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No hay otra forma de rememorar aquel momento que no sea en una especie de levitación mental, de cámara lenta..., un griterío ensordecedor y, a la vez, extrañamente silencioso, acompaña la masa de rostros delirantes que siguen la trayectoria del balón hasta que este se aloja con furia en la esquina del marco, mientras mueve la red veleidosamente.
Es el 14 de junio del 2014. Estamos en el estadio Castelao, de la bella y folclórica ciudad costeña Fortaleza, sede de nuestro primer juego en el Mundial de Brasil. Hace unos segundos anotamos el tercer gol, el grito al planeta... ¡Las cenicientas del Mundial acabábamos de darle la vuelta al orbe con el contundente 3 a 1! ¡La Costa Pobre se acababa de erigir, desde la humillación, hasta el podio del orgullo, puño en el pecho, como las imágenes de nuestros jugadores multiplicándose por el planeta!
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Es el 14 de junio del 2018. Apenas, en unos días, se cumplirá el aniversario de nuestra primera gran gesta en el Mundial de Brasil. Y el próximo domingo 17 empezamos la página de una nueva cita global, nuestro quinto Mundial, esta vez en el Samara Arena, en nuestro juego inaugural contra Serbia, en la Copa Mundial de Rusia 2018.
Quienes hemos tenido el privilegio de asistir a uno o varios mundiales, podemos atestiguar que, independientemente de lo que logremos futbolísticamente como país participante, cuando los ticos nos movemos en manada a una Copa del Mundo, se genera una extraña simbiosis en la que casi todos, inconscientemente, formamos un frente común como hermanos de patria, unidos por un balón pero, más aún, por el chonete, por la chema tricolor, por ese intercambio de miradas que nos cruzamos entre desconocidos en las calles de Alemania o Brasil (esos son mis referentes y ahora se viene Rusia, mi tercer Mundial) cuando descubrimos a nuestros pares identificados por algún emblema nacional o claro, más enraizado aún, cuando oímos el inconfundible acento y el emblemático “mae”, intercalado cada cinco palabras en las conversaciones que pescamos de pasada.
Puede sonar a barbaridad, pero nunca se siente uno tan tico, como en un mundial de fútbol. Y quizá también es en el megaevento deportivo más famoso del planeta, en el que un tico atesora momentos de felicidad absoluta, de euforia demencial, de orgullo por el chonete y de libertad (y a veces libertinaje) incondicional. ¿Cómo somos, en qué nos convertimos los ticos en el Mundial?
De 'poladas' y 'polladas'
Hay que decirlo, la mayoría lleva la receta perfecta para el disfrute y uno que otro desastre: fútbol + Mundial + vacaciones + adiós-rutina: es el combo propiciante de que, en cuanto finalmente se cruza Migración tras muchas horas de vuelo, al llegar al lugar de destino, aquel desboque de felicidad casi nos hace resonar en la cabeza una suerte de grito al mejor estilo de “¡Puerta torooo!”.
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Pero volvamos al Castelao. Y luego retrocedamos al 2006, a Hamburgo, donde un pasajero del Avión de los Ticos se enfiestó más de la cuenta y protagonizó un rocambolesco incidente que involucró en tremenda crisis (y luego un vacilón) a los casi 300 ticos a bordo.
O adelantémonos al presente inmediato, ya con Rusia a las puertas, cargados de grandes ilusiones y la que quizá es nuestra principal preocupación: la infranqueable barrera del idioma, pues en Rusia solo se habla ruso.
No importa si se trate de Mondoví, Hamburgo, Hannover, Fortaleza, Recife o Belo Horizonte. O Samara, San Petesburgo o Nizhni Novgorod. No han pasado 72 horas cuandro ya muchos tenemos el montón de compas en el "barrio".
Lo irónico es que, en la cuenta regresiva por horas, nosotros mismos nos estamos disparando en los pies de la emoción que nos obnubila porque ¡ojo!: en los grupos de WhatsApp –que por cierto, hacen su debut en este mundial– a la mayoría les ha dado por identificarse con su nombre... solo que en ruso, tal cual aparece en el Fan ID, documento de identidad para los visitantes en el Mundial.
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Entonces, si ya casi todos somos unos perfectos desconocidos entre nosotros, es imposible recordar si Фернандо era Luis u Octavio, o bien, si Алехандра era Laura, María o Johana.
