejor era irse.
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—¿Por qué Costa Rica?
—El plan en un principio era Estados Unidos. De hecho mis nietos son gringos porque finalmente mis hijos se fueron allá, pero aquí me aceptaron como profesor directamente.
—¿Por qué no se fue a Estados Unidos?
—Estados Unidos es un bonito país, pero tiene otra mentalidad. Es una mentalidad más o menos de buffet, de clubes y pomposidad. Yo agradecí la oportunidad, pero cuando llegué aquí me sentí bien.
—¿Tiene sentimientos encontrados al recordar a la Unión Soviética?
—Yo estoy agradecido, no solo porque es mi patria, sino porque me dio la mejor educación del mundo. Pero yo por primera vez en la vida me siento en casa. Después de 30 años aquí, encontré lo que siempre había buscado en mi vida: criar nuevas generaciones. Yo soy viejo, ya. Para mí es muy importante crear una generación de artistas.
—¿Usted volvió a su ciudad natal?
—Nunca. No porque esté enojado, sino porque nunca hubo tiempo. Y ya en Rusia no tengo a nadie. Yo nunca tuve pasaporte ruso, yo tuve soviético, tuve de Kirguistán, pero ahora el único pasaporte que tengo es el de Costa Rica y soy feliz así.
—¿Tiene nostalgia?
—De vivir no. Si tengo nostalgia es por lo grande que era la cultura allá. Sí que lo era.
Don Alexandr toma un respiro. Ha recapitulado más de la mitad de su vida después de mucho tiempo; cuarenta y siete años de aprendizaje en tierras soviéticas que a sus ojos se transforman en los más de 700 premios que reposan en las paredes y repisas del instituto, junto a algunos fotomontajes del profesor en un traje de Yoda porque “no sé por qué, pero mis alumnos dicen que me parezco a él”, dice riendo.
Después de la broma, recupera el tono formal. “No es que no recuerde porque no quiera recordar”, agrega el músico, tras masticar su propio silencio. “Prefiero recordar la música, que sí es vida”.
—¿La música unía a la gente allá?
—Sí, pero yo sí hablaba de todo, no solo de música. Sí hubo gente que no le permitieron salir, pero bueno... No fue mi caso. Siempre hubo cosas, pero sobre la cosa política prefiero no tocar el tema porque no es vida. La música es vida.
—¿Guarda amigos de aquella época?
Don Alexandr, una vez más, respira fuerte. Da a entender que la conversación está llegando a su fin.
—Por supuesto. Y me duele— admite, bajando los hombros—. Me duele pensar en mi amigo de tantos años allá. Es jefe de cátedra de jazz en Kiev, en Ucrania. Estuvimos siempre juntos, comprábamos boletos para ir a todo lado y todos los días duele pensar en él, en su familia, en todo. Yo no quiero decir nada de todo esto por la simple razón de que es doloroso, es desgastante y golpea. Lo único que puedo decir es algo en lo que pienso todos los días: es mejor una mala paz que una buena guerra.