En el aula 9, se confunden la piel y la arcilla. Es un espacio amplio, repleto de cosas: mesas, sillas, una pantalla de televisión grande, una pequeña cafetera, bancos de madera apilados unos encima de los otros, bolsas plásticas negras y verdes, pequeños esqueletos grises tallados y una amplia pila llena de barro moldeable sobre el que se sostiene una pala de hierro. A través de las bocinas de una computadora portátil se escuchan, tenues, piezas de rockabilly .
También hay cuatro grandes esculturas de color marrón. Son obras en proceso: figuras humanas de tamaño real. Cada una está esculpida en una pose particular. Aquella es un bailarín, un hombre fuerte pero de movimientos delicados; la otra, un anciano que camina apoyado por una andadera y, más allá, una mujer que extiende su brazo sobre el suelo, mientras su largo cabello cae por encima de sus hombros. Escrito con marcador negro sobre una pizarra blanca acrílica que cuelga de una de las paredes del aula se lee la frase: “La escultura es el silencio entre las notas”.
Entre las imponentes figuras, se mueve una mujer. Lleva una bata gruesa, de color verde musgo; camina silenciosa, apoyada sobre unas zapatillas Crocs verde chillón. El aula 9 es una especie de santuario: los ruidos parecen molestar el delicado equilibrio necesario para la gestación de una escultura. Se acerca a uno de los estudiantes y le pregunta qué necesita. Conversan, negocian. Luego, la mujer acomoda una pequeña tarima y, sobre esta, un par de colchonetas.
Después, la mujer se quita la bata. Está desnuda.
No hay reacción alguna del estudiante; la mujer tampoco se inmuta. Ella queda cubierta solo por calzón blanco, que se asemeja al tono claro de su piel. No hace falta que prescinda de dicha prenda porque la escultura se trabaja despacio, por partes, con un cuido absoluto de los detalles de la piel y de los músculos. En el cuerpo de la mujer aparecen incontables tatuajes: el más prominente es uno de flores que crecen sobre su tobillo derecho, pero también hay tinta en sus brazos y en su espalda.
Sin perder tiempo, la mujer se acomoda sobre la tarima e imita la pose ya marcada por la escultura. Son un espejo, mujer y obra. En el aula 9, dan lo mismo arcilla y piel.
***
En la colilla de la Caja Costarricense del Seguro Social que reciben todos los meses Alicia Riba, José Luis Solano y Federico Maroto dice que ellos tres son, formalmente, modelos de artes y moda. “Suena con mucho caché”, ríe Federico. En la práctica, su labor es convertirse en herramientas de estudio, en puentes entre el conocimiento de los profesores y el deseo y necesidad de aprendizaje de los estudiantes de la Facultad de Bellas Artes de la UCR.
Con o sin prendas encima, sus cuerpos y sus rostros cumplen funciones artísticas y, sobre todo, didácticas. A través de su físico, el equipo de modelos de la UCR atiende una necesidad académica; también, sus miembros se enfrentan a retos personales exigentes: expresar –con brazos, torso y piernas– distintas emociones, una amplia paleta de formas y sensaciones que pasan de la piel al lienzo, la pluma o la arcilla.
Algo está claro: cualquier persona puede desprenderse de sus ropas, pero no todo el mundo está en capacidad de, con ello, transmitir a un público una emoción.
Es el reto de estos profesionales, los únicos tres miembros del sector público a quienes se les pide, como requisito, desnudarse.
Ella, Alicia
Alicia Riba estudió Artes Escénicas en la Universidad Nacional, en Heredia. Durante sus años de formación universitaria, se hizo de varios amigos que estudiaban artes plásticas. Alguna vez, uno de ellos le pidió si posaría para él. No le pareció mal porque no pasaba de ser, en primer lugar, un favor a un amigo; en segundo, un asunto meramente artístico, sin morbo de por medio.
Así comenzó todo. “Más tarde, otros amigos me pedían lo mismo. Para dibujo, para foto”, recuerda la muchacha, de largo cabello castaño y ojos oscuros. Para entonces, cualquier posible rollo con desnudarse había quedado atrás. En la vida tras bambalinas de los actores teatrales, la piel desnuda es solo un elemento más en el frenético ritmo del cambio de vestuario, de salir a escena a tiempo, de nunca perder al personaje frente al público. “Me gustaba mucho posar para ellos. Me sentía muy cómoda. Además, podía expresarme”, cuenta. Todo ello ocurre en un ambiente relajado: después de todo, quienes estaban frente a ella eran sus amigos. Tras acumular sus primeras experiencias de esa forma, pronto recibió el santo de parte de un colega actor. ¿Qué tal le sonaba posar para estudiantes en la Universidad de Costa Rica?