Si esto es ahora, imagínense el mosquero que nos espera allá, por más numerosos y políglotas que sean los traductores que pulularán por todo el territorio ruso durante el mes que dure la cita mundialista.
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Fortaleza, Brasil. Estadio Castelao. 14 de junio del 2014. Uruguay-Costa Rica. Min. 84.
El estupor y la euforia se vuelven uno, mientras los más escépticos buscamos la señal de bola al centro del réferi, como efectivamente lo hizo.
La Sele acaba de escribir en piedra el marcador con su tercer gol y, en segundos, muchos explotamos en un llanto incontenible. No hay pucheros, no hay pudor; hay lágrimas copiosas y gesto rabioso, como la del guerrero épico que acaba de arrancarle la cresta al contrario.
De alguna forma, quienes estuvimos en las gradas del Estadio Castelao el sábado 14 de junio supimos, en ese momento, que nos habíamos adueñado de un pedacito de historia que, sin importar lo que pase en los juegos posteriores, nadie podrá arrancarnos jamás.
Y es que nada, nada de lo que vivimos a partir del momento en que unos y otros decidimos viajar al Mundial nos preparó para lo que se vendría, y que para muchos había empezado el jueves 12, a primera hora, cuando abordamos como campechanos güilas en excursión, el gigantesco Jumbo de los ticos de la empresa Destinos que, según nosotros, nos traería a Brasil.
En realidad, nos llevaría a tocar un pedacito de cielo y a comprobar que, en algunos momentos de nuestras vidas, es posible palpar la felicidad más absoluta y total.
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¿Qué será lo que tenemos los ticos?
Pero gente, en los Mundiales hay algo que nos une como patria, un lazo de solidaridad y orgullo comunes, que se agiganta cuando descubrimos que nuestros improvisados colegas extranjeros de mundial, esos cientos o miles de desconocidos que se cruzan en nuestro camino, simplemente se deshacen en calidez y admiración cuando ven a alguno de los nuestros en las calles, bares o estadios. Ver el emblema de Costa Rica significa una mirada de simpatía espontánea, un saludo –en el idioma que sea– y con frecuencia, también, un abrazo sin palabras.
Recordemos la aventura increíble de nuestro primer representativo en un Mundial, y lo que ocurrió con la ciudad sede del campamento de la Selección Tica, el hasta hoy inolvidable y amado Mondoví, nuestros anfitriones italianos en la famosa hombrada de nuestros muchachos en la cada vez más lejana, aunque detenida en el tiempo por siempre jamás, gesta de Italia 90.
Brasil está muy fresco en nuestras retinas por razones ya consabidas, pero Alemania 2006 también nos envió a casa, a los aficionados, con el corazón lleno de gratitud y el pecho henchido de orgullo. Todo esto independientemente de la Sele, que en aquella ocasión tuvo un desteñido papel, pero eso, en este texto, es tema intocado.
Acá contamos lo que vivimos los otros guerreros, los de fuera de la cancha.
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Lleven, por lo que más quieran, todos los distintivos nacionales que puedan. Así sea banderitas minúsculas, camisetas todo lo que venga de C.R. es un souvenir de lujo para miles de extranjeros
Porque así como la algarabía nos une, cuando algún tico cae en desgracia –mayor o menor– créanme que la noticia se desparrama a lo largo y ancho de la afición como un bólido de tristeza común y de reacciones a ver cómo hacemos para unir fuerzas y ayudarle al que salió trasquilado.
Es que, en serio, a pesar de lo que ocurre en el campeonato nacional (donde por desgracia en los últimos años se han multiplicado el veneno y la barbarie), los mundiales de fútbol se caracterizan por sacar lo mejor del tico que se desplaza para vivirlo in situ, como un bloque tricolor flanqueado por el hijuemadre orgullo que se nos sale del pecho ya desde que llegamos al Juan Santamaría, listos para lo que será, para miles, una de las más atesoradas experiencias de sus vidas.
Por supuesto, siempre hay algunos que rompen el molde. Porque nunca faltan uno que otro mozote, ni unos cuantos gamberros. Pero ya llegaremos ahí.
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¡Ahora sí, estamos en el mundial, carajo!
Los ticos que se trasladan a los mundiales en vuelos comerciales tienen su propio y cuantioso anecdotario.
Igual que les pasa en las calles, ya en el país sede, mientras se trasladan de aeropuerto en aeropuerto, ataviados con camisestas tricolores y banderas de la Sele, medio mundo tiene que ver con ellos.
La experiencia de quienes hemos viajado en El avión de los Ticos, que instauró por primera vez en 2006 la empresa DestinosTV, es diferente porque sale del Santamaría y vuela de un tirón al destino, pues se trata de vuelos chárter.
Entonces, al menos para quienes viajábamos por primera vez a un Mundial, aquel periplo Alajuela-Hamburgo se convirtió en una réplica de una excursión local en cazadora.
Un crisol de las más diversas clases sociales y un anecdotario de esos hechos que solo ocurren en Costa Rica acompañaron al singular grupo en su ilusión dorada: estar en Alemania 2006.
Apenas un rato después del arribo, tras cruzar el Atlántico en un vuelo de casi 12 horas, varios grupúsculos de compatriotas recorrían la calle Reeperbahn, en Hamburgo, contagiados de la euforia que envolvía a cientos de alemanes tras su agónico triunfo ante Polonia.
Esto ocurrió hace exactamente 12 años, pero palabrita, parece que fue ayer.
Y tal como ocurriría en Brasil, y ocurrirá en Rusia, de pronto, entre los diversos grupos, surgió un minidesfile de tricolores que cargaban banderas, chilindrines y cornetas. Por unos momentos, sobresalieron del resto con sus sombreros de chonete y sus sonoros ”¡Oeeee, oeee, oeee, oaaa, ticoooos, ticooos!”.
Ahí sí que muchos soltamos el moco. Y es que si bien es cierto, la magna aventura está teñida de momentos cargados de clímax, el primer contacto con la tierra prometida (al menos, para nosotros, los fans del deporte más hermoso del planeta) simplemente te descoloca como una especie de ensueño. Lo que pasa en el Mundial siempre quedará en los recuerdos.
Pero las primeras horas, cuando ya uno está ahí, encumbrado junto a miles de almas que se funden entre banderas, brindis y contentera, provocan como un desdoble, hasta que poco a poco ya vamos aterrizando y a los dos días, caminamos todos gallitos, llamando las calles, los barrios o a los cantineros por sus nombres, como si tuviéramos años de vivir ahí.
No importa si se trate de Mondoví, Hamburgo, Hannover, Fortaleza, Recife o Belo Horizonte.
O Samara, San Petesburgo o Nizhni Novgorod.
No han pasado 72 horas cuando ya muchos tenemos el montón de compas en el “barrio”.
Sabemos que, casi con certeza, nunca los volveremos a ver. Y ellos también. Por eso, al despedirnos, nos abrazamos llorando. Como les pasó a los recepcionistas alemanes del hotel que nos albergó en Hamburgo, segunda sede de Alemania 2006.
Ahí sí que nos vinimos con el corazón hecho un puñito, y no por el desabrido papel de la Tricolor, si no porque, ese y otros episodios nos demostraron que los estigmas que alguna vez se posaron sobre el pueblo alemán, hace muchas décadas quedaron enterrados en el pasado. Bien lo comprobamos cientos de ticos en el hermoso Alemania 2006 que, por cierto, nos ofreció una despedida llena de hermandad y de lecciones por parte del pueblo polaco.
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“¡Pols-ka-rrrica!”
Polonia y Costa Rica jugaron en Hannover su tercer partido, ya de trámite, pues ambos estaban eliminados.
Un poco cabizbajos al asistir a lo que muchos sentíamos como un duelo de perdedores, los ticos que poco a poco arribábamos a las inmediaciones del estadio pronto nos percatamos de lo que quería decir la alegre porra de nuestros próximos rivales... y de pronto, a muchos se nos hinchó el alma.
Resulta que los polacos, espontáneamente, habían compuesto una palabra que uniera a los dos países: Polska(Polonia, en polaco) y el “rrrica” (así lo pronunciaban) de Costa Rica.
Así, solo minutos después de haber descendido de los autobuses, el cariñoso y eufórico recibimiento nos arrancó el aura de fracasados y pronto nos sumamos a la escena que imperaba por todas partes: ticos y polacos, envueltos en banderas de ambos países, compartiendo abrazos, cánticos y cientos de fotografías que aquel tumulto de desconocidos pedía a cada instante a todo el que vistiera un distintivo de la Tricolor.
En el juego contra los polacos, a decir verdad, sentíamos cierta aprehensión. Esto porque algunos europeos de otros países nos habían comentado, en Hamburgo, que la afición polaca nos avasallaría en cantidad y en poderío futbolístico, y que algunos eran fanáticos “bravos”.