En ese momento, el trabajo de modelo en Bellas Artes estaba sometido a una alta rotación. Muchos iban, pero pocos se quedaban, por lo que las oportunidades para trabajar –como interino– eran considerables. “Los horarios se coordinaban con los modelos. Sucedió que, comenzando ese semestre, una de las modelos no podía acomodarse a lo que los profesores requerían, entonces entré yo”. Alicia no solo se hizo de un lugar, sino que ingresó con un puesto de medio tiempo. Desde entonces, han pasado ocho años de enfrentarse, desnuda por lo general, a desconocidos anuentes a estudiarla de pies a cabeza. “A veces, la gente no te ve a los ojos porque siente pena. Otras, solo te ven a los ojos”, cuenta la muchacha. Alicia asegura que, en todo caso, el respeto entre modelo, profesor y estudiantes es absoluto: la desnudez es circunstancia, no condición.
Él, Fede
Federico Maroto es un veterano. Lleva nueve años consecutivos ejerciendo una profesión que no tiene nada de convencional pero que, al mismo tiempo, no le genera pena alguna. Todo lo contrario: su trabajo es su orgullo. Antes del período actual, trabajó otros seis años antes en este negocio de poca piel y mucho arte; entonces debió suspender su ejercicio porque viajó a Nicaragua, donde vivió durante un año por razones de estudio. Fede es un hombre fornido, y eso no es casualidad: “Yo practicaba la halterofilia”, dice en pasado, aunque sus músculos delatan que, todavía hoy, sigue dedicado a su físico. Cuenta que, en una ocasión, asistió a una competencia de levantamiento de pesas que se llevó a cabo en la universidad. Eso le valió una aparición en el semanario Universidad , lo que no solo le significó las bromas y felicitaciones de sus amigos, sino que también le consiguió este, el trabajo de sus sueños.
Un escultor se encontraba preparando un mural para la sede del Banco Nacional en Cartago, y necesitaba un modelo. Gracias a su aparición en el semanario, el escultor logró contactar a Federico. Lo demás solamente fluyó. “¡Ahí estoy yo, en el banco!”, ríe Fede. Cuenta que eso, precisamente, es lo que más le gusta de este trabajo al que piensa dedicarle la vida entera: la certeza de que su labor contribuye a la creación artística de este país.
Su profesión no le ha generado problema alguno con su familia o sus amigos, aunque sabe –como también lo saben sus compañeros– que el suyo es un oficio que tiene poco convencional. Dice que cuando la gente se entera, preguntan si tiene seguro o si recibe un salario. “Lo ven como si se tratara de una extra que me gano de vez en cuando”. Similar situación ha vivido Alicia, a quien con frecuencia le preguntan –estudiantes, incluso– qué está estudiando: “Creen que esto es un mientras tanto. No es así, yo me gano la vida con este empleo”.
—Ser modelo me permite tener un perro, un caballo y mi casa propia —dice Federico—. Yo no paso un sombrero al final de la clase, a ver qué me gano. Este es mi oficio, como cualquier otro.
Él, José Luis
Ya hace diez años, justo antes de entrar a trabajar como modelo de artes, José Luis Solano contaba con un bagaje teatral importante. Su carrera como actor lo había puesto en escenarios exigentes, frente a auditorios repletos: el Teatro Nacional, el Melico Salazar, el Teatro de la Aduana. La cantidad de personas que estos tres teatros pueden albergar, en conjunto, ronda los 3.000. Y, sin embargo, fue frente a la puerta cerrada de un aula en la que se aglutinaban no más de 20 estudiantes que José Luis sintió miedo. No porque tuviera que quitarse la ropa –como en el caso de Alicia, para este actor cualquier complejo referente a la piel desnuda había sido superado muchísimo tiempo antes–, ni tampoco por la cantidad de gente, por supuesto.
El temor se lo daba la novedad, la incógnita, lo desconocido. “No sabía si iba a servir. Quería hacer un excelente trabajo, porque es lo que hago siempre. Craso error”, dice y suelta una risa breve. Error porque la devoción y entrega a su trabajo le exige darlo todo, sin medida ni previsión. Cuando un modelo se exige al extremo, la pose –es decir, su trabajo–, eventualmente, paga las consecuencias: tras sostener una postura compleja durante 40 minutos, sucede lo inevitable y se duerme una mano, se baja un brazo, se acalambra una pierna. Con el tiempo, Solano entendió que podía distribuir sus esfuerzos para ofrecer una labor más efectiva. La experiencia, asegura, te permite conocer mejor tu propio cuerpo.
José Luis es un hombre de rostro severo, de mirada intensa; casi siempre parece encontrarse dentro de una burbuja absolutamente solemne, algo que transmite en el acto cuando posa. Parece ser la tercera pata ideal para el taburete que conforma junto a Federico y Alicia: un equipo que se ha mantenido firme en su labor durante casi una década. No es casualidad, pues quien recomendó a Alicia para el trabajo fue el propio José Luis.
Atrás quedaron los tiempos en que ser modelo en la UCR era un trabajo ocasional. Épocas en las que era difícil predecir si el modelo de turno estaría en su puesto el siguiente año o, incluso, si acabaría el semestre o dejaría al curso –y a los estudiantes– botados. “Hay anécdotas de profesores que decían ‘bueno, vamos a Pelufo’s a dibujar’”, dice Alicia. La profesionalización del oficio se ha impuesto desde la práctica, gracias al compromiso y, sobre todo, la pasión que los tres modelos sienten no solo por el oficio en sí, sino por la labor académica y artística que cumplen.