Por eso, nos tomó por sorpresa semejante recibimiento por parte de una marejada rojiblanca que abarrotó el estadio (al ser un país fronterizo con Alemania, los polacos se desplazaron por miles al Mundial).
Quizá, quienes nos advirtieron de la dizque “barra brava” rojiblanca necesitan ver a la afición tica enardecida para saber lo que es fanatismo enfermo.
No se puede generalizar, obviamente. Pero la actitud de muchos nacionales, horas después, en el estadio, nos generó sentimientos encontrados a quienes nos sentimos verdaderamente honrados con los muchos brindis “de piquito” que nos prodigaban los polacos (especialmente señores mayores) al sacar sus botellones de vodka e invitarnos a brindar con ellos en las calles, antes del juego. Como hermanos.
Esa actitud hacia todo lo que fuera o viniera de Costa Rica nos inflamó de orgullo, el mismo que se nos desinfló para convertirse en vergüenza ajena cuando la Selección recibió el empate y, más tarde, el gol de la derrota.
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No todos honramos nuestra sangre
Cuando la moneda se invirtió y fuimos nosotros quienes quedamos contra las cuerdas, unos cuantos hinchas ticos acapararon la atención de la afición polaca debido a la demencia con que lanzaban gruesos insultos (impublicables) contra la Tricolor, su técnico y jugadores, y toda su ascendencia y descendencia.
Claro, la afición contraria no entendía el significado. Pero no hacía falta. Los gestos y los gritos de energúmenos enardecidos hablaban por sí solos. Ante el grotesco espectáculo, los polacos miraban hacia nuestra barra con los ojos muy abiertos, con una expresión de incomprensión.
Ante nuestra tercera derrota al hilo, ya a la salida del estadio, lejos del menor signo de menosprecio o humillación, se afanaron en intercambiar sus camisetas con las nuestras, abrazarnos nuevamente y gritar otra vez su famoso “¡Polskarrica!”.
Es cierto, cientos de ticos salimos tristes y avergonzados del estadio de Hannover. Pero, en el caso de algunos, la pena no provenía del accionar tico en la cancha... sino en las graderías.
En Brasil,la luna de miel con la Sele fue épica perfecta. Pero en Alemania, varios aficionados sacaron lo peor de sí al arrastrar por el suelo las banderas tricolores, frente al asombro de aficionados europeos
Estos episodios nos avergüenzan pero hay que recordarlos, en un intento porque no se repitan.
En Brasil todo fue miel sobre hojuelas, obviamente, por el desempeño de la Sele.
Antes, durante y después del juego, los suramericanos fueron amables y, al final, fueron ellos quienes propiciaron el intercambio de camisetas. Muchos accedieron, felices. Pero otros les espetaban a los incrédulos ecuatorianos, mientras arrastraban la camiseta tricolor por la calle: “¡ Ta loco! ¡¿Cómo va a querer esta cochinada?!”.
La vista al frente
Pero bueno, reprendamos los malos recuerdos y volvamos a lo que se nos viene.
“El Mundial es fiesta, incita a la fiesta, la cerveza corre por las aceras (la persona que me dio el tip hablaba del Mundial de Alemania). Pero cuando uno tiene la oportunidad de ir a un Mundial en la vida, es una tontería dejarse llevar por la fiesta al punto de desmemoriarse. Hay que estar con los sentidos el alerta, disfrutar todo, enfiestarse con medida y muy por sobre todo, asistir a los estadios a vivir plenamente el minuto a minuto, dentro y fuera de la cancha”.
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Sin embargo, la recomendación es solo eso. No seré yo, insisto, quien tire las campanas al viento y que luego me caiga alguna encima.
Como un señor muy serio, viajado y con un gran don de liderazgo, quien junto con otros se convirtió en el guía del grueso del grupo.
“Tengan juicio, vayan tranquilitos por las cervecitas, vean que mañana hay que estar listos muy temprano, hay que ir bien fresquitos y entusiasmados a apoyar a los muchachos, va a estar durísimo ese juego contra Uruguay”.
Diay, con semejante elocuencia, la mayoría le hizo caso.
A las 6 de la mañana, el día del juego, nos tocaron la puerta a mí y otra compañera que somos buenas para apagar incendios, parte del grupo de líderes.
“Que hay que ir a juntar a aquel carajo (el señor de los consejos)... que anoche se pasó de caipiriñas y está ahí, atravesado en medio pasillo, dicen que ‘cayó caláver’ desde las 4 de la mañana y no lo han podido mover de ahí, que vayan a ver qué hacen porque el hombre está jumititico, ronque y ronque”.
Y bueno, después de todo un encarrerado protocolo de emergencia, a la hora en punto lo teníamos en pie, bien bañado y como con 12 cortados (de café) adentro.
Igual casi se nos desmaya horas después, con 36 grados de temperatura y la humedad más desesperante que hayamos vivido jamás.
El señor sudó y sufrió todas las caipiriñas que se había mandado el otro día. Casi se le revienta la cabeza del dolor. Con costos brincaba con los goles. Así de mal estuvo.
Eso sí, para el juego contra Italia, en el estadio Pernambuco, de Recife, vacilábamos porque dicen que se acostó a las 8 de la noche y ya a las 7 estaba prolijamente bañado, perfumado, con desayuno de campeones y preparado para Italia.
Lo que pasó después de ese partido, eso sí se los confieso, se quedó en Recife. No hacía falta el efecto del licor o de estimulante alguno.
Sobra decir que ese día, todos salimos absolutamente ebrios del estadio, sin haber consumido una gota de licor y al menos yo, al día de hoy, no recuerdo muy bien qué pasó después. Estado de demencia total, debe llamarse.
Pero bueno. Se viene Rusia y por eso se impone adelantarnos un tantito, con este repaso, a lo que va a vivir la afición costarricense en el gigantesco país.
Cada Mundial es un mundo aparte, quizá pocos tan diferentes como el de Rusia, por la lejanía y las enormes diferencias culturales e idiomáticas.
Pero vamos confiados.
Porque donde para cada tico que vaya a un Mundial, siempre habrá al menos otro tico que esté dispuesto a ayudarle.
Es esa comunión del “pura vida” que se desborda sobre nosotros y nos une, insisto, de una manera absolutamente única cuando viajamos a una Copa del Mundo.
Pele el ojo: que el Mundial no se vuelva pesadilla
Aunque quienes viajan al Mundial a menudo se asesoran con sus agencias de viajes o bien, con las múltiples formas de comunicación colectiva que existen en el mundo actual, nunca está de más repasar una que otra situación que hemos atestiguado en ediciones anteriores.
La experiencia en este caso se reduce a las Copas del Mundo de Alemania 2006 y Brasil 2014, aunque no dudo que quienes van para Rusia 2018 ya hayan recibido consejos prácticos de nacionales que han asistido a otros mundiales. Nunca está de más repasar algunos fiascos que hicieron pasar desde malos ratos hasta verdaderas pesadillas a varios de nuestros coterráneos.
El primero que se me viene a la mente es el de revisar siempre, más allá de toda duda razonable, si tienen algún impedimento de salida del país.
La salida del Jumbo de los ticos a Brasil se vio afectada, hace cuatro años, cuando el vuelo empezó a demorarse (estaba para partir a la 1 de la tarde) hasta que, un par de horas después, vimos salir a uno de los pasajeros acompañado de un par de oficiales de Migración.
Estábamos ya en pleno jolgorio y aquel incidente nos partió el alma a todos. Nos preguntábamos cómo era posible que alguien, después de hacer semejante inversión, hubiera incurrido en el descuido de no cerciorarse de que tenía impedimento para salir del país.
Fue muy duro para todos perder a uno de los nuestros, de esa forma, y despegar sin él.
Cuando aterrizamos en Fortaleza, el tema aún se comentaba, nadie entendía lo que había pasado. Recuerdo incluso al director de Telenoticias, Ignacio Santos, y a la entonces directora de Noticias Repretel, Roxana Zúñiga, supremamente compungidos mientras hacíamos las filas para los trámites migratorios de ingreso, ya en el aeropuerto de Fortaleza.
Sin embargo, al día siguiente una buena noticia nos disparó la contentera: el pasajero al que habían bajado del avión estaba a horas de reunirse con nosotros, pues tras arreglar su situación, pegó carrera, compró otros tiquetes y, a un costo altísimo, sí, pero siempre disfrutó a mares el Mundial.
Luego sabríamos que la orden de impedimento se la habían puesto muchos años atrás, durante una separación temporal de su esposa, y luego ninguno se acordó del asunto y pues, le apareció en el momento más inoportuno.
Lo de la ingesta de licor en exceso también suele jugar malas pasadas, pues a menudo, en la euforia, a la gente se le pasa la mano. No fueron pocos los que se quejaron, tanto en Alemania como en Brasil, de haber estado ahí y de no recordar momentos emblemáticos y haberse perdido vivencias lindísimas por estar con resaca “de palidazo” o, simplemente, durmiendo la rasca en el hotel.
Y bueno, acopiar la prudencia en medio de la contentera y documentarse muy bien sobre las reglas y las leyes que rigen, en este caso, a la sociedad rusa. Ya sabemos también de infaustos incidentes que han terminado con ticos encarcelados, y no solo por horas o días: recordemos el caso del compañero que tuvo que afrontar un serio proceso por supuestamente haber contratado a un trabajador del sexo, menor de edad, apenas empezando el Mundial de Brasil, quien pasó en prisión durante toda la Copa del Mundo y allá se quedó varios meses, hasta que la situación se resolvió.
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Milagros mundialistas: el mendigo que me robó el corazón
Los encuentros imborrables entre aficionados que se suceden en los mundiales, en algunos casos surcan la memoria casi tanto como la apoteosis de los goles de la Sele.
Cada quien con los suyos... Entre la colección de recuerdos inmaculados de Brasil 2014 –incontables, por cierto– me quedo con el de Lindomar Souza, quien se cruzaría en mi camino 24 horas después del triunfo contra Italia.
Coincidimos en un gigantesco mercado de baratijas, al frente del extenso malecón que demarca la costa en Recife.
Yo estaba comprando un brazalete verdeamarelo con el logo del Mundial y BRASIL así, en letras gigantes.
Mientras lo escogía, un anciano desdentado, con pinta de indigente, se acercó sin siquiera percatarse de mi presencia y empezó a revolcar afanosamente en la canasta de las pulseras. La tendera le preguntó qué buscaba y, ante mi asombro, el desarrapado le explicó que quería un distintivo de “la Costa Rica”.
Yo no andaba ni un solo distintivo patrio (ya desde Uruguay nos fuimos quedando poco a poco sin nada, agradecidos hasta la médula con nuestros socios de fe, los aficionados brasileños), así que cuando le toqué el hombro a Lindomar y le espeté que yo era tica –obviamente toda emocionada– tanto él como la vendedora se fundieron conmigo en un abrazo que no olvidaré.
Como él no encontró lo que buscaba, saqué del bolso la única bandera de tela que tenía y se la obsequié. Lindomar insistió entonces en pagar mi pulsera de Brasil con los únicos 10 reales que tenía y que, a no dudarlo, le habrían servido para calmar su resaca, pues todo él exhalaba el inconfundible olor a guaro añejo. Nos saltamos la barrera del idioma y, a como pudimos, conversamos de su click con Costa Rica mientras me acompañaba unos 500 metros hasta dejarme en la puerta del hotel.
Orgulloso a más no poder, blandía la bandera tricolor mientras los vehículos le pitaban y los transeúntes le cruzaban un entusiasta “¡Olé olé ticos!”. Como pudo me contó –y como pude, le entendí– que se había vuelto loco al ver el jogo bonito de Costa Rica ante Uruguay; por supuesto, nunca antes había oído hablar del país, y creo que no logré que me creyera que apenas éramos cuatro millones y pico de habitantes.
Y luego... luego me habló del gane contra Italia, que el gol de Ruiz era una joya, y que hasta se había puesto a llorar... y se puso a llorar otra vez.
Mientras se enjugaba las lágrimas con la bandera y se deshacía en felicitaciones para la Costa Rica que ahora él había hecho suya, nos despedimos para siempre, pues jamás nos volveremos a ver. Yo también me deshice en lágrimas en el lobby, ya a solas, tratando de digerir qué diablos estaba pasando en aquel país de Dios, qué clase de comunión se había establecido entre nuestra afición y la anfitriona y muchas otras más que fueron quedando huérfanas con la eliminación de sus equipos y felizmente se integraron al otrora desconocido país por el que antes nadie daba un cinco.
Tras la primera fase, se impuso el regreso y una nueva ilusión: vivir, por fin, una transmisión desde aquellos colosos en los que habíamos estado, solo que aquí, rodeados de coterráneos, de nuestra raza, en nuestros bares favoritos y en comunión total en nuestra propia tierra, la Costa Rica que a esas alturas tenía enamorado al planeta.
Y entonces, se vinieron Grecia y Holanda. Pero el desenlace de esa historia no tengo que contárselas; esa la vivimos juntos y la guardaremos en el alma por los siglos de los siglos. Amén.