Desde abril, los tres cuentan con propiedad en la nómina de la universidad, un tremendo acontecimiento para la Facultad de Bellas Artes y, en general, para el modelaje de artes. Dice Alicia: “Nos hemos formado en la Universidad de Costa Rica. Somos una especie modelo, con una metodología particular”.
***
Para José Luis, los primeros años fueron clave para enamorarse de su oficio. “Cubrís un curso de anatomía semestre tras semestre y, sin proponértelo, aprendés. De pronto te sabés los nombres de los grupos musculares, por ejemplo”. Asegura el hombre que es incapaz de dibujar una línea recta, pero que su tiempo en las aulas de Bellas Artes le ha permitido identificar conceptos e ideas en las obras. “Esas primeras experiencias en el aula me gustaron tanto que me quedé y me pensionaré aquí, lo prometo”, subraya. Asegura que siente una tremenda satisfacción por sentirse útil en el proceso de aprendizaje de gente que “tiene un talento que yo no tengo”. Además, el cariño y el agradecimiento de los estudiantes termina por hacer redonda su faena. En más de una oportunidad, ha recibido de regalo un boceto que algún estudiante ha hecho basado en él. “Un pedazo de papel que el estudiante va a desechar termina pegado en la sala de mi casa con gran orgullo”, dice sonriendo.
Una de sus historias favoritas, de entre las muchas que ha coleccionado a lo largo de su experiencia, se remonta algunos años. Cuenta José Luis que, por entonces, tenía una alarma en su teléfono celular prevista para sonar a las siete de la noche; su propósito era que le recordara a su exesposa que se tomara una pastilla. Por lo general consciente de detalles como ese que bien podían romper con la armonía de la clase, llegó el día en que José Luis olvidó silenciar la alarma antes de comenzar la clase. En punto de las siete, el teléfono del modelo estalló con un sonoro ritmo tropical: “ Kulikitakatí, kulikitakatá; kulikitakatí, kulikitakatá ”. Naturalmente, la clase entera soltó carcajadas que se multiplicaron entre alumnos, profesor y el propio José Luis, quien, avergonzado por la situación, se chilló. “Ese día”, recuerda el modelo, “estaba desnudo, y me di cuenta de que cuando uno se chilla, no solo se pone rojo en la cara”.
Federico, por su parte, recuerda con risa –y afecto– la primera vez que posó en un aula para un grupo académico. Al contrario que José Luis, dejó los nervios de lado porque sabía a lo que iba. Al menos eso pensaba hasta que, al ingresar al aula 7 de la Facultad, topó de frente con la gente y con sus caballetes, listos para estudiar su cuerpo a detalle. “En qué me metí”, pensó Fede, llenándose, de pronto, de dudas sobre su decisión de aceptar el trabajo. Era una clase de acuarela, que requería que posara desnudo junto a unas hojas de palmera. Las hojas, que el profesor había traído del campus, estaban mojadas por las lluvias de octubre; con las palmeras húmedas también entraron al aula bichos que, pronto, comenzaron a picar las piernas de Federico. Sin embargo, era su primer día y él no pensaba romper la pose porque temía que aquello fuera poco profesional (en realidad pueden descansar por intérvarlos, para dosificar el esfuerzo). Soportó la tortura de los piquetes hasta que el profesor le preguntó por qué estaba sudando. “Ay perdone, profe”, le respondió, “es que me están picando las palmeras”. Entre la risa y la pena, y pese a los piquetes, Federico supo, desde ese momento, que había encontrado el trabajo al que quería dedicar toda su existencia.
***
Con el tiempo, sus cuerpos han sufrido transformaciones naturales que, sin embargo, no los descalifican en absoluto para llevar a cabo el trabajo. No existen exigencias en torno a la apariencia física de los modelos. Mucho más importante son lo que Alicia llama principios éticos: creatividad, noción del cuerpo, conocimiento. Hay que saber proyectar la figura propia de modo tal que los estudiantes puedan interpretar y aprender. “Para mí, es más importante que los muchachos y muchachas vean a una persona real, en lugar de un ideal de belleza o un imaginario. Prefiero que me vean como lo que soy: parte de la realidad que ellos mismos viven”.
La modelo asegura que su trabajo comparte muchos elementos con el teatro, por lo que su formación universitaria ha sido fundamental no solo para ejercer sino para disfrutar su oficio. “Cuando intento explicar lo que hago, digo que hago performance ”, dice. No dista de ser cierto: en el aula tiene un escenario, un público, una dirección. El trabajo del modelo es uno de constante improvisación. “Me gusta ver el proceso en los trabajos de los estudiantes. En un aula hay 20 personas haciendo retratos tuyos. Son 20 visiones distintas de la persona que sos, que proyectás. Es fascinante”.
“Esto no es quitarse la ropa”, me dice José Luis. Asegura que lo que hacen él y sus compañeros es ofrecer un trabajo artístico –ser, más que un cuerpo, un objeto de estudio, agrega Federico– a través de su ejemplo físico, me dice antes de marcharse de vuelta al aula 9, donde yacen las esculturas en proceso, donde se confunden la arcilla y la piel